Read El corazón de las tinieblas Online

Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (10 page)

BOOK: El corazón de las tinieblas
7.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Lancé el otro zapato al fondo de aquel maldito río. Pensé: '¡Por Júpiter, todo ha terminado! Hemos llegado demasiado tarde. Ha desaparecido… Ese don ha desaparecido, por obra de alguna lanza, flecha o mazo. Después de todo, nunca oiré hablar a ese individuo.' Y mi tristeza tenía una extravagante nota de emoción igual a la que había percibido en el doliente aullido de aquellos salvajes de la selva. De cualquier manera, no hubiera podido sentirme más desolado si me hubieran despojado violentamente de una creencia o hubiera errado mi destino en la vida… ¿A qué vienen esos resoplidos? ¿Os parece absurdo? Bueno, muy bien, es absurdo. ¡Cielo santo! ¿No debe un hombre siempre…? En fin, dadme un poco de tabaco."

Hubo una pausa de profundo silencio, luego brilló una cerilla, y apareció la delgada cara de Marlow, fatigada, hundida, surcada de arrugas de arriba abajo, con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada. Y mientras daba vigorosas chupadas a su pipa, el rostro parecía avanzar y retirarse en la oscuridad, con las oscilaciones regulares de aquella débil llama. La cerilla se apagó.

—¡Absurdo! —exclamó—. Eso es lo peor cuando trata uno de expresar algo… Aquí estáis todos muy tranquilos, en un viejo barco bien anclado. Tenéis un carnicero en la esquina, un policía en la otra. Disfrutáis, además, de excelente apetito, y de una temperatura normal. ¿Me oís? Normal, desde principios hasta finales de año. Y entonces vais y decís: ¡Absurdo! ¡Claro que es absurdo! Pero, queridos amigos, ¿qué podéis esperar de un hombre que por puro nerviosismo había arrojado por la borda un par de zapatos nuevos? Ahora que pienso en ello, me sorprende no haber derramado lágrimas. Por lo general estoy orgulloso de mi fortaleza. Pero me sentí como herido por un rayo ante la idea de haber perdido el inestimable privilegio de escuchar al excepcional Kurtz. Por supuesto, estaba equivocado. Aquel privilegio me estaba reservado. Oh, sí, y oí más de lo suficiente. Puedo decir que yo tenía razón. Él era una voz. Era poco más que una voz. Y lo oí, a él, a eso, a esa voz, a otras voces, todos ellos eran poco más que voces. El mismo recuerdo que guardo de aquella época me rodea, impalpable, como una vibración agonizante de un vocerío inmenso, enloquecido, atroz, sórdido, salvaje, o sencillamente despreciable, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces… incluso la de la muchacha… Pero…

Permaneció en silencio durante largo rato.

