—Tío —dijo Minho, resumiendo los sentimientos de Thomas con una palabra.
—Podría ser una coincidencia —apuntó Teresa—Haz más, rápido.
Thomas continuó poniendo las ocho páginas de cada día en orden, desde la Sección 1 a la Sección 8. En cada ocasión se formaba una letra con claridad en medio del montón de líneas entrecruzadas. Después de la E vino la M, luego la E, después la R, la G y una E. Luego, A… T.
—Mira —exclamó Thomas, señalando la fila de montones que habían formado, confundido, pero contento de que las letras estuvieran tan claras—. Dice EMERGE y, luego, AT.
—¿Emerge At? —repitió Newt—. A mí eso no me parece un código de rescate.
—Tenemos que continuar —dijo Thomas.
Al hacer un par de combinaciones más, se dieron cuenta de que, en realidad, la segunda palabra era ATRAPA. EMERGE y ATRAPA.
—Definitivamente, no es una coincidencia —aseguró Minho.
—Eso está claro —afirmó Thomas. No podía esperar a ver más.
Teresa señaló hacia el trastero.
—Tenemos que revisar todas esas cajas de ahí dentro.
—Sí —asintió Thomas—. Vamos.
—No podemos ayudar —dijo Minho.
Los tres le fulminaron con la mirada y él hizo otro tanto.
—Al menos, Thomas y yo. Tenemos que salir al Laberinto con los corredores.
—¿Qué? —exclamó Thomas—. ¡Esto es muchísimo más importante!
—Tal vez —respondió Minho, tranquilo—, pero no podemos dejar de salir allí ni un día. Ahora, no.
Thomas sintió una oleada de decepción. Correr por el Laberinto le parecía una pérdida de tiempo comparado con descifrar el código.
—¿Por qué, Minho? Dices que el patrón se ha estado repitiendo durante meses… Un día más no significará nada.
Minho golpeó la mesa con la mano.
—¡Eso es una patochada, Thomas! De todos los días, este puede que sea el más importante al no cerrarse las puñeteras paredes; creo que podríamos probar tu idea, pasar allí la noche para explorar con más detenimiento.
Aquello despertó el interés de Thomas; estaba deseando hacerlo. Indeciso, preguntó:
—Pero ¿qué hay del código? ¿Qué…?
—Tommy —dijo Newt con voz consoladora—, Minho tiene razón. Pingajos, salid y corred. Yo reuniré a algunos clarianos en los que podamos confiar y seguiremos trabajando en esto —sonó más que nunca como un líder.
—Yo me quedaré aquí y también ayudaré a Newt —se ofreció Teresa.
Thomas la miró.
—¿Estás segura?
Se moría por descifrar el código él mismo, pero decidió que Newt y Minho tenían razón. La chica sonrió y se cruzó de brazos.
—Si vais a descifrar un código secreto de un grupo complejo de laberintos diferentes, estoy segurísima de que necesitaréis que una chica lleve la voz cantante —su amplia sonrisa se convirtió en una sonrisita de suficiencia.
—Si tú lo dices…
Cruzó los brazos, se quedó mirándola con una sonrisa y, de repente, no quiso marcharse de nuevo.
—Bien — asintió Minho, y se dio la vuelta para irse—. Estupendo. Vamos.
Comenzó a caminar hacia la puerta, pero luego se detuvo cuando advirtió que Thomas no iba tras él.
—No te preocupes, Tommy —dijo Newt—. Tu novia estará bien.
Thomas notó que millones de pensamientos le pasaban por la cabeza en aquel momento. Se moría por descifrar el código, le daba vergüenza lo que Newt pensaba de Teresa y él, estaba intrigado por lo que podían encontrar en el Laberinto…y tenía miedo.
Pero se deshizo de todo aquello. Sin ni siquiera despedirse, acabó por seguir a Minho y subieron las escaleras.
• • •
Thomas ayudó a Minho a reunir a los corredores para darles la noticia y organizar el gran viaje. Le sorprendió que todos accedieran de buena gana a explorar más a fondo el Laberinto y pasar allí la noche. Aunque estaba nervioso y asustado, le dijo a Minho que podía llevar una de las secciones él solo, pero el guardián se negó. Tenían ocho corredores con experiencia para dicha tarea. Thomas iba a acompañarle, y para él fue un gran alivio, lo que casi le hizo sentir vergüenza de sí mismo.
Minho y él metieron en sus mochilas más provisiones de las habituales, pues no sabían cuánto tiempo estarían allí fuera. A pesar de su miedo, Thomas no podía evitar estar también entusiasmado, pues aquel podía ser el día en que encontrasen una salida.
Ambos estaban estirando las piernas junto a la Puerta Oeste cuando Chuck se acercó para despedirse.
