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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (58 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Un aterrado tendero de Sheck aseguraba que el Colectivo había reunido a todos los ricos del sur de Galantina, había saqueado sus casas, asesinado a los hombres, asesinado a las mujeres después de violarlas, y ahora estaba criando a sus hijos como esclavos.

—Me voy —dijo—. ¿Y si ganan? ¿Y si matan al alcalde Triesti como hicieron con Stem-Fulcher? Me voy a Mar de Telaraña. Allí aprecian a la gente con iniciativa.

Caminaban por calles que Cutter conocía y que ahora habían transformado los morteros, con edificios abandonados y pintarrajeados con los colores de las facciones, con mensajes que proclamaban teorías estúpidas o iglesias nuevas, cosas nuevas, nuevas formas de ser, fraccionarios y descascarillados. El alboroto y el vigor habían desaparecido de las calles, pero seguían presentes, como un eco, en los propios edificios: palimpsestos de historia, épocas, guerras, otras revueltas embebidas en las piedras.

Había dieciséis miembros del Caucus en el consejo delegado. Pudieron encontrar a cinco. Los miraron. Abrazaron a los recién llegados. Lloraron.

—No puedo creerlo, no puedo creerlo.

Todos ellos abrazaron a Judah por lo que había hecho, encontrar al Consejo de Hierro, y a Cutter y Elsie por encontrar a Judah y traerlo de regreso. Dieron la bienvenida a Drogon. Cutter les explicó que Qurabin venía con ellos, describió al monje como un renegado de Tesh y ellos, con aire inseguro, saludaron con la mano.

Y luego a los rehechos. Los consejeros de hierro.

Uno a uno, los miembros del Caucus que formaban parte del Colectivo de Nueva Crobuzón estrecharon las manos o los miembros de los consejeros, asombrados, asustados, abyectos, con murmullos de solidaridad.

—Décadas —susurró uno mientras abrazaba a Rahul, quien devolvió el gesto con inesperada delicadeza, usando sus brazos inferiores, los de reptil—. Habéis vuelto. Chaver, ¿dónde habéis estado? Dioses. Os hemos estado esperando.

Tenían demasiadas cosas que preguntar. «¿Cómo ha sido?», «¿Dónde habéis estado?», «¿Cómo vivís?», «¿Nos habéis echado de menos?». Estas y otras preguntas llenaron la habitación en formas mudas y espectrales. Cuando finalmente habló alguien, fue para decir:

—¿Por qué habéis vuelto?

Cutter conocía a algunos de los delegados. Una vieja mujer cacto llamada Párpado Hinchado, una proscrita, si no recordaba mal; un tal Merrimer, cuya filiación no conocía; y Curdin.

Curdin, uno de los editores del
Renegado Rampante
, era ahora un rehecho.

Había modas en la creación de rehechos. Cutter había visto aquella forma antes. Caballos de pantomima, los llamaba la gente. Curdin era ahora cuadrúpedo. Detrás de sus piernas se movían de forma temblorosa otras dos, dobladas a la altura de la cintura, con un torso humano horizontal que se sumergía en la carne de Curdin por encima del trasero como si fuese una masa de agua opaca. Le habían incrustado otro hombre.

—Me sacaron —le dijo a Cutter en voz baja—. Cuando el Colectivo se hizo con el control. Vaciaron las factorías de castigo. Demasiado tarde para mí.

—Curdin —dijo Judah—. Curdin, ¿qué es esto? ¿Qué está pasando? ¿Es esto el Colectivo?

—Lo era —dijo Curdin—. Lo era.

—¿Por qué vuelve el Consejo?

—Nos persiguen —dijo Judah—. Nueva Crobuzón se ha abierto camino hasta el estrecho de Fuegagua para alcanzarnos. Descubrieron dónde estábamos. Llevan años buscándonos. Curdin, nos han seguido atravesando la mancha cacotópica. El Consejo está lejos todavía, pero se acerca. Veníamos a decíroslo y a ver…

—¿Estáis seguros de que todavía os siguen? ¿Por la mancha? ¿Cómo habéis podido cruzar la mancha, maldición?

—No nos los hemos quitado de encima. Puede que hayan sufrido bajas, pero todavía nos siguen. Aunque el Parlamento no crea que el Consejo vaya a regresar, sus asesinos todavía nos persiguen.

—Pero, ¿por qué estáis aquí?

—Por vosotros, naturalmente. Maldición, Curdin. Cuando me marché sabía que estaba pasando algo. Lo sabía, y cuando el Consejo se enteró, comprendieron que era hora de volver a casa. Para formar parte de esto.

Pero tú no querías venir, Judah
. Cutter lo miró con una sensación extraña.

—Vamos a regresar. Vamos a unirnos al Colectivo.

Entre la alegría que se manifestó en las caras de los miembros del Caucus, Cutter habría jurado que había una cierta ambivalencia.

—Ya no existe el Colectivo.

—Cierra la puta boca —dijeron otros al instante, mientras rodeaban a Curdin, y:

—Porque tú lo digas, joder. —Hasta los demás renegadistas parecían consternados, pero Curdin se puso de puntillas y exclamó:

—Todos lo sabemos. Nos quedan semanas, como mucho. No tenemos nada. Nos han aislado, están acabando con el Meandro de las Nieblas. Lo más seguro es que el Aullido haya caído ya. No somos ni la quinta parte del comité. De los demás, la mitad no sabe lo que quiere o quiere firmar la paz, por el amor de los dioses, con el Alcalde, como si el Parlamento estuviera dispuesto a hacerlo ahora. Es el fin. Nos quedan solo unos días. ¿Y ahora queréis arrastrar al puñetero Consejo de Hierro a esto? ¿Queréis que lo destruyan?

—Chaver. —Era una joven la que hablaba, una renegadista. Le temblaba la voz—. No te va a gustar lo que voy a decir.

—Esto no es por lo que me han hecho a mí…

—Sí, lo es. Te han rehecho, chaver, y es algo horrible, y te ha hecho desesperar, y no digo que yo hubiese actuado de forma diferente, ni digo que la victoria esté asegurada, pero lo que sí digo, joder, es que no eres tú el que decide cuándo se acaba esto. Será mejor que nos ayudes en esta lucha, Curdin.

—Esperad. —La boca de Judah se movía con el pánico de los planes fallidos—. Escuchad, escuchad. Sea lo que sea, sea lo que sea lo que está ocurriendo, tenéis que saber que no es la razón de que estemos aquí. Tenemos un trabajo que hacer. Escuchad.

»Escuchad.

»Nueva Crobuzón va a caer.

»Hemos oído… Escuchad, por favor… Hemos oído lo de esas presencias, las manifestaciones. No han cesado, ¿verdad?

—No, pero cada vez son más pequeñas…

—Sí. Por la misma razón por la que no hay gotas justo al lado de algo que cae al agua. Está a punto de pasar algo. Tesh no quiere la paz. Al margen de lo que os estén diciendo, o al Parlamento, o a ambos… no quieren la paz, están preparándose para el fin. Las manifestaciones no son el arma. El arma es otra cosa. Las espirales.

Cuando finalmente le entendieron, pensaron que estaba loco. Pero no por mucho tiempo.

—¿Pensáis que es un capricho? —Cutter estaba furioso—. ¿Tenéis alguna idea de lo que hemos pasado para llegar hasta aquí? ¿Alguna? ¿De lo que estamos tratando de hacer aquí? Las espirales van a hacer que llueva fuego sobre vosotros, joder. Sobre el Parlamento, el Colectivo, todo.

Les creyeron, pero cuando Judah les pidió ayuda, Curdin se echó a reír.

—¿Qué quieres de nosotros, Judah? No tenemos tropas. Es decir, sí, pero ¿quiénes somos «nosotros»? Yo no controlo a los soldados del Colectivo. Si intento decirles lo que necesitamos, creerán, aun en este momento, que es una puta artimaña de un renegadista para hacerse con el control del Colectivo. No soy un mando militar; no podría controlarlos. ¿O es que quieres renegadistas? ¿Específicamente? —Miró a sus camaradas.

»Todavía quedan unos pocos. Los Irregulares de la calle Kirriko son de los nuestros, pero, ¿quién coño sabe cómo encontrarlos? Los demás están en el frente. Están en las barricadas, Judah. ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que convoque una puta reunión de los delegados, que les explique la situación? Nos estamos desmoronando, Judah. Cada distrito está solo. Tenemos que contener a la milicia.

—Curdin, si no detenemos esto ahora mismo, la ciudad desaparecerá, y con ella el Colectivo.

—Lo entiendo. —Era como si el rehecho se hubiese restregado los ojos con arena. Estaba cubierto de cicatrices de tanto luchar. Se balanceó—. ¿Qué quieres que haga?

Una especie de tregua, como si fueran enemigos. Un silencio.

—Es por la ciudad.

—Ya lo entiendo, Judah. ¿Qué quieres que hagamos?

—Debe de haber alguien, algún taumaturgo, algún brujo…

—Yo sé quién hace las espirales —dijo alguien.

—Puede que lo haya, pero habría que encontrarlo y no me mires así Judah, por supuesto que haré lo que pueda, pero no sé dónde ir. Esto es el final: ya no queda nadie que dé órdenes.

—Yo sé quién hace las espirales. Sé quien hace las espirales.

Silencio, al final. Era la joven renegadista la que hablaba.

—Sé quién hace las espirales. Quién está llamando a esa cosa. El agente de Tesh.

—¿Cómo? —dijo Judah—. ¿Quién?

—No lo conozco, en realidad no…, pero conozco a alguien que sí. Antes era de los nuestros, o algo parecido. Lo conozco de las reuniones, Curdin, y tú también. Ori.

—¿Ori? ¿El que se fue con Toro?

—Ori. Sigue con Toro, creo. Fue Toro el que mató a Stem-Fulcher, según dicen. Menuda pérdida de tiempo. Toro desapareció después, pero luego han vuelto a verlo. Puede que Ori esté con él. Tal vez consiga la ayuda de Toro.

»Ori sabe quién hace las espirales. Me lo dijo.

27

Ahora Toro era un perro, un perro estúpido y maltratado que seguía a un amo al que detestaba, incapaz de detenerse. Así lo veía Ori.

¡
Lo conseguimos
!, había pensado. Por muy poco tiempo. Menos de una noche. A pesar de la tristeza y la sorpresa que había sentido al descubrir cuáles eran las auténticas motivaciones de Toro y sus manipulaciones, a pesar del desapego que sentía con respecto al movimiento que había pensado que lo definía, se sentía orgulloso de la muerte del Alcalde y creía que había sido el catalizador de todo aquello.

Lo había creído durante unas horas, en contra de la evidencia: los rebeldes no tenían la menor idea de que Stem-Fulcher había muerto y cuando se enteraron, sintieron una cruel excitación, pero no una gran renovación de su determinación, ni un afianzamiento de su espíritu combativo. Ya habían tenido suficiente de eso en los primeros días en las barricadas, al margen de los actos de los toroanos. Tras unas horas en el Colectivo, Ori había aceptado que la operación contra el Alcalde no había tenido nada que ver con su nacimiento.

Ori, Toro, volvió a embestir al mundo con el casco y cruzó la barrera una y otra vez. Podía moverse con facilidad. Iba del Colectivo a la ciudad del Parlamento y regresaba, sorteando las trampas y barreras que los separaban. Seguía a su objetivo como un perro. Seguía a Espiral Jacobs.

Bueno, había pensado, la ejecución del Alcalde sería parte del movimiento. Del momento. El mundo había cambiado. Sería parte del impulso. Algo sucio, sí, pero una especie de liberación, algo que serviría para impulsar las cosas. El Colectivo sería inexorable. La ciudad alta caería. En el Colectivo, los partidarios de la sedición se harían con la mayoría de los delegados y los colectivistas vencerían al Parlamento.

La milicia impuso la ley marcial en la parte de Nueva Crobuzón que controlaba. La población se convulsionó y estallaron motines, o auténticas batallas campales, en apoyo del Colectivo, fallidos todos ellos. Ori había esperado. Como un tumor de ansiedad, encontró en su interior la triste certeza de que el asesinato del Alcalde no había servido de nada.

Cuando era Toro, Ori se movía por la oscuridad que separaba los poros de la realidad y emergía en la tranquilidad de la ciudad alta, por la tarde, en la colina Mog, invisible entre los grupos de turistas. Los habitantes de Chnum y Mafatón vitoreaban las grasientas floraciones de los explosivos y el resplandor de no-luz del fuego de los taumaturgos del Parlamento como si fueran fuegos artificiales, y abucheaban como niños a las motas de radiación de los embrujadores renegados del Colectivo.

Podría matar a muchos de vosotros
, pensaba Ori, una vez tras otra.
Por mis hermanos y hermanas, por mis muertos
, y nunca hacía nada.

Fue al almacén de Arboleda muchas noches seguidas. Ninguno de sus camaradas regresó. Pensaba que tal vez Baron hubiese podido escapar, pero estaba seguro de que el miliciano no lo había intentado. Nadie volvió allí.

Pagaba a su casera con pagarés, que ella aceptaba por pura bondad. En la tierra del Colectivo, todo era camaradería. De noche se sentaba con ella y escuchaba los ataques. Corría el rumor de que el Parlamento estaba usando constructos de guerra por primera vez en veinte años.

La armadura estaba escondida bajo su cama. Su yelmo de toro. No lo usaba salvo para salir de noche, y no sabía por qué. En una ocasión lo empleó para recorrer las calles, peligrosas ahora, evitando a los guardias del Colectivo, algunos borrachos y otros concentrados en su labor, atravesando la noche estrepitosa hasta el refugio. Los perturbados estaban debatiendo.

Ori había regresado otra vez, en los últimos días. El techo había desaparecido, reemplazado por las deposiciones de unos gusanos-arma devoradores de mampostería que el parlamento había arrojado sobre ellos. La cocina estaba vacía. Los residuos de literatura sediciosa, sacados de sus escondrijos hacía tiempo, yacían por todas partes, convertidos en húmedos jirones. Las mantas habían enmohecido.

Toro podría haber luchado por el Colectivo. Toro podría haberse encaramado a las barricadas, corrido por los bulevares entre los tocones calcinados de los árboles, matando milicianos.

Ori no lo hizo. Una especie de lasitud se había apoderado de él. El fracaso lo había entumecido. Durante los primeros días trató de estar en el Colectivo, de apoyar sus defensas y aprender de los discursos públicos o las manifestaciones artísticas que habían proliferado en un primer momento: pero no podía hacer otra cosa que tenderse y preguntarse lo que había hecho. Lo embargaba una sensación de literal incomprensión. ¿
Qué es lo que he hecho? ¿Qué he hecho
?

Vio una manifestación en Siriac. Un grueso volumen cerrado de no-colores moteados, sustentado por una telaraña de fuerza. Absorbió la luz y las sombras y mató a dos curiosos antes de esfumarse, dejando tan solo un residuo de su ausencia que perduró un día más. No tenía miedo; presenció la aparición, sus movimientos, su posición, frente a la pared cubierta de pintadas. Entre las obscenidades y los eslóganes, los símbolos absurdos y las pequeñas imágenes, vio a sus viejas conocidas, las espirales.

Tengo que encontrar a Jacobs.

Toro podía hacerlo. Los ojos de Toro podían ver cuáles de aquellas marcas helicoidales eran nuevas. Había taumaturgia en ellas: eran indelebles. Cuando era Toro, Ori rastreaba las marcas orientándose por su edad, y así seguía a Espiral Jacobs a través de una espiral inmensa y extremadamente compleja que recorría la ciudad entera.

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