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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (13 page)

BOOK: El corazón de las tinieblas
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Declaró con bastante formalidad que si no tuviéramos la misma profesión, él se hubiera reservado ese asunto para sí mismo sin importarle las consecuencias. 'Sospecho', dijo, 'que hay cierta mala voluntad activa hacia mí por parte de esos blancos que…' 'Tiene usted toda la razón', le dije, recordando cierta conversación que por casualidad había oído. 'El director piensa que debería usted ser colgado.' Mostró tal preocupación ante esa noticia que al principio me divirtió. 'Lo mejor será que despeje pronto el camino', dijo con seriedad. 'No puedo hacer nada más por Kurtz ahora, y ellos pronto encontrarán alguna excusa. ¿Qué podría detenerlos? Hay un puesto militar a trescientas millas de aquí.' 'Bueno, a mi juicio lo mejor que podría usted hacer es marcharse, si cuenta con amigos entre los salvajes de la región.' 'Muchos', dijo. 'Son gente sencilla, y yo no quiero nada, usted ya lo sabe.' Estaba de pie; se mordía los labios. Después continuó: 'No quiero que les ocurra nada a estos blancos, pero naturalmente pensaba en la reputación del señor Kurtz, usted es un hermoso marino y…' 'Muy bien', le dije después de un rato. 'En lo que a mí se refiere, la reputación del señor Kurtz está a salvo.' Y no sabía con cuánta exactitud estaba hablando en ese momento.

Me informó, bajando la voz, que había sido Kurtz quien había ordenado el ataque al vapor. 'Odiaba a veces la idea de ser sacado de aquí… y además… Pero yo no entiendo estas cosas. Soy un hombre sencillo. Pensó que eso les asustaría, que renunciarían ustedes, considerándolo muerto. No pude detenerle. Oh, este último mes ha sido terrible para mí.' 'Muy bien', le dije. 'Ahora está bien.' 'Sí', murmuró sin parecer demasiado convencido. 'Gracias', le dije. 'Tendré los ojos bien abiertos.' 'Pero tenga cuidado, ¿eh?', me imploró con ansiedad. 'Sería terrible para su reputación que alguien aquí…' Le prometí completa discreción con gran seriedad. 'Tengo una canoa y tres negros esperándome no muy lejos de aquí. Me marcho. ¿Me podría dar usted unos cuantos cartuchos Martini-Henry?' Pude y se los di, con la debida reserva. Tomó un puñado de tabaco. 'Entre marinos, usted sabe, buen tabaco inglés.' En la parte de la timonera se volvió hacia mí. 'Diga, ¿no tiene por casualidad un par de zapatos que le sobre? ¡Mire!' Levantó un pie. Las suelas estaban atadas con cordones anudados en forma de sandalias, debajo de los pies desnudos. Saqué un viejo par que él miró con admiración antes de meterlo bajo el brazo izquierdo. Uno de sus bolsillos (de un rojo brillante) estaba lleno de cartuchos, del otro (azul marino) asomaba el libro de Towson. Parecía considerarse excelentemente bien equipado para un nuevo encuentro con la selva. '¡Oh, nunca, nunca volveré a encontrar un hombre semejante!', dijo. 'Debía haberlo oído recitar poemas, algunos eran suyos, ¿se imagina? ¡Poemas!' Hizo girar los ojos ante el recuerdo de aquellos poemas. '¡Ha ampliado mi mente!' 'Adiós', le dije. Nos estrechamos las manos y se perdió en la noche. A veces me pregunto si realmente lo habré visto alguna vez. Si es posible que haya existido un fenómeno de esa especie.

