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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (5 page)

BOOK: El corazón de las tinieblas
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De pronto se oyó un murmullo creciente de voces y fuertes pisadas. Había llegado una caravana. Un rumor de sonidos extraños penetró desde el otro lado de los tablones. Todo el mundo hablaba a la vez, y en medio del alboroto se dejó oír la voz quejumbrosa del agente jefe 'renunciando a todo' por vigésima vez en ese día… El contable se levantó lentamente. '¡Qué horroroso estrépito!', dijo. Cruzó la habitación con paso lento para ver al hombre enfermo y volviéndose añadió: 'Ya no oye' '¡Cómo! ¿Ha muerto?', le pregunté, sobresaltado. 'No, aún no', me respondió con calma. Luego, aludiendo con un movimiento de cabeza al tumulto que se oía en el patio del campamento, añadió: 'Cuando se tienen que hacer las cuentas correctamente, uno llega a odiar a estos salvajes, a odiarlos mortalmente.' Permaneció pensativo por un momento. 'Cuando vea al señor Kurtz', continuó, 'dígale de mi parte que todo está aquí', señaló al escritorio, 'registrado satisfactoriamente. No me gusta escribirle… con los mensajeros que tenemos nunca se sabe quién va a recibir la carta… en esa Estación Central.' Me miró fijamente con ojos afectuosos: 'Oh, él llegará muy lejos, muy lejos. Pronto será alguien en la administración. Allá arriba, en el Consejo de Europa, sabe usted… quieren que lo sea.'

Volvió a sumirse en su labor. Afuera el ruido había cesado, y, al salir, me detuve en la puerta. En medio del revoloteo de las moscas, el agente que volvía a casa estaba tendido ardiente e insensible; el otro, reclinado sobre sus libros, hacía perfectos registros de transacciones perfectamente correctas; y cincuenta pies más abajo de la puerta podía ver las inmóviles fronteras del foso de la muerte.

Al día siguiente abandoné por fin el campamento, con una caravana de sesenta hombres, para recorrer un tramo de doscientas millas.

No es necesario que os cuente lo que fue aquello. Veredas, veredas por todas partes. Una amplia red de veredas que se extendía por el jardín vacío, a lo largo de amplías praderas, praderas quemadas, a través de la selva, subiendo y bajando profundos barrancos, subiendo y bajando colinas pedregosas asoladas por el calor. Y una soledad absoluta. Nadie. Ni siquiera una cabaña. La población había desaparecido mucho tiempo atrás. Bueno, si una multitud de negros misteriosos, armados con toda clase de armas temibles, emprendiera de pronto el camino de Deal a Gravesend con cargadores a ambos lados soportando pesados fardos, imagino que todas las granjas y casas de los alrededores pronto quedarían vacías. Sólo que en aquellos lugares también las habitaciones habían desaparecido. De cualquier modo, pasé aún por algunas aldeas abandonadas. Hay algo patéticamente pueril en las ruinas cubiertas de maleza. Día tras día, el continuo paso arrastrado de sesenta pares de pies desnudos junto a mí, cada par cargado con un bulto de sesenta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campamento, emprender nuevamente la marcha. De cuando en cuando un hombre muerto tirado en medio de los altos yerbajos a un lado del sendero, con una cantimplora vacía y un largo palo junto a él. A su alrededor, y encima de él, un profundo silencio. Tal vez en una