—Iría con vosotros —dijo el niño con un tono que estaba lejos de ser jovial—, pero no quiero tener una muerte horripilante.
Thomas se rió, sorprendiéndose de su reacción.
—Gracias por los ánimos.
—Tened cuidado —pidió Chuck, y su tono de voz se transformó enseguida en auténtica preocupación—. Ojalá pudiera ayudaros, tíos.
A Thomas le llegó al alma. Se apostó cualquier cosa a que, si hiciese falta y se lo pidieran, Chuck saldría al Laberinto.
—Gracias, Chuck. Tendremos mucho cuidado.
Minho resopló.
—Tener cuidado no nos ha servido en absoluto. Ahora es todo o nada, chaval.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Thomas. Sentía un hormigueo en la barriga y sólo quería moverse, dejar de pensar. Al fin y al cabo, salir al Laberinto no era peor que quedarse en el Claro con las puertas abiertas. Aunque aquella idea no le hacía sentirse mucho mejor.
—Sí —respondió Minho, tranquilo.
—Bueno —murmuró Chuck, y bajó la vista hacia sus pies antes de volver a mirar a Thomas—, buena suerte. Si tu novia se siente sola sin ti, yo la consolaré.
Thomas puso los ojos en blanco.
—No es mi novia, cara fuco.
—¡Vaya! —exclamó Chuck—. Ya estás usando las palabrotas de Alby —estaba claro que intentaba fingir que no estaba asustado por los últimos acontecimientos, pero sus ojos revelaban la verdad—. En serio, buena suerte.
—Gracias, eso es muy importante —contestó Minho poniendo los ojos en blanco—. Nos vemos, pingajo.
—Sí, nos vemos —masculló Chuck, y luego se dio la vuelta para marcharse.
Thomas sintió una punzada de tristeza. Quizá ya no volviera a ver a Chuck, a Teresa o a cualquiera de los demás, y de repente sintió la necesidad de decir:
—¡No olvides mi promesa! —gritó—. ¡Te llevaré a casa!
Chuck se volvió y alzó el pulgar, con los ojos vidriosos por las lágrimas. Thomas alzó los dos pulgares; luego, Minho y él se pusieron las mochilas y entraron en el Laberinto.
Thomas y Minho no pararon hasta que estuvieron a medio camino del último callejón sin salida de la Sección 8. Ahora que el cielo estaba gris, Thomas se alegraba de llevar su reloj de pulsera. Habían conseguido llegar en poco tiempo porque enseguida fue evidente que las paredes no se habían movido desde el día anterior. Todo estaba exactamente igual. No había necesidad de dibujar mapas ni de tomar notas, su único deber era llegar hasta el final y dar la vuelta en busca de cosas que antes no hubieran advertido, cualquier cosa. Minho permitió veinte minutos de descanso y, después, siguieron con su trabajo.
Permanecieron callados mientras corrían. Minho le había enseñado a Thomas que hablar no era más que un gasto de energía, así que se concentraba en su ritmo y su respiración. Regular. Uniforme. Inspirar, expirar. Inspirar, expirar. Cada vez más metidos en el Laberinto, acompañados tan sólo de sus pensamientos y los sonidos de sus pasos sobre el duro suelo de piedra.
Al cabo de tres horas, Teresa le sorprendió hablando en su mente desde el Claro:
Estamos progresando. Ya hemos encontrado un par de palabras más. Pero aún no tiene sentido.
El primer impulso de Thomas fue ignorarla, negar una vez más que alguien tenía la capacidad de entrar en su cabeza, de invadir su privacidad. Pero quería hablar con ella.
¿Puedes oírme?
—preguntó, imaginando las palabras en su mente y enviándoselas mentalmente de una forma que nunca podría explicar. Se concentró y repitió—: ¿
Puedes oírme?
¡Sí!
—contestó ella—.
Te he oído muy claro la segunda vez que lo has dicho.
Thomas estaba impresionado, tanto que casi dejó de correr. ¡Había funcionado!
Me pregunto por qué podemos hacer esto
—dijo con la mente.
Le costaba muchísimo hablar con la chica y empezó a notar que le dolía la cabeza, como si tuviera un bulto en el cerebro.
A lo mejor éramos amantes
—respondió Teresa.
Thomas se tropezó y cayó al suelo. Sonrió avergonzado a Minho, que se había dado la vuelta para mirar sin aminorar la marcha. Thomas se puso de pie otra vez y le alcanzó.
¿Qué?
—preguntó al final.
Percibió cómo ella se reía, una imagen llena de color.
Esto es muy extraño
—dijo Teresa—.
Es como si fueras un desconocido, pero sé que te conozco.
Thomas sintió un escalofrío agradable, aunque estaba sudando.