—Finalmente logré formar el fantasma de sus méritos gracias a una mentira —comenzó a decir de pronto—. ¡La muchacha! ¿Cómo? ¿He mencionado ya a la muchacha? ¡Oh, ella está completamente fuera de todo aquello! Ellas, las mujeres quiero decir, están fuera de aquello, deberían permanecer al margen. Las deberíamos ayudar a permanecer en este hermoso mundo que les es propio y asumir nosotros la peor parte. Sí, ella está al margen de aquello. Debíais haber oído a aquel cadáver desenterrado que era Kurtz decir "mi prometida". Entonces hubierais percibido por completo qué lejos se hallaba ella de todo. ¡Y aquel pronunciado hueso frontal del señor Kurtz! Dicen que a veces el cabello continúa creciendo, pero aquel… aquel espécimen, era impresionantemente calvo. La calva le había acariciado la cabeza; y se la había convertido en una bola, una bola de marfil. La había acariciado y la había blanqueado. Había acogido a Kurtz, lo había amado, abrazado, se le había infiltrado en las venas, había consumido su carne, había sellado su alma con la suya por medio de ceremonias inconcebibles de alguna iniciación diabólica. Lo había convertido en su favorito, mimado y adulado. ¿Marfil? Ya lo creo. Montañas de marfil. La vieja cabaña de barro reventaba de él. Vosotros habríais supuesto que no había dejado un solo colmillo encima o debajo de la tierra en toda la región. "La mayor parte es fósil", observó desdeñosamente el director. Era tan fósil como lo puedo ser yo, pero él llamaba fósil a todo lo que había estado enterrado. Según parece los negros enterraban a veces los colmillos, y por lo visto no habían enterrado aquella cantidad a la profundidad necesaria para contrariar el hado del dotado señor Kurtz. Llenamos el vapor y tuvimos que apilar una buena cantidad en cubierta. Así él pudo verlo y disfrutarlo mientras aún pudo ver, porque el aprecio de aquel material permaneció vivo en él hasta el final. Debían oírlo, cuando decía "mi marfil". Oh, sí, yo pude oírlo: "Mi marfil, mi prometida, mi estación, mi río, mi…" Todo le pertenecía. Aquello me hizo retener el aliento en espera de que la barbarie estallara en una prodigiosa carcajada que llegara a sacudir hasta las estrellas. Todo le pertenecía… pero aquello no significaba nada. Lo importante era saber a quién pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo reclamaban como suyo. Aquella reflexión producía escalofríos. Era imposible, y además a nadie beneficiaría, tratar de imaginarlo. Había ocupado un alto sitial entre los demonios de la tierra… lo digo literalmente. Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser demasiado estúpido para desviarse… demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas. Estoy seguro, ningún tonto ha hecho un pacto con el diablo sobre su alma; puede que el tonto sea demasiado tonto, o el diablo demasiado diablo, no lo sé. O puede ser uno una criatura tempestuosamente exaltada y quedar sordo y ciego para todo lo demás, menos para las visiones y sonidos celestiales. Entonces la tierra se convierte en una estación de tránsito… Si es para bien o para mal, no pretendo saberlo. Pero la mayor parte de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra para nosotros es un lugar donde vivir, donde debemos llenarnos de visiones, sonidos, olores; donde debemos respirar un aire viciado por la carne podrida de un hipopótamo, por así decirlo, y no contaminarnos. Y entonces, ¿lo veis?, entra en juego la fuerza personal, la confianza en la propia capacidad para cavar un agujero oculto donde esconder la materia esencial, el poder de devoción, no hacia uno mismo sino hacia el trabajo oscuro y aplastante. Y eso es bastante difícil. Creedme, no trato de disculpar, ni siquiera explicar, trato sólo de ver al señor Kurtz… a la sombra del señor Kurtz. Aquel espíritu iniciado en el fondo de la nada me honró con sus asombrosas confidencias antes de desvanecerse definitivamente. Gracias al hecho de hablar inglés conmigo. El Kurtz original se había educado en gran parte en Inglaterra y —como él mismo solía decir— sus simpatías estaban depositadas en el sitio correcto. Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa participó en la educación de Kurtz. Poco a poco me fui enterando de que, muy acertadamente, la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe que le sirviera en el futuro como guía. Y lo había escrito. Yo lo he visto, lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero demasiado idealista, a mi juicio. Diecisiete páginas de escritura apretada había llenado en sus momentos libres. Eso debió haber sido antes de que sus, digamos nervios, se vieran afectados, y lo llevaran a presidir ciertas danzas a media noche que terminaban con ritos inexpresables, los cuales, según pude deducir por lo que oí en varias ocasiones, eran ofrecidos en su honor. ¿Me entendéis? Como tributo al señor Kurtz. Pero aquel informe era una magnífica pieza literaria. El párrafo inicial sin embargo, a la luz de una información posterior, podría calificarse de ominoso. Empezaba desarrollando la teoría de que nosotros, los blancos, desde el punto de evolución a que hemos llegado "debemos por fuerza parecerles a ellos (los salvajes) seres sobrenaturales: nos acercamos a ellos revestidos con los poderes de una deidad', y otras cosas por el estilo… "Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bien prácticamente ilimitado", etcétera. Ese era el tono; me llegó a cautivar. Su argumentación era magnífica, aunque difícil de recordar. Me dio la noción de una inmensidad exótica gobernada por una benevolencia augusta. Me hizo estremecer de entusiasmo. Las palabras se desencadenaban allí con el poder de la elocuencia… Eran palabras nobles y ardientes. No había ninguna alusión práctica que interrumpiera la mágica corriente de las frases, salvo que una especie de nota, al pie de la última página, escrita evidentemente mucho más tarde con mano temblorosa, pudiera ser considerada como la exposición de un método. Era muy simple, y, al final de aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno: "¡Exterminad a estos bárbaros!" Lo curioso era que, al parecer, había olvidado todo lo relacionado con aquel importante
post-scriptum,
porque más tarde, cuando en cierto modo logró volver en sí, me suplicó en repetidas ocasiones que velara celosamente por "mi planfeto" (así lo llamaba), ya que estaba seguro de que en el futuro podía influir beneficiosamente en su carrera. Tenía yo entonces una amplia información sobre esas cosas, y, además, como luego resultó, me tocaría a mí conservar su memoria. Ya he hecho lo bastante como para concederme el indiscutible derecho de depositarla, si quiero, para su eterno reposo, en el cajón de basura del progreso, entre todos los gatos muertos de la civilización. Pero entonces, veis, yo no podía elegir. No será olvidado. Fuera lo que fuese, no era un ser común. Poseía el poder de encantar o asustar a las almas rudimentarias con ritos de brujería que organizaba en su honor. Podía llenar también las estrechas almas de los peregrinos con amargos recelos: tenía además un amigo devoto, había conquistado un alma en el mundo que no era rudimentaria ni estaba viciada por la rapacidad. No, no logro olvidarlo, aunque no estoy dispuesto a afirmar que fuera digno de la vida que perdimos al ir en su busca. Yo echaba atrozmente de menos a mí difunto timonel; lo echaba de menos, ya en los momentos en que su cuerpo estaba tendido en la cabina de pilotaje. Tal vez juzguéis bastante extraño ese pesar por un salvaje que no contaba más que un grano de arena en un Sahara negro. Bueno, había hecho algo, había guiado el barco. Durante meses yo lo había tenido a mis espaldas, como una ayuda, un instrumento. Era una especie de socio. Conducía el barco y yo tenía que preocuparme de sus deficiencias, y de esa manera un vínculo sutil se había creado, del cual fui consciente sólo cuando se rompió. Y la íntima profundidad de la mirada que me dirigió cuando recibió aquel golpe aún vive en mi memoria, como una súplica de un parentesco lejano, afirmado en el momento supremo.

