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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (47 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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El rey se acarició el mentón en actitud pensativa.

—Te estás basando en meras suposiciones para acusar a alguien que ya no puede defenderse.

—¿Suposiciones, Majestad? La Bouche no tuvo reparos en confesar abiertamente que trabajaba para los asesinos de mi hermano. Quería que yo lo supiera… antes de matarme.

—¿El capitán intentó matarte?

—Y también a Luna.

—Dios mío —suspiró el rey de forma afectada, levantando la mirada al techo mientras daba una vuelta sobre sí mismo—. Aunque sea cierto lo que cuentas de La Bouche —retomó haciendo caso omiso al gesto de contrariedad del ministro—, todavía no me has dicho cómo llegaste a relacionarlo con Virginie y su esposo.

—En un primer momento sólo disponía de pequeños retazos rescatados de las conversaciones que mantuve con él en Madagascar, como cuando al desembarcar en la isla hizo referencia a mi sueño de pasar a formar parte de una de vuestras orquestas…

—Eso es algo a lo que aspiraría cualquier músico —le cortó el rey.

—Es cierto, pero fue la forma en que lo dijo, como si hubiera escuchado mis charlas con Virginie. También me comentó que había batallado con Gilbert el Loco en alguna campaña. Pero fue al llegar a París y enterarme de que ibais a descubrir vuestros espejos cuando todo comenzó a cuadrar. La referencia al equinoccio era una pista falsa. Estaba claro que Virginie quería disponer de la partitura a tiempo para cantarla en la inauguración de la galería y provocar el éxtasis entre vuestros invitados. Por fin se hablaría de ella en Europa. ¿Acaso no sabéis que siempre ha deseado cantar… —le detuvo un espontáneo reparo a ofenderle— verdadera ópera en Italia?

—Virginie traicionándome para cantar en el teatro de San Casiano de Venecia, delante de la plebe… —murmuró, incrédulo, el soberano.

—Y también para apoderarse del tesoro alquímico más importante de todos los tiempos, no lo olvidéis. ¿Sois capaz de imaginar, Majestad, cuánto estarían dispuestos a pagar por la partitura algunos alquimistas? El esposo de Virginie es un oficial retirado. Vos sabéis mejor que nadie que su fortuna es limitada, y también que Virginie es un capricho caro de mantener.

El rey se acercó a la chimenea de mármol de la antecámara y pasó la mano con aire distraído sobre el marco de la pintura que reposaba sobre ella.

—¿Qué quieres que le cuente al lugarteniente De la Reynie? —estalló de pronto—. ¿Que un plebeyo que debería estar encerrado en la Bastilla opina que la melodía que cantó mi soprano se corresponde con la transcrita en una partitura robada que ni siquiera hemos recuperado? ¡Jamás podré probarlo! Y te aseguro que lo último que quiero en este momento es que el Parlamento me desautorice dejando en libertad a una dama a la que yo mismo he acusado.

Le entró pánico tan sólo de atisbar la posibilidad de que se produjera una mínima fisura en la aureola de autoridad con la que mantenía sometidos a los gentilhombres.

—¿Y qué va a hacer vuestra majestad conmigo? —le desafió Matthieu—. ¿Sería capaz de volver a confinarme en la Bastilla aun sabiendo que digo la verdad?

—Saldrás ahora mismo a la galería y pedirás perdón a Virginie du Rouge y a su esposo delante de todos.

—¿Qué?

—Así monsieur Félibien podrá recoger en su crónica que aun alguien como tú, un pobre diablo poseído por el demonio, recobra la cordura tras mantener una apacible conversación con el Rey Sol. Sígueme y saquemos algún provecho de todo esto.

Matthieu caviló durante unos segundos. Le temblaban los labios, necesitaba gritar, no podía soportar la idea de que Virginie se saliese con la suya. Pero ¿qué podía hacer sin arriesgarse a una condena ejemplar de la que esta vez nadie podría liberarle? ¿Qué sería de Luna sin él? Aquello suponía dar un terrible paso atrás, pero era cierto que al menos ahora sabía de quién tenía que protegerse. Si ganaba tiempo, terminaría encontrando el modo de atrapar a Virginie y a su esposo.

—Lo que vuestra majestad ordene —concedió.

Mientras se acercaban, la soprano recuperó su porte habitual. Elevó la barbilla y adoptó una actitud altanera. El cronista Félibien se acercó para tomar cumplida nota de cuanto se hablase en aquel círculo sobre el que todos los nobles habían posado sus miradas. El maestro Lully se unió al grupo. Matthieu supuso que disfrutaría como el que más viendo cómo le humillaban de nuevo. El ministro Louvois anunció de forma protocolaria la disculpa que el joven músico debía ratificar. Le costó pronunciar cada sílaba, pero finalmente se sometió. Dijo lo que se esperaba que dijera, de forma casi imperceptible, mientras por dentro se le rompía el alma.

Los ojos de la soprano se entrecerraron como los de un gato. No pudo evitar que en su rostro se dibujase una ladina sonrisa que a Matthieu no le pasó inadvertida. Antes de dar media vuelta, el joven músico no se resistió a soltar una brevísima risotada que desconcertó a todos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Louvois.

—Es algo que he pasado por alto en la antecámara cuando os he hablado de mis conversaciones con La Bouche, una frase que me dijo antes de morir. —Hizo una pausa, como para recordar las palabras exactas. Los demás esperaban con curiosidad—. Fue algo así como: «¿qué tienen las cantantes, que a todos nos hacen perder la cabeza?».

Aquella insinuación de que hasta el capitán había pasado por su cama fue demasiado para Gilbert el Loco. Asió de nuevo la daga y se lanzó a por Matthieu. El músico logró sujetarle el brazo, pero ambos cayeron al suelo. El oficial, curtido en aquellos lances, aprovechó el único segundo en el que Matthieu flaqueó para hincarle el filo en el hombro. Se le nubló la vista por el dolor, pero soltó un alarido, se revolvió a tiempo de evitar la segunda cuchillada y le sacudió una patada, empujándolo de espaldas contra una de las Venus de mazapán. Matthieu se incorporó con rapidez entre la nube de polvo de azúcar, estiró la mano hacia una bandeja de la que cogió un tenedor largo y afilado que se había utilizado para trinchar un pavo relleno y saltó sobre el oficial colocando las tres puntas de forma certera sobre su yugular.

—¡No lo hagas! —oyó tras de sí.

Pareció detenerse hasta el tiempo.

Miró hacia atrás y comprobó con sorpