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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (3 page)

BOOK: El corazón de las tinieblas
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Me desconsuela tener que admitir que comencé a darles la lata. Aquello era completamente nuevo en mi. Yo no estaba acostumbrado a obtener nada de ese modo, ya lo sabéis. Siempre seguí mi propio camino y me dirigí por mis propios pasos a donde me había propuesto ir. No hubiera creído poder comportarme de ese modo, pero estaba decidido en esa ocasión a salirme con la mía. Así que comencé a darles la lata. Los hombres dijeron 'mi querido amigo' y no hicieron nada. Entonces, ¿podéis creerlo?, me dediqué a molestar a las mujeres. Yo, Charlie Marlow, puse a trabajar a las mujeres… para obtener un empleo. ¡Santo cielo! Bueno, veis, era una idea lo que me movía. Tenía yo una tía, un alma querida y entusiasta. Me escribió: 'Será magnífico. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, todo lo que esté en mis manos por ti. Es una idea gloriosa. Conozco a la esposa de un alto funcionario de la administración, también a un hombre que tiene gran influencia allí', etcétera. Estaba dispuesta a no parar hasta conseguir mi nombramiento como capitán de un barco fluvial, si tal era mi deseo.

Por supuesto que obtuve el nombramiento, y lo obtuve muy pronto. Al parecer la compañía había recibido noticias de que uno de los capitanes había muerto en una riña con los nativos. Aquélla era mi oportunidad y me hizo sentir aún más ansiedad por marcharme. Sólo muchos meses más tarde, cuando intenté rescatar lo que había quedado del cuerpo, me enteré de que aquella riña había surgido a causa de un malentendido sobre unas gallinas. Sí, dos gallinas negras. Fresleven se llamaba aquel joven…, era un danés. Pensó que lo habían engañado en la compra, bajó a tierra y comenzó a pegarle con un palo al jefe de la tribu. Oh, no me sorprendió ni pizca enterarme de eso y oír decir al mismo tiempo que Fresleven era la criatura más dulce y pacífica que había caminado alguna vez sobre dos piernas. Sin duda lo era; pero había pasado ya un par de años al servicio de la noble causa, sabéis, y probablemente sintió al fin la necesidad de afirmar ante sí mismo su autoridad de algún modo. Por eso golpeó sin piedad al viejo negro, mientras una multitud lo observaba con estupefacción, como fulminada por un rayo, hasta que un hombre, el hijo del jefe según me dijeron, desesperado al oír chillar al anciano, intentó detener con una lanza al hombre blanco y por supuesto lo atravesó con gran facilidad por entre los omóplatos. Entonces la población se internó en el bosque, esperando toda clase de calamidades. Por su parte, el vapor que Fresleven comandaba abandonó también el lugar presa del pánico, gobernado, creo, por el maquinista. Después nadie pareció interesarse demasiado por los restos de Fresleven, hasta que yo llegué y busqué sus huellas. No podía dejar ahí el cadáver. Pero cuando al fin tuve la oportunidad de ir en busca de los huesos de mi predecesor, resultó que la hierba que crecía a través de sus costillas era tan alta que cubría sus huesos. Estaban intactos. Aquel ser sobrenatural no había sido tocado después de la caída. La aldea había sido abandonada, las cabañas se derrumbaban con los techos podridos. Era evidente que había ocurrido una catástrofe. La población había desaparecido. Enloquecidos por el terror, hombres, mujeres y niños se habían dispersado por el bosque y no habían regresado. Tampoco sé qué pasó con las gallinas; debo pensar que la causa del progreso las recibió de todos modos. Sin embargo, gracias a ese glorioso asunto obtuve mi nombramiento antes de que comenzara a esperarlo. Me di una prisa enorme para aprovisionarme, y antes de que hubieran pasado cuarenta y ocho horas atravesaba el canal para presentarme ante mis nuevos patrones y firmar el contrato. En unas cuantas horas llegué a una ciudad que siempre me ha hecho pensar en un sepulcro blanqueado. Sin duda es un prejuicio. No tuve ninguna dificultad en hallar las oficinas de la compañía. Era la más importante de la ciudad, y todo el mundo tenía algo que ver con ella. Iban a crear un gran imperio en ultramar, las inversiones no conocían límite.

Una calle recta y estrecha profundamente sombreada, altos edificios, innumerables ventanas con celosías venecianas, un silencio de muerte, hierba entre las piedras, imponentes garajes abovedados a derecha e izquierda, inmensas puertas dobles, pesadamente entreabiertas. Me introduje por una de esas aberturas, subí una escalera limpia y sin ningún motivo ornamental, tan árida como un desierto, y abrí la primera puerta que encontré. Dos mujeres, una gorda y la otra raquítica, estaban sentadas sobre sillas de paja, tejiendo unas madejas de lana negra. La delgada se levantó, se acercó a mí, y continuó su tejido con los ojos bajos. Y sólo cuando pensé en apartarme de su camino, como cualquiera de ustedes lo habría hecho frente a un sonámbulo, se detuvo y levantó la mirada. Llevaba un vestido tan liso como la funda de un paraguas. Se volvió sin decir una palabra y me precedió hasta una sala de espera.

Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una frágil mesa en el centro, sobrias sillas a lo largo de la pared, en un extremo un gran mapa brillante con todos los colores del arco iris. En aquel mapa había mucho rojo, cosa que siempre resulta agradable de ver, porque uno sabe que en esos lugares se está realizando un buen trabajo, y una excesiva cantidad de azul, un poco de verde, manchas color naranja, y sobre la costa oriental una mancha púrpura para indicar el sitio en que los alegres pioneros del progreso bebían jubilosos su cerveza. De todos modos, yo no iba a ir a ninguno de esos colores. A mí me correspondía el amarillo. La muerte en el centro. Allí estaba el río, fascinante, mortífero, como una serpiente. ¡Ay! Se abrió una puerta, apareció una cabeza de secretario, de cabellos blancos y expresión compasiva; un huesudo dedo índice me hizo una señal de admisión en el santuario. En el centro de la habitación, bajo una luz difusa, había un pesado escritorio. Detrás de aquella estructura emergía una visión de pálida fofez enfundada en un frac. Era el gran hombre en persona. Tenía seis pies y medio de estatura, según pude juzgar, y su mano empuñaba un lapicero acostumbrado a la suma de muchos millones. Creo que me la tendió, murmuró algo, pareció satisfecho de mi francés.
Bon voyage.

Cuarenta y cinco segundos después me hallaba nuevamente en la sala de espera acompañado del secretario de expresión compasiva, quien, lleno de desolación y simpatía, me hizo firmar algunos documentos. Según parece, me comprometía entre otras cosas a no revelar ninguno de los secretos comerciales. Bueno, no voy a hacerlo.

Empecé a sentirme ligeramente a disgusto. No estoy acostumbrado, ya lo sabéis, a tales ceremonias. Había algo fatídico en aquella atmósfera. Era exactamente como si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo que no era del todo correcto. Me sentí dichoso de poder retirarme. En el cuarto exterior las dos mujeres seguían tejiendo febrilmente sus estambres de lana negra. Llegaba gente, y la más joven de las mujeres se paseaba de un lado a otro haciéndolos entrar en la sala de espera. La vieja seguía sentada en el asiento; sus amplias zapatillas reposaban en un calentador de pies y un gato dormía en su regazo. Llevaba una cofia blanca y almidonada en la cabeza, tenía una verruga en una mejilla y unos lentes con montura de plata en el extremo de la nariz. Me lanzó una mirada por encima de los cristales. La rápida e indiferente placidez de aquella mirada me perturbó. Dos jóvenes con rostros cándidos y alegres eran piloteados por la otra en aquel momento; y ella lanzó la misma mirada rápida de indiferente sabiduría. Parecía saberlo todo sobre ellos y también sobre mí. Me sentí invadido por un sentimiento de importancia. La mujer parecía desalmada y fatídica. Con frecuencia, lejos de allí, he pensado en aquellas dos mujeres guardando las puertas de la Oscuridad, tejiendo sus lanas negras como para un paño mortuorio, la una introduciendo, introduciendo siempre a los recién llegados en lo desconocido, la otra escrutando las caras alegres e ingenuas con sus ojos viejos e impasibles.
Ave,
viejas hilanderas de lana negra.
Morituri te salutant.
No a muchos pudo volver a verlos una segunda vez, ni siquiera a la mitad.

Yo debía visitar aún al doctor. 'Se trata sólo de una formalidad', me aseguró el secretario, con aire de participar en todas mis penas. Por consiguiente un joven, que llevaba el sombrero caído sobre la ceja izquierda, supongo que un empleado (debía de haber allí muchísimos empleados aunque el edificio parecía tan tranquilo como si fuera una casa en el reino de la muerte), salió de alguna parte, bajó la escalera y me condujo a otra sala. Era un joven desaseado, con las mangas de la chaqueta manchadas de tinta, y su corbata era grande y ondulada debajo de un mentón que por su forma recordaba un zapato viejo. Era muy temprano para visitar al doctor, así que propuse ir a beber algo. Entonces mostró que podía desarrollar una vena de jovialidad. Mientras tomábamos nuestros vermuts, él glorificaba una y otra vez los negocios de la compañía, y entonces le expresé accidentalmente mi sorpresa de que no fuera allá. En seguida se enfrió su entusiasmo. 'No soy tan tonto como parezco, les dijo Platón a sus discípulos', recitó sentenciosamente. Vació su vaso de un solo trago y nos levantamos.