Cuando desperté poco después de media noche, su advertencia vino a mi memoria con la insinuación de un peligro, que parecía, en aquella noche estrellada, lo bastante real como para que me levantara a mirar a mi alrededor. En la colina habían encendido una fogata, iluminando parcialmente una esquina de la cabaña. Uno de los agentes, con un piquete formado con nuestros negros, armados en esa ocasión, montaba guardia ante el marfil. Pero en las profundidades de la selva, rojos centelleos oscilantes, que parecían hundirse y surgir del suelo entre confusas formas de columnas de intensa negrura, mostraban la posición exacta del campo donde los adoradores del señor Kurtz sostenían su inquieta vigilia. El monótono redoble de un tambor llenaba el aire con golpes sordos y con una vibración prolongada. El continuo zumbido de muchos hombres que cantaban algún conjuro sobrenatural salía del negro y uniforme muro vegetal, como un zumbido de abejas sale de una colmena, y tenía un efecto extraño y narcotizante sobre mis sentidos aletargados. Creo que empecé a dormitar, apoyado en la barandilla, hasta que un repentino brote de alaridos, una erupción irresistible de un hasta ese momento reprimido y misterioso frenesí, me despertó y me dejó por el momento totalmente aturdido. Miré por casualidad hacia el pequeño camarote. Había una luz en su interior, pero el señor Kurtz no estaba allí.

Supongo que hubiera lanzado un grito de haber dado crédito a mis ojos. Pero al principio no les creí… ¡Aquello me parecía tan decididamente imposible! El hecho es que estaba yo del todo paralizado por un miedo total; era una especie de terror puro y abstracto, sin ninguna conexión con cualquier evidencia de peligro físico. Lo que hacía tan avasalladora aquella emoción era… ¿cómo podía definirlo?… el golpe moral que recibí, como si algo a la vez monstruoso, intolerable de concebir y odioso al alma, me hubiera sido impuesto inesperadamente. Aquello duró sin duda alguna sólo una mínima fracción de segundo, y después el sentimiento habitual de común y mortal peligro, la posibilidad de un ataque repentino y de una carnicería o algo por el estilo que me parecía estar en el aire fue recibida por mí como algo agradable y reconfortante. Me tranquilicé hasta tal punto que no di la voz de alarma.

Había un agente envuelto en un chaquetón, durmiendo en una silla, a unos tres pies de donde yo estaba. Los gritos no lo habían despertado; roncaba suavemente. Le dejé entregado a su sueño y bajé a tierra. Yo no traicionaba a Kurtz; estaba escrito que nunca había de traicionarle, estaba escrito que debía ser leal a la pesadilla que había elegido. Me sentía impaciente por tratar con aquella sombra por mi cuenta, solo… Y hasta el día de hoy no logro comprender por qué me sentía tan celoso de compartir con los demás la peculiar negrura de esa experiencia.

Tan pronto como llegué a la orilla, vi un rastro… un rastro amplio entre la hierba. Recuerdo la exaltación con que me dije: 'No puede andar; se está arrastrando a cuatro patas. Ya lo tengo.' La hierba estaba húmeda por el rocío. Yo caminaba rápidamente con los puños cerrados. Imagino que tenía la vaga idea de darle una paliza cuando lo encontrara. No sé. Tenía algunos pensamientos imbéciles. La vieja que tejía con el gato penetraba en mi memoria como una persona sumamente inadecuada en el extremo de aquel asunto. Vi a una fila de peregrinos, disparando chorros de plomo con los winchesters apoyados en la cadera. Pensé que no volvería al barco, y me imaginé viviendo solitario y sin armas en medio de la selva hasta una edad avanzada. Futilezas por el estilo, sabéis. Recuerdo que confundí el batir de los tambores con el de mi propio corazón, y que me agradaba su tranquila regularidad.

Seguí el rastro… luego me detuve a escuchar. La noche era muy clara; un espacio azul oscuro, brillante de rocío y luz de estrellas, en el que algunos bultos negros permanecían muy tranquilos. Me pareció vislumbrar algo que se movía delante de mí. Estaba extrañamente seguro de todo aquella noche. Abandoné el rastro y corrí en un amplio semicírculo (supongo que en realidad me estaba riendo de mis propias argucias) a fin de aparecer frente a aquel bulto, a aquel movimiento que yo había visto… si es que en realidad había visto algo. Estaba cercando a Kurtz como si se tratara de un juego infantil.