¡Pobre tonto! ¡Si hubiera dejado en paz aquella ventana! Pero no podía estarse quieto, igual que Kurtz, igual que un árbol sacudido por el viento. Tan pronto como me puse un par de zapatillas secas, lo arrastré afuera, después de arrancar de su costado la lanza, operación que debo confesar ejecuté con los ojos cerrados. Sus talones rebotaron en el pequeño escalón de la puerta; sus hombros oprimieron mi pecho. Lo abracé por detrás desesperadamente. ¡Oh, era pesado, pesado!, ¡más de lo que hubiera podido imaginar que pesara cualquier hombre! Luego, sin más, lo tiré por la borda. La corriente lo arrastró como si fuera una brizna de hierba; vi el cuerpo volverse dos veces antes de perderlo de vista para siempre. Los peregrinos y el director se habían reunido en cubierta junto a la cabina de pilotaje, graznando como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escandalizado por mi despiadado proceder. Para qué deseaban conservar a bordo aquel cuerpo es algo que no logro adivinar. Tal vez para embalsamarlo. Pero también oí otro murmullo, y muy siniestro, en la cubierta inferior. Mis amigos, los leñadores, estaban igualmente escandalizados y con mayor razón, aunque admito que esa razón era del todo inadmisible. ¡Oh, sí! Yo había decidido que si el cuerpo de mi timonel debía ser devorado, sólo serían los peces quienes se beneficiaran de él. En vida había sido un timonel bastante incompetente, pero ahora que estaba muerto podía constituir una tentación de primera clase, y posiblemente la causa de algunos transtornos serios. Además, estaba ansioso por tomar el timón, porque el hombre del pijama color de rosa daba muestras de ser desesperadamente ineficaz para aquel trabajo.