El viejo doctor me tomó el pulso, pensando evidentemente en alguna otra cosa mientras lo hacía. 'Está bien, está bien para ir allá', musitó, y con cierta ansiedad me preguntó si le permitía medirme la cabeza. Bastante sorprendido le dije que sí. Entonces sacó un instrumento parecido a un compás calibrado y tomó las dimensiones por detrás y delante, de todos lados, apuntando unas cifras con cuidado. Era un hombre de baja estatura, sin afeitar y con una levita raída que más bien parecía una gabardina. Tenía los pies calzados con zapatillas y me pareció desde el primer momento un loco inofensivo. 'Siempre pido permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá', me dijo. '¿Y también cuando vuelven?', pregunté. 'Nunca los vuelvo a ver', comentó, 'además, los cambios se producen en el interior, sabe usted.' Se río como si hubiera dicho alguna broma placentera. 'De modo que va usted a ir. Debe ser interesante.' Me lanzó una nueva mirada inquisitiva e hizo una nueva anotación. '¿Ha habido algún caso de locura en su familia?', preguntó con un tono casual. Me sentí fastidiado. '¿También esa pregunta tiene algo que ver con la ciencia?' 'Es posible', me respondió sin hacer caso de mi irritación, 'a la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se producen en los individuos en aquel sitio, pero…' '¿Es usted alienista?', lo interrumpí. 'Todo médico debería serlo un poco', respondió aquel tipo original con tono imperturbable. 'He formado una pequeña teoría, que ustedes, señores, los que van allá, me deberían ayudar a demostrar. Ésta es mi contribución a los beneficios que mi país va a obtener de la posesión de aquella magnífica colonia. La riqueza se la dejo a los demás. Perdone mis preguntas, pero usted es el primer inglés a quien examino.' Me apresuré a decirle que de ninguna manera era yo un típico inglés. 'Si lo fuera, no estaría conversando de esta manera con usted.' 'Lo que dice es bastante profundo, aunque probablemente equivocado', dijo riéndose. 'Evite usted la irritación más que los rayos solares. Adiós. ¿Cómo dicen ustedes, los ingleses?
Good-bye.
¡Ah!
Good-bye. Adieu.
En el trópico hay que mantener sobre todas las cosas la calma.' Levantó el índice e hizo la advertencia:
'Du calme, du calme. Adieu.'

Me quedaba todavía algo por hacer, despedirme de mi excelente tía. La encontré triunfante. Me ofreció una taza de té. Fue mi última taza de té decente en muchos días. Y en una habitación muy confortable, exactamente como os podéis imaginar el salón de una dama, tuvimos una larga conversación junto a la chimenea. En el curso de sus confidencias, resultó del todo evidente que yo había sido presentado a la mujer de un alto funcionario de la compañía, y quién sabe ante cuántas personas más, como una criatura excepcionalmente dotada, un verdadero hallazgo para la compañía, un hombre de los que no se encuentran todos los días. ¡Cielos! ¡Yo iba a hacerme cargo de un vapor de dos centavos! De cualquier manera parecía que yo era considerado como uno de tantos trabajadores, pero con mayúsculas. Algo así como un emisario de la luz, como un individuo apenas ligeramente inferior a un apóstol. Una enorme cantidad de esas tonterías corría en los periódicos y en las conversaciones de aquella época, y la excelente mujer se había visto arrastrada por la corriente. Hablaba de 'liberar a millones de ignorantes de su horrible destino', hasta que, palabra, me hizo sentir verdaderamente incómodo. Traté de insinuar que lo que a la compañía le interesaba era su propio beneficio.

'Olvidas, querido Charlie, que el trabajador merece también su recompensa', dijo ella con brío. Es extraordinario comprobar cuán lejos de la realidad pueden situarse las mujeres. Viven en un mundo propio, y nunca ha existido ni podrá existir nada semejante. Es demasiado hermoso; si hubiera que ponerlo en pie se derrumbaría antes del primer crepúsculo. Alguno de esos endemoniados hechos con que nosotros los hombres nos las hemos tenido que ver desde el día de la creación, surgiría para echarlo todo a rodar.

Después de eso fui abrazado; mi tía me recomendó que llevara ropas de franela, me hizo asegurarle que le escribiría con frecuencia, y al fin pude marcharme. Ya en la calle, y no me explico por qué, experimenté la extraña sensación de ser un impostor. Y lo más raro de todo fue que yo, que estaba acostumbrado a largarme a cualquier parte del mundo en menos de veinticuatro horas, con menos reflexión de la que la mayor parte de los hombres necesitan para cruzar una calle, tuve un momento, no diría de duda, pero sí de pausa ante aquel vulgar asunto. La mejor manera de explicarlo es decir que durante uno o dos segundos sentí como si en vez de ir al centro de un continente estuviera a punto de partir hacia el centro de la tierra.

Me embarqué en un barco francés, que se detuvo en todos los malditos puertos que tienen allá, con el único propósito, según pude percibir, de desembarcar soldados y empleados aduanales. Yo observaba la costa. Observar una costa que se desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante uno, sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siempre, con el aire de murmurar: 'Ven y me descubrirás.' Aquella costa era casi informe, como si estuviera en proceso de creación, sin ningún rasgo sobresaliente. El borde de una selva colosal, de un verde tan oscuro que llegaba casi al negro, orlada por el blanco de la resaca, corría recta como una línea tirada a cordel, lejos, cada vez más lejos, a lo largo de un mar azul, cuyo brillo se enturbiaba a momentos por una niebla baja. Bajo un sol feroz, la tierra parecía resplandecer y chorrear vapor. Aquí y allá apuntaban algunas manchas grisáceas o blancuzcas agrupadas en la espuma blanca, con una bandera a veces ondeando sobre ellas. Instalaciones coloniales que contaban ya con varios siglos de existencia y que no eran mayores que una cabeza de alfiler sobre la superficie intacta que se extendía tras ellas. Navegábamos a lo largo de la costa, nos deteníamos, desembarcábamos soldados, continuábamos, desembarcábamos empleados de aduana para recaudar impuestos en algo que parecía un páramo olvidado por Dios, con una casucha de lámina y un asta podrida sobre ella; desembarcábamos aún más soldados, para cuidar de los empleados de aduana, supongo. Algunos, por lo que oí decir, se ahogaban en el rompiente, pero, fuera o no cierto, nadie parecía preocuparse demasiado. Eran arrojados a su destino y nosotros continuábamos nuestra marcha. La costa parecía ser la misma cada día, como si no nos hubiésemos movido; sin embargo, dejamos atrás diversos lugares, centros comerciales con nombres como Gran Bassam, Little Popo; nombres que parecían pertenecer a alguna sórdida farsa representada ante un telón siniestro. Mi ociosidad de pasajero, mi aislamiento entre todos aquellos hombres con quienes nada tenía en común, el mar lánguido y aceitoso, la oscuridad uniforme de la costa, parecían mantenerme al margen de la verdad de las cosas, en el estupor de una penosa e indiferente desilusión. La voz de la resaca, oída de cuando en cuando, era un auténtico placer, como las palabras de un hermano. Era algo natural, que tenía razón de ser y un sentido. De vez en cuando un barco que venía de la costa nos proporcionaba un momentáneo contacto con la realidad. Los remeros eran negros. Desde lejos podía vislumbrarse el blanco de sus ojos. Gritaban y cantaban; sus cuerpos estaban bañados de sudor; sus caras eran como máscaras grotescas; pero tenían huesos, músculos, una vitalidad salvaje, una intensa energía en los movimientos, que era tan natural y verdadera como el oleaje a lo largo de la costa. No necesitaban excusarse por estar allí. Contemplarlos servía de consuelo. Durante algún tiempo pude sentir que pertenecía todavía a un mundo de hechos naturales, pero esta creencia no duraría demasiado. Algo iba a encargarse de destruirla. En una ocasión, me acuerdo muy bien, nos acercamos a un barco de guerra anclado en la costa. No había siquiera una cabaña, y sin embargo disparaba contra los matorrales. Según parece los franceses libraban allí una de sus guerras. Su enseña flotaba con la flexibilidad de un trapo desgarrado. Las bocas de los largos cañones de seis pulgadas sobresalían de la parte inferior del casco. El oleaje aceitoso y espeso levantaba al barco y lo volvía a bajar perezosamente, balanceando sus espigados mástiles. En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, aquella nave disparaba contra el continente. ¡Paf!, haría uno de sus pequeños cañones de seis pulgadas; aparecería una pequeña llama y se extinguiría; se esfumaría una ligera humareda blanca; un pequeño proyectil silbaría débilmente y nada habría ocurrido. Nada podría ocurrir. Había un aire de locura en aquella actividad; su contemplación producía una impresión de broma lúgubre. Y esa impresión no desapareció cuando alguien de a bordo me aseguró con toda seriedad que allí había un campamento de aborígenes (¡los llamaba enemigos!), oculto en algún lugar fuera de nuestra vista.

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