Llegué donde él estaba y, de no haber sido porque me oyó acercarme, lo hubiera podido atrapar enseguida. Logró levantarse a tiempo. Se puso en pie, inseguro, largo, pálido, confuso, como un vapor exhalado por la tierra, se tambaleó ligeramente, brumosa y silenciosamente delante de mí, mientras que a mi espalda las fogatas brillaban entre los árboles y el murmullo de muchas voces brotaba del bosque. Lo había aislado hábilmente, pero en ese momento, al hacerle frente y recobrar los sentidos, advertí el peligro en toda su verdadera proporción. De ninguna manera había pasado. ¿Y si él comenzaba a gritar? Aunque apenas podía tenerse en pie, su voz era aún bastante vigorosa.

'¡Márchese, escóndase!', dijo con aquel tono profundo. Era terrible. Miré a mis espaldas. Estábamos a unas treinta yardas de distancia de la fogata más próxima. Una figura negra se levantó, cruzó en amplias zancadas, con sus largas piernas negras, levantando sus largos brazos negros, ante el resplandor del fuego. Tenía cuernos… una cornamenta de antílope, me parece, sobre la cabeza. Algún hechicero, algún brujo, sin duda; tenía un aspecto realmente demoniaco. '¿Sabe usted lo que está haciendo?', murmuré. 'Perfectamente', respondió, elevando la voz para decir aquella única palabra. Aquella voz resonó lejana y fuerte a la vez, como una llamada a través de una bocina. Pensé que si comenzaba a discutir estábamos perdidos. Por supuesto no era el momento para resolver el conflicto a puñetazos, aparte de la natural aversión que yo sentía a golpear aquella sombra… aquella cosa errante y atormentada. 'Se perderá usted, se perderá completamente' murmuré. A veces uno tiene esos relámpagos de inspiración, ya sabéis. Yo había dicho la verdad, aunque de hecho él no podía perderse más de lo que ya lo estaba en aquel momento, cuando los fundamentos de nuestra amistad se asentaron para durar… para durar… para durar… hasta el fin… más allá del fin.