noche tranquila, el redoble de tambores lejanos, apagándose y aumentando, un redoble amplio y lánguido; un sonido fantástico, conmovedor, sugestivo y salvaje que expresaba tal vez un sentimiento tan profundo como el sonido de las campanas en un país cristiano. En una ocasión un hombre blanco con un uniforme desabrochado, acampado junto al sendero con una escolta armada de macilentos zanzíbares, muy hospitalario y festivo, por no decir ebrio, se encargaba, según nos dijo, de la conservación del camino. No puedo decir que yo haya visto ningún camino, ni ninguna obra de conservación, a menos que el cuerpo de un negro de mediana edad con un balazo en la frente con el que tropecé tres millas más adelante pudiera considerarse como tal. Yo iba también con un compañero blanco, no era mal sujeto, pero demasiado grueso y con la exasperante costumbre de fatigarse en las calurosas pendientes de las colinas, a varias millas del más mínimo fragmento de sombra y agua. Es un fastidio, sabéis, llevar la propia chaqueta sobre la cabeza de otro hombre como si fuera un parasol mientras recobraba el sentido. No pude contenerme y en una ocasión le pregunté por qué había ido a parar a aquellos lugares. Para hacer dinero, por supuesto. '¿Para qué otra cosa cree usted?', me dijo desdeñosamente. Después tuvo fiebre y hubo que llevarlo en una hamaca colgada de un palo. Como pesaba ciento veinte kilos, tuve dificultades sin fin con los cargadores. Ellos protestaban, amenazaban con escapar, desaparecer por la noche con la carga… era casi motín. Una noche lancé un discurso en inglés ayudándome de gestos, ninguno de los cuales pasó inadvertido por los sesenta pares de ojos que tenía frente a mí, y a la mañana siguiente hice que la hamaca marchara delante de nosotros. Una hora más tarde todo el asunto fracasaba en medio de unos matorrales… el hombre, la hamaca, quejidos, cobertores, un horror. El pesado palo le había desollado la nariz. Yo estaba dispuesto a matar a alguien, pero no había cerca de nosotros ni la sombra de un cargador. Me acordé de las palabras del viejo médico: 'A la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se producen en los individuos en aquel sitio.' Sentí que me comnzaba a convertir en algo científicamente interesante. Sin embargo, todo esto no tiene importancia. Al decimoquinto día volví a ver nuevamente el gran río, y llegué con dificultad a la Estación Central. Estaba situada en un remanso, rodeada de maleza y de bosque, con una cerca de barro maloliente a un lado y a los otros tres una valla absurda de juncos. Una brecha descuidada era la única entrada. Una primera ojeada al lugar bastaba para comprender que era el diablo el autor de aquel espectáculo. Algunos hombres blancos con palos largos en las manos surgieron desganadamente entre los edificios, se acercaron para echarme una ojeada y volvieron a desaparecer en alguna parte. Uno de ellos, un muchacho de bigote negro, robusto e impetuoso, me informó con gran volubilidad y muchas digresiones, cuando le dije quién era, que mi vapor se hallaba en el fondo del río. Me quedé estupefacto. ¿Qué, cómo, por qué? ¡Oh!, no había de qué preocuparse. El director en persona se encontraba allí. Todo estaba en orden. '¡Se portaron espléndidamente! ¡Espléndidamente! Debe usted ir a ver en seguida al director general. Lo está esperando', me dijo con cierta agitación.