Siento desilusionarte, pero sí soy un desconocido. Nos vimos por primera vez hace poco, ¿recuerdas?
No seas tonto, Tom. Creo que alguien nos alteró el cerebro, que nos puso algo para que tuviéramos este rollo telepático. Antes de venir aquí. Lo que me hace pensar que ya nos conocíamos.
Thomas reflexionó sobre ello y pensó que probablemente tenía razón. Al menos, lo esperaba, porque le empezaba a gustar mucho.
¿Que nos han alterado el cerebro?
—preguntó—.
¿Cómo?
No lo sé, hay recuerdos a los que no llego. Creo que hicimos algo importante.
Thomas pensó en la conexión que siempre había sentido hacia ella desde que había llegado al Claro. Quería profundizar un poco más para ver qué decía la chica.
¿De qué estás hablando?
Ojalá lo supiera. Sólo trato de compartir ideas contigo para ver si algo despierta en tu mente.
Thomas pensó en lo que Gally, Ben y Alby habían dicho sobre él; por algún motivo, sospechaban que estaba en contra de ellos, que no era alguien en quien se pudiera confiar. Pensó también en lo que Teresa le había contado la primera vez que se habían visto, que él y ella, de algún modo, les habían hecho todo aquello a los demás.
Ese código tiene que significar algo
—añadió la chica—.
Y lo que escribí en mi brazo: «CRUEL es buena».
A lo mejor no importa
—contestó—,
a lo mejor encontramos una salida. Quién sabe.
Mientras corría, Thomas cerró los ojos con fuerza durante unos segundos para concentrarse. Una bolsa de aire parecía flotar en su pecho cada vez que hablaba, una hinchazón que medio le enfadaba, medio le emocionaba. Abrió de repente los ojos al darse cuenta de que ella quizá podía leerle la mente hasta cuando él no intentaba comunicarse. Esperó una respuesta, pero no la recibió.
¿Sigues ahí?
—preguntó.
Sí, pero esto siempre me da dolor de cabeza.
Thomas se sintió aliviado al oír que no era el único.
A mí también me duele.
Vale
—dijo la chica—,
hasta luego.
¡No, espera!
No quería que se marchara, le estaba ayudando a que el tiempo pasara más rápido; de algún modo, hacía que correr fuese más fácil.
Adiós, Tom. Te avisaré si descubrimos algo.
Teresa, ¿qué hay de lo que escribiste en tu brazo?
Pasaron varios minutos. No hubo respuesta.
¿Teresa?
Se había ido. Thomas sintió como si aquella burbuja de aire en su pecho hubiera estallado, liberando toxinas por todo su cuerpo. Le dolía el estómago y, de pronto, la idea de pasarse todo el día corriendo le deprimió. En parte, quería contarle a Minho cómo hablaban Teresa y él para compartir lo que estaba pasando antes de que su cerebro explotara. Pero no se atrevía. No le parecía muy buena idea añadir la telepatía a aquella situación. Ya era todo bastante raro.
Thomas bajó la cabeza y respiró hondo. Permanecería con la boca cerrada y seguiría corriendo.
Dos pausas más adelante, Minho por fin aflojó el paso hasta caminar mientras recorrían un largo pasillo que acababa en un callejón sin salida. Se detuvo y se sentó con la espalda apoyada en la pared. La hiedra era especialmente espesa en aquella zona y ocultaba la dura e impenetrable piedra. Thomas hizo lo mismo y ambos atacaron su modesto almuerzo de bocadillos y trozos de fruta.
—Ya está —dijo Minho después de su segundo mordisco—. Hemos corrido por toda la sección. Sorpresa, sorpresa: no hay salida.
Thomas ya lo sabía, pero al oírlo se le cayó todavía más el alma a los pies. Sin mediar palabra, terminó su comida y se preparó para explorar; para buscar quién sabía qué.
Minho y él dedicaron las siguientes horas a rastrear el suelo, a palpar las paredes y a trepar por las enredaderas en sitios al azar. No encontraron nada, y Thomas cada vez estaba más desanimado. Lo único interesante fue otro de aquellos extraños carteles en los que ponía: CATÁSTROFE RADICAL: UNIDAD DE EXPERIMENTOS LETALES. Minho ni siquiera le echó un segundo vistazo.
Volvieron a comer y, luego, buscaron un poco más. No hallaron nada, y Thomas empezaba a estar dispuesto a aceptar lo inevitable: no había nada que encontrar. Cuando se acercó la hora del cierre de las puertas, comenzó a buscar alguna señal de los laceradores. Una helada vacilación le asaltaba al doblar cada esquina. Minho y él siempre llevaban cuchillos bien agarrados en ambas manos, pero no apareció nada hasta casi medianoche.