'Yo tenía planes inmensos', murmuró con indecisión. 'Sí', le dije, 'pero si intenta usted gritar le destrozaré la cabeza con…' Vi que no había ni un palo ni una piedra cerca. 'Lo estrangularé', me corregí. 'Me hallaba en el umbral de grandes cosas', suplicó con una voz plañidera, con una avidez de tono que hizo que la sangre se me helara en las venas. 'Y ahora por ese estúpido canalla…' 'Su éxito en Europa está asegurado en todo caso', afirmé con resolución. No me hubiera gustado tener que estrangularlo…, y de cualquier modo aquello no habría tenido ningún sentido práctico. Intenté romper el hechizo, el denso y mudo hechizo de la selva, que parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas y satisfechas. Estaba convencido de que sólo eso lo había llevado a dirigirse al borde de la selva, a la maleza, hacia el resplandor de las fogatas, el sonido de los tambores, el zumbido de conjuros sobrenaturales. Sólo eso había seducido a su alma forajida hasta más allá de los límites de las aspiraciones lícitas. Y, ¿os dais cuenta?, lo terrible de la situación no estaba en que me dieran un golpe en la cabeza, aunque tenía una sensación muy viva de ese peligro también, sino en el hecho de que tenía que vérmelas con un hombre ante quien no podía apelar a ningún sentimiento elevado o bajo. Debía, igual que los negros, invocarlo a él, a él mismo, a su propia exaltada e increíble degradación. No había nada por encima ni por debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra. ¡Maldito sea! Había golpeado la tierra hasta romperla en pedazos. Estaba solo, y yo frente a él no sabía si pisaba tierra o si flotaba en el aire. Os he dicho a vosotros que hablamos, he repetido las frases que pronunciamos… pero, ¿qué sentido tiene todo esto? Eran palabras comunes, cotidianas, los familiares, vagos sonidos cambiados al despertar de cada día. ¿Y qué sentido tenían? Existía detrás, en mi espíritu, la terrible sugestión de palabras oídas en sueños, frases murmuradas en pesadillas. ¡Un alma! Si hay alguien que ha luchado con un alma yo soy ese hombre. Y no es que estuviera discutiendo con un lunático. Lo creáis o no, el hecho es que su inteligencia seguía siendo perfectamente lúcida… concentrada, es cierto, sobre él mismo con horrible intensidad, y sin embargo con lucidez. Y en eso estribaba mi única oportunidad, fuera, por supuesto, de matarlo allí, lo que no hubiera resultado bien debido al ruido inevitable. Pero su alma estaba loca. Al quedarse solo en la selva, había mirado a su interior, y ¡cielos!, puedo afirmarlo, había enloquecido. Yo tuve (debido a mis pecados, imagino) que pasar la prueba de mirar también dentro de ella. Ninguna elocuencia hubiera podido marchitar tan eficazmente la fe en la humanidad como su estallido final de sinceridad. Luchó consigo mismo, también. Lo vi… lo oí. Vi el misterio inconcebible de un alma que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que había luchado, sin embargo, ciegamente, contra sí misma. Conservé la cabeza bastante bien, pero cuando lo tuve ya tendido en el lecho, me enjugué la frente, mientras mis piernas temblaban como si acabara de transportar media tonelada sobre la espalda hasta la cima de una colina. Y sin embargo sólo había sostenido su brazo huesudo apoyado en mis hombros; no era mucho más pesado que un niño.

Cuando al día siguiente partimos a mediodía, la multitud, de cuya presencia tras la cortina de árboles había sido agudamente consciente todo el tiempo, volvió a salir de la maleza, llenó el patio de la estación, cubrió el declive de la colina con una masa de cuerpos desnudos que respiraban, que se estremecían, bronceados. Remonté un poco el río, luego viré y navegué con la corriente. Dos mil ojos seguían las evoluciones del demonio del río, que chapoteaba dando golpes impetuosos, azotando el agua con su cola terrible y esparciendo humo negro por el aire. Frente a la primera fila, a lo largo del río, tres hombres, cubiertos de un fango rojo brillante de los pies a la cabeza, se contoneaban impacientes. Cuando llegamos de nuevo frente a ellos, miraban al río, pateaban, movían sus cuerpos enrojecidos; sacudían hacia el feroz demonio del río un manojo de plumas negras, una piel repugnante con una cola colgante, algo que parecía una calabaza seca. Y a la vez gritaban periódicamente series extrañas de palabras que no se parecían a ningún sonido humano, y los profundos murmullos de la multitud interrumpidos de pronto eran como los responsos de alguna letanía satánica.

Transportamos a Kurtz a la cabina del piloto: allí había más aire. Tendido sobre el lecho, miraba fijamente por los postigos abiertos. Hubo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y la mujer de la cabeza en forma de yelmo y las mejillas teñidas corrió hasta la orilla misma de la corriente. Él tendió las manos, gritó algo, toda aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente, articulado, rápido e incesante.

'¿Entiende lo que dicen?', le pregunté.

Él continuaba mirando hacia el exterior, más allá de mí, con ferocidad, con ojos ardientes, añorantes, con una expresión en que se mezclaban la avidez y el odio. No respondió. Pero vi una sonrisa, una sonrisa de indefinible significado, aparecer en sus labios descoloridos, que un momento después se crisparon convulsivamente. 'Por supuesto', dijo lentamente, en sílabas entrecortadas, como si las palabras se le hubieran escapado por obra y gracia de una fuerza sobrenatural.

BOOK: El corazón de las tinieblas
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