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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (57 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—¡Retroceded ahora mismo, joder! —Los milicianos estaban acercándose. Los Artilleros del Invernadero se volvieron e, inflamados de súbita furia, cayeron sobre ellos, las filas de los enormes guerreros espinosos eran formidables. Los milicianos titubearon.

El diestro escupió, pero demasiado pronto. Incineró varios tendederos. Con un grito triunfante, un cacto le lanzó un machete al anfitrión. Era un arma enorme; se hundió profundamente en la carne humana y el cuerpo se desplomó. Los cactos pisotearon y patearon al parásito y a su víctima con los troncos que tenían por pies. Pero ahora la línea irregular de los Artilleros estaba enfilada y, a pesar de las corazas de toscas planchas metálicas con las que se cubrían, las salvas de los motocañones los hicieron pedazos.

Los fatigados guerreros cactos empezaron a retirarse hacia sus propias filas. El último de los Artilleros era un humano rehecho. Llevaba una criatura moteada pegada al pie. Cuando sus camaradas cactos se volvieron hacia él, les escupió fuego sobre las caras. Habían matado al anfitrión, pero no al manecro y este se había apoderado de él.

Un tren estrepitoso llegó sobre el cercano paso que cruzaba el puente, escasos metros por encima de ellos. En la orilla norte, una barricada bloqueaba las vías, pero al sur de la estación de Aduja, la línea Sud pertenecía al Colectivo. El tren se detuvo junto al puente, y desde sus ventanas, los colectivistas, dirigidos por un garuda de las chabolas que volaba sustentado en las corrientes térmicas provocadas por los incendios, empezaron a arrojar granadas. Los proyectiles arrasaron un poco más las calles del puente, pero lograron romper las filas de la milicia.

Pero no fue suficiente. Los milicianos tomaron posiciones en el puente de Celosía y devolvieron el fuego al tren. Al este, la negra aguja del Parlamento perforaba el cielo, un inselberg de arquitectura negra que presenciaba esta y otras batallas (una incursión de aeronaves en los muelles de Arboleda, un ataque de la bípeda caballería shuhn en Ensenada, el ataque lanzado contra Ecomir por un regimiento mameluco de rehechos leales al régimen, insultados y tildados de traidores por los colectivistas).

—Es la hora. —Un susurro entre los comandantes del Colectivo, en Piel del Río. Bajo los arcos del ferrocarril de la estación Salpetra, en el cuartel general, Frengeler, ex-miliciano, experto en tácticas que se había pasado a los radicales, la extraordinaria mente estratégica del Colectivo, estaba gritando:

—Decidid si queréis ganar o no, joder. Se nos acaba el tiempo. Hacedlo. Volad el puente.

Quedaban pocos puentes que comunicaran directamente el territorio del Parlamento con el Colectivo: cada uno de ellos era un conducto vital que no podían permitirse el lujo de perder a manos de la milicia. Bajo la superficie del Alquitrán, los colectivistas vodyanoi que custodiaban las entradas a las alcantarillas enviaron zapadores acuáticos.

A ninguno de ellos le gustaba el trabajo que tenían que hacer. Ninguno de ellos quería destruir las viejas y amadas estructuras. Pero sentían que debían hacerlo.

Se abrieron camino entre la turbidez de las aguas hasta los puntos en los que los arcos del puente surgían del barro, y los recorrieron a tientas, pero con creciente ansiedad descubrieron que no podían encontrar sus cargas de demolición. Se agarraron unos a otros y ladraron en su lengua acuática, pero entonces, de la oscuridad de las aguas surgieron formas hostiles. «Traición», gritó alguien, mientras se les echaba encima un grupo de vodyanoi de la milicia, chamanes con corrientes de agua limpia, ondinas que atraparon a los colectivistas y empezaron a apretar.

Uno de ellos escapó. La información se propagó: «no podemos destruir el puto puente».

Al puente Diáfano, entonces. Pero, aunque esta vez los buceadores vodyanoi esperaban emboscadas, el resultado fue el mismo: los explosivos habían desaparecido. Encontrados los dioses saben cuándo y retirados. Los planes del Colectivo para cauterizar los puntos de acceso de la milicia se habían desmoronado.

—Pasará lo mismo en el puente Mandrágora y en el Aullido. Van a entrar.

Ya lo estaban haciendo. Gracias al fuego de cobertura de los cañones del Colectivo, los focos tanáthicos de sus embrujos, y sus bombas explosivas, la milicia tardó horas en avanzar por lo que se había convertido en un paisaje monstruoso de muros convertidos en filos de sierra y de ventanas sin cristales ni propósito. Pero avanzaron. El puente de Celosía volvía a ser territorio del Parlamento.

A medida que se retiraban los colectivistas, iban levantando más barricadas. Los escombros de los edificios bombardeados se usaban como cimientos, y cualquier cosa, cualquiera, escoria de las fábricas, vigas, muebles, los tocones de los árboles de Sobek Croix, se amontonaba sobre ellos. Los colectivistas tuvieron que sacrificar algunas calles al oeste de la plaza Sedilia para concentrarse en las más importantes. Enviaron mensajes a los defensores de la orilla sur para que estuvieran preparados si los milicianos viraban hacia el este desde el puente.