No comprendí de inmediato la verdadera significación de aquel naufragio. Me parece que la comprendo ahora, pero tampoco estoy seguro… al menos no del todo. Lo cierto es que cuando pienso en ello todo el asunto me parece demasiado estúpido, y sin embargo natural. De todos modos… Bueno, en aquel momento se me presentaba como una maldición. El vapor había naufragado. Había partido hacía dos días con súbita premura por remontar el río, con el director a bordo, confiando la nave a un piloto voluntario, y antes de que hubiera navegado tres horas había encallado en unas rocas, y se había hundido junto a un banco de arena. Me pregunté qué tendría que hacer yo en ese lugar, ahora que el barco se había hundido. Para decirlo brevemente, mi misión consistió en rescatar el barco del río. Tuve que ponerme a la obra al día siguiente. Eso, y las reparaciones, cuando logré llevar todas las piezas a la estación, consumió varios meses.

Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme, a pesar de que yo había caminado unas veinte millas aquella mañana. El rostro, los modales y la voz eran vulgares. Era de mediana estatura y complexión fuerte. Sus ojos, de un azul normal, resultaban quizá notablemente fríos, seguramente podía hacer caer sobre alguien una mirada tan cortante y pesada como un hacha. Pero incluso en aquellos instantes, el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por otra parte, la expresión de sus labios era indefinible, furtiva, como una sonrisa que no fuera una sonrisa. Recuerdo muy bien el gesto, pero no logro explicarlo. Era una sonrisa inconsciente, aunque después dijo algo que la intensificó por un instante. Asomaba al final de sus frases, como un sello aplicado a las palabras más anodinas para darles una significación especial, un sentido completamente inescrutable. Era un comerciante común empleado en aquellos lugares desde su juventud, eso es todo. Era obedecido, a pesar de que no inspiraba amor ni odio, ni siquiera respeto. Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, sólo inquietud, nada más. Y no podéis figuraros cuán efectiva puede ser tal… tal… facultad. Carecía de talento organizador, de iniciativa, hasta de sentido del orden. Eso era evidente por el deplorable estado que presentaba la estación. No tenía cultura, ni inteligencia. ¿Cómo había logrado ocupar tal puesto? Tal vez por la única razón de que nunca enfermaba. Había servido allí tres periodos de tres años… Una salud triunfante en medio de la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su país con licencia se entregaba a un desenfreno en gran escala, pomposamente. Marinero en tierra, aunque con la diferencia de que lo era sólo en lo exterior. Eso se podía deducir por la conversación general. No era capaz de crear nada, mantenía sólo la rutina, eso era todo. Pero era genial. Era genial por aquella pequeña cosa que era imposible deducir en él. Nunca le descubrió a nadie ese secreto. Es posible que en su interior no hubiera nada. Esta sospecha lo hacía a uno reflexionar, porque en el exterior no había ningún signo. En una ocasión en que varias enfermedades tropicales hablan reducido al lecho a casi todos los 'agentes' de la estación, se le oyó decir: 'Los hombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas.' Selló la frase con aquella sonrisa que lo caracterizaba, como si fuera la puerta que se abría a la oscuridad que él mantenía oculta. Uno creía ver algo… pero el sello estaba encima. Cuando en las comidas se hastió de las frecuentes querellas entre los blancos por la prioridad en los puestos, mandó hacer una inmensa mesa redonda para la que hubo que construir una casa especial. Era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era el primer puesto, los demás no tenían importancia. Uno sentía que aquélla era su convicción inalterable. No era cortés ni descortés. Permanecía tranquilo. Permitía que su 'muchacho', un joven negro de la costa, sobrealimentado, tratara a los blancos, bajo sus propios ojos, con una insolencia provocativa.

En cuanto me vio comenzó a hablar. Yo había estado demasiado tiempo en camino. Él no podía esperar. Había tenido que partir sin mí. Había que revisar las estaciones del interior. Habían sido tantas las dilaciones en los últimos tiempos que ya no sabía quién había muerto y quién seguía con vida, cómo andaban las cosas, etcétera. No prestó ninguna atención a mis explicaciones, y, mientras jugaba con una barra de lacre, repitió varias veces que la situación era muy grave, muy grave. Corrían rumores de que una estación importante tenía dificultades y de que su jefe, el señor Kurtz, se encontraba enfermo. Esperaba que no fuera verdad. El señor Kurtz era… Yo me sentía cansado e irritado. ¡A la horca con el tal Kurtz!, pensaba. Lo interrumpí diciéndole que ya en la costa había oído hablar del señor Kurtz. '¡Ah! ¡De modo que se habla de él allá abajo!', murmuró. Luego continuó su discurso, asegurándome que el señor Kurtz era el mejor agente con que contaba, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la compañía; por consiguiente yo debía tratar de comprender su ansiedad. Se hallaba, según decía, 'muy, muy intranquilo'. Lo cierto era que se agitaba sobre la silla y exclamaba: '¡Ah, el señor Kurtz!' En ese momento rompió la barra de lacre y pareció confundirse ante el accidente. Después quiso saber cuánto tiempo me llevaría rehacer el barco. Volví a interrumpirlo. Estaba hambriento, sabéis, y seguía de pie, por lo que comencé a sentirme como un salvaje. '¿Cómo puedo afirmar nada?', le dije. 'No he visto aún el barco. Seguramente se necesitarán varios meses.' La conversación me parecía de lo más fútil. '¿Varios meses?', dijo. 'Bueno, pongamos tres meses antes de que podamos salir. Habrá que hacerlo en ese tiempo.' Salí de su cabaña (vivía solo en una cabaña de barro con una especie de terraza) murmurando para mis adentros la opinión que me había merecido. Era un idiota charlatán. Más tarde tuve que modificar esta opinión, cuando comprobé para mi asombro la extraordinaria exactitud con que había señalado el tiempo necesario para la obra.

Me puse a trabajar al día siguiente, dando, por decirlo así, la espalda a la estación. Sólo de ese modo me parecía que podía mantener el control sobre los hechos redentores de la vida. Sin embargo, algunas veces había que mirar alrededor; veía entonces la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los rayos del sol. En algunas ocasiones me pregunté qué podía significar aquello. Caminaban de un lado a otro con sus absurdos palos en la mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los suspiros. Me imagino que hasta en sus oraciones. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver. ¡Por Júpiter! Nunca en mi vida he visto nada tan irreal. Y en el exterior, la silenciosa soledad que rodeaba ese claro en la tierra me impresionaba como algo grande e invencible, como el mal o la verdad, que esperaban pacientemente la desaparición de aquella fantástica invasión.

¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, no importa. Ocurrieron varias cosas. Una noche una choza llena de percal, algodón estampado, abalorios y no sé qué más, se inflamó en una llamarada tan repentina que se podía creer que la tierra se había abierto para permitir que un fuego vengador consumiera toda aquella basura. Yo estaba fumando mi pipa tranquilamente al lado de mi vapor desmantelado, y vi correr a todo el mundo con los brazos en alto ante el resplandor, cuando el robusto hombre de los bigotes llegó al río con un cubo en la mano y me aseguró que todos 'se portaban espléndidamente, espléndidamente'. Llenó el cubo de agua y se largó de nuevo a toda prisa. Pude ver que había un agujero en el fondo del cubo.

Caminé río arriba. Sin prisa. Mirad, aquello había ardido como si fuera una caja de cerillas. Desde el primer momento no había tenido remedio. La llama había saltado a lo alto, haciendo retroceder a todo el mundo, y después de consumirlo todo se había apagado. La cabaña no era más que un montón de ascuas y cenizas candentes. Un negro era azotado cerca del lugar. Se decía que de alguna manera había provocado el incendio; fuera cierto o no, gritaba horriblemente. Volví a verlo días después, sentado a la sombra de un árbol; parecía muy enfermo, trataba de recuperarse; más tarde se levantó y se marchó, y la selva muda volvió a recibirlo en su seno. Mientras me acercaba al calor vivo desde la oscuridad, me encontré a la espalda de dos hombres que hablaban entre sí. Oí que pronunciaban el nombre de Kurtz y que uno le decía al otro: 'Deberías aprovechar este incidente desgraciado.' Uno de los hombres era el director. Le deseé buenas noches. '¿Ha visto usted algo parecido? Es increíble', dijo y se marchó. El otro hombre permaneció en el lugar. Era un agente de primera categoría, joven, de aspecto distinguido, un poco reservado, con una pequeña barba bifurcada y nariz aguileña. Se mantenía al margen de los demás agentes, y éstos a su vez decían que era un espía al servicio del director. En lo que a mí respecta, no había cambiado nunca una palabra con él. Comenzamos a conversar y sin darnos cuenta nos fuimos alejando de las ruinas humeantes. Después me invitó a acompañarlo a su cuarto, que estaba en el edificio principal de la estación. Encendió una cerilla, y pude advertir que aquel joven aristócrata no sólo tenía un tocador montado en plata sino una vela entera, toda suya. Se suponía que el director era el único hombre que tenía derecho a las velas. Las paredes de barro estaban cubiertas con tapices indígenas; una colección de lanzas, azagayas, escudos, cuchillos, colgaba de ellas como trofeos. Según me habían informado, el trabajo confiado a aquel individuo era la fabricación de ladrillos, pero en toda la estación no había un solo pedazo de ladrillo, y había tenido que permanecer allí desde hacía más de un año, esperando. Al parecer no podía construir ladrillos sin un material, no sé qué era, tal vez paja. Fuera lo que fuese, allí no se conseguía, y como no era probable que lo enviaran de Europa, no resultaba nada claro comprender qué esperaba. Un acto de creación especial, tal vez. De un modo u otro todos esperaban, todos (bueno, los dieciséis o veinte peregrinos) esperaban que algo ocurriera; y les doy mi palabra de que aquella espera no parecía nada desagradable, dada la manera en que la aceptaban, aunque lo único que parecían recibir eran enfermedades, de eso podía darme cuenta. Pasaban el tiempo murmurando e intrigando unos contra otros de un modo completamente absurdo. En aquella estación se respiraba un aire de conspiración, que, por supuesto, no se resolvía en nada. Era tan irreal como todo lo demás, como las pretensiones filantrópicas de la empresa, como sus conversaciones, como su gobierno, como las muestras de su trabajo. El único sentimiento real era el deseo de ser destinado a un puesto comercial donde poder recoger el marfil y obtener el porcentaje estipulado. Intrigaban, calumniaban y se detestaban sólo por eso, pero en cuanto a mover aunque fuese el dedo meñique, oh, no. ¡Cielos santos!, hay algo después de todo en el mundo que permite que un hombre robe un caballo mientras que otro ni siquiera puede mirar un ronzal. Robar un caballo directamente, pase. Quien lo hace tal vez pueda montarlo. Pero hay una manera de mirar un ronzal que incitaría al piadoso de los santos a dar un puntapié.

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