Eso hice precisamente, después de haber realizado aquel sencillo funeral. Íbamos a media velocidad, manteniéndonos en medio de la corriente. Yo escuchaba las conversaciones que tenían lugar a mis espaldas. Habían renunciado a Kurtz, renunciado a la estación. Kurtz habría muerto; la estación habría sido quemada, etcétera. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí ante el pensamiento de que por lo menos aquel Kurtz había sido debidamente vengado. '¿No es cierto? Debemos haber hecho una magnífica matanza entre los matorrales. ¿Eh? ¿Qué piensan? ¿Digan?' Bailaba de júbilo. ¡El pequeño y sanguinario mendigo color jengibre! ¡Y casi se había desvanecido al ver el cadáver del piloto! No pude contenerme y le dije: 'Al menos produjo usted una gloriosa cantidad de humo.' Yo había podido ver, por la forma en que las copas de los arbustos crujían y volaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No es posible dar en el blanco a menos que apunten y tiren desde el hombro, pero aquellos tipos tiraban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, sostuve, y en eso tenía toda la razón, había sido provocada por el pitido de la sirena. En ese momento se habían olvidado de Kurtz y aullaban a mi lado con protestas de indignación. El director estaba junto al timón, murmurándome confidencialmente la necesidad de escapar río abajo antes de que oscureciera, cuando vi a distancia un claro en el bosque y los contornos de una especie de edificio. '¿Qué es esto?', pregunté. Dio una palmada sorprendido. '¡La estación!', gritó. Me acerqué a la orilla inmediatamente, aunque conservando la navegación a media velocidad. "A través de mis gemelos vi el declive de una colina con unos cuantos árboles y el terreno enteramente libre de maleza. En la cima se veía un amplio y deteriorado edificio, semioculto por la alta hierba. Los grandes agujeros del techo puntiagudo se observaban desde lejos como manchas negras. La selva y la maleza formaban el fondo. No había empalizada ni tapia de ninguna especie, pero era posible que hubiera habido antes una, ya que cerca de la casa pude ver media docena de postes delgados alineados, toscamente adornados, con la parte superior decorada con unas bolas redondas y talladas. Los barrotes, o cualquier cosa que hubiera habido entre ellos, habían desaparecido. Por supuesto el bosque lo rodeaba todo. La orilla del río estaba despejada, y junto al agua vi a un blanco bajo un sombrero parecido a una rueda de carro. Nos hacía señas insistentes con el brazo. Al examinar los lindes del bosque de arriba abajo, tuve casi la seguridad de ver movimientos, formas humanas deslizándose aquí y allá. Me fui acercando con prudencia, luego detuve las máquinas y dejé que el barco avanzara hacia la orilla. El hombre de la playa comenzó a gritar, llamándonos a tierra. 'Hemos sido atacados', gritó el director. 'Lo sé, lo sé. No hay problema', gritó el otro en respuesta, tan alegre como se lo puedan imaginar. 'Vengan, no hay problema. Me siento feliz.'

BOOK: El corazón de las tinieblas
7.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Nose for Death by Glynis Whiting
An Unwanted Hunger by Ciana Stone
Anastasia by Carolyn Meyer
The Wedding Speech by Isabelle Broom
Chloe's Rescue Mission by Dean, Rosie
A Moment of Bliss by Heather McGovern