No lo hicieron. Cruzaron el río; y al llegar a la plaza se detuvieron y ocuparon los edificios (uno de ellos recién abandonado por los colectivistas, cuyos efectos empezaron los milicianos a mancillar sistemáticamente, arrojando heliotipos cubiertos de orina por las ventanas).

En el Meandro Griss, los insurrectos utilizaron basura con varias décadas de antigüedad para bloquear el puente Diáfano. Malado estaba siendo bombardeado, mientras la desolada población y las esqueléticas unidades que quedaban para protegerlo economizaban la munición. Nadie codiciaba Malado por sí mismo, sino como antesala de Ecomir y Arboleda, y porque, como frontera con la Perrera, el corazón del Colectivo, tenía que ser defendido.

En el noroeste de la ciudad, adonde los colectivistas de la Perrera no tenían acceso, los cabildos hermanos estaban en dificultades. Algo se estaba preparando en el Alquitrán y en Cuña de Cancro, seguramente un ataque contra el Meandro de las Nieblas. Si este caía, con sus fábricas y sus trabajadores organizados, este cabildo del Colectivo estaba condenado.

El Aullido fue pan comido.

—Aplastaremos a ese puñado de invertidos, pervertidos y pintores en menos de lo que se tarda en rascarse el culo —había dicho un comandante de la milicia capturado, y su despectiva afirmación hizo fortuna. El capítulo del Aullido no aguantaría mucho con sus pelotones de novistas, sus batallones de bailarinas militantes y la afamada Brigada Preciosa, un grupo de granaderos y mosqueteros del colectivo, travestidos todos ellos, con vestidos de noche y un exceso de maquillaje, transmitiendo las órdenes en la jerga de los invertidos. Al principio los habían recibido con repugnancia, luego con miedo, porque luchaban con abandono; y al fin con exasperado afecto. Nadie quería ser derrotado, pero era inevitable. La milicia conquistó el puente de Celosía, derrotó a los Artilleros del Invernadero y acampó en la orilla sur del río Alquitrán. Empezó a preparar el asalto contra el corazón del cabildo de la Perrera, el bastión del Colectivo de Nueva Crobuzón. Aunque ningún colectivista se atrevería a decirlo, cundía la sensación de que era el principio del fin.

Fue en esta atmósfera, en medio de esta guerra, como Judah, Cutter y su grupo entraron en la ciudad.

26

—Dioses. Dioses. En el nombre de Jabber, ¿cómo habéis llegado aquí?

Entrar y salir del Colectivo de Nueva Crobuzón no era fácil. Las barricadas estaban custodiadas por hombres y mujeres inquietos y aterrados. En las alcantarillas había patrullas. Las aeronaves del Parlamento abatían cualquier dirigible que no fuera suyo, y los doslados de la frontera estaban protegidos con embrujos, así que entrar o salir era una proeza épica y peligrosa.

Corrían coloridos relatos: el heroico centinela que se escabullía sigilosamente de noche para ejecutar milicianos; la unidad parlamentaria que erraba de camino en algún laberinto callejero y salía a la luz en medio del territorio colectivista. Ahora había una historia sobre una cruzada que estaba en camino para llevarse a todos los pobres y los hambrientos del Colectivo.

Como es lógico, cientos de personas habían entrado y salido del Colectivo, por alguna barricada mal custodiada, o usando la taumaturgia. La ciudad del Alcalde estaba llena de partidarios del Colectivo: en Campanario, en el borde industrial de Vado de Manes, áreas que estaban sometidas a la ley marcial pero de las que salían sindicalistas, sedicionistas y curiosos, que algunas veces lograban llegar hasta la Perrera o Ensenada, donde suplicaban que les dejaran entrar. Y el Colectivo albergaba a muchos que, por activa o por pasiva, le deseaban mal y escapaban a hurtadillas a la ciudad alta o se quedaban como espías.

Así que los que llegaban eran recibidos con alegría, pero también con suspicacia. Judah y los demás llegaron desde el este de la ciudad, atravesando las ruinas que jalonaban el puente Gran Calibre. Con la ayuda de Qurabin, un poco más desgastado con cada viaje que hacían, encontraron sendas secretas. Atravesaron barricadas. Cruzaron hondonadas de ladrillo hasta llegar a la oficina postal de la Perrera, donde se reunía el consejo delegado. Se dirigieron a los representantes del Caucus.

Cutter se sentía vacío. Muchos meses habían pasado desde que se marchara de Nueva Crobuzón y ahora se encontraba con que todo era nuevo, tremendamente diferente a como lo recordaba. Esto le hizo pensar en todo, le hizo pensar en Drey e Ihona y Fejh y Pomeroy, en los huesos enterrados bajo las vías del ferrocarril.

¿
Qué ciudad es esta
?, había pensado al entrar.

Las torres del puente Gran Calibre, puntiagudos y centenarios jalones que emergían de las aguas del Alquitrán, erizadas ahora de cañones que exhalaban parsimoniosamente para bombardear la ciudad alta. Malado, siempre miserable, reformado y roto ahora por algo más que la miseria.

Por todas partes. Sobre las vigas del puente de la Cebada, las calles concatenadas con lo cotidiano, lo monstruoso y lo bello. No estaban totalmente vacías. Había soldados vendados que observaban al grupo desde las ruinas de los edificios. Ciudadanos que corrían cargados con sacos de comida, muebles y otras cosas absurdas, tratando de llevárselas de un lado a otro. Asustados.

El polvo del camino que revestía a Cutter y sus camaradas los convertía en blanco de miradas extrañas —todo el mundo estaba sucio, pero la suciedad de ellos era diferente— pero a nadie le extrañaba que viajaran juntos: dos rehechos y cuatro humanos enteros (a Qurabin nadie podía verlo) tirando de sus exhaustas monturas.

Los rehechos eran sus propias cabalgaduras. El hombre del cuerpo de lagarto, Rahul, era uno de ellos: el agente de Ann-Hari cuando nació el Consejo de Hierro, la voz que Cutter había oído en el cilindro de cera, refiriéndole a Judah la muerte de Uzman. Ya no era joven, pero aquellas patas dobladas hacia atrás seguían siendo mas rápidas que las de cualquier caballo. Había llevado a Judah hasta la ciudad. El otro era una mujer, Maribet, cuya extraña transformación había adosado su cabeza a un cuerpo de percherón con garras de ave. Ella había llevado a Elsie.

Muchos de los consejeros más jóvenes ardían en deseos de ver Nueva Crobuzón, pero Ann-Hari había insistido en que el Consejo necesitaba todos los brazos útiles. Pronto verían la ciudad. El Consejo de Hierro sólo había enviado a aquellos emisarios.

Los dos rehechos lo miraban todo como granjeros de las colinas Mendican. Como si la geografía del lugar los llenara de un asombrocompleto. Estaban caminando por un sueño roto de su propio pasado.

Había niños en las calles. Salvajes, hacían de la arquitectura derruida el escenario de sus juegos. Las bombas se habían cobrado grandes secciones de la ciudad y habían remodelado otras, transformándolas en una mezcolanza fantástica de paredes solitarias que se mantenían inútilmente en pie, yermos cubiertos de escombros, vigas y retorcidos armazones metálicos del grosor de un brazo que brotaban de la tierra: jardines de ruina, y entre ellos, nuevas clases de belleza.

Los embrujos habían creado esculturas de ladrillo, desmoronamientos multicolores, extrañas tonalidades. En un sitio habían convertido la mitad de una pared cubierta de hiedra en un reflejo de si misma hecho de cristal. Los gatos y los perros de Nueva Crobuzón corrían por este paisaje rehecho. Ahora eran animales de presa, criaturas que vivían en estado de tensión constante: los colectivistas estaban famélicos.

Un extraño desfile. Una obra infantil montada en la esquina de una calle para una audiencia de padres y amigos desesperados y llenos de orgullo y deleite, mientras las bombas seguían cayendo. Espirales. Complejos arcos que se repetían y repetían. Qurabin, invisible, emitió un siseo, un sonido afirmativo.

Una vez hubo un momento de pánico, alguien que, mientras pasaban por allí, lanzó un aullido y huyó de una mancha de colores móviles, gritando:

—¡Una manifestación! ¡Una manifestación!

Pero lo que había asustado a la mujer no era más que un graffiti recién pintado, cuya tinta resbalaba sobre la pared. Avergonzada, se echó a reír. Sonó un claxon y pasó lentamente un aeróstato sobre el Colectivo, soltando una llovizna de bombas con un carraspeo de mortero; la gente de las calles se sobresaltó y en sus rostros aparecieron expresiones de agotamiento, pero más que asustados parecían resignados.

Había incontables estilos en las calles. Una última floración de depauperado dandismo.

¿
Qué lugar es este
?, pensaba Cutter.
No puedo creer que esté aquí. No puede creer que haya vuelto. Que hayamos vuelto
.

Vio a Judah. Judah estaba destrozado. La miseria de su rostro era absoluta. ¿
Es esto lo que hemos conseguido
?, vio que se preguntaba.

Durante los últimos días de su viaje, cerca de la ciudad, los emisarios del Consejo de Hierro se habían cruzado con docenas de refugiados, pobres y no tan pobres, de la ciudad baja y la ciudad alta. Allí, a campo abierto, eran solo los últimos.

—Es demasiado —dijo uno.

—No es lo mismo —dijeron los crobuzonianos.

—Los primeros días no era así —dijo una mujer. Llevaba un niño en brazos—. Me habría quedado. Las cosas no eran fáciles, pero al menos íbamos a alguna parte. Se vaciaban las prisiones y las factorías de castigo; se decía que Bocalquitrán había desaparecido y recibíamos mensajes del Colectivo, hasta que cayó. La comida se acabó y empezamos a comer ratas. Tuvimos que irnos.

BOOK: El consejo de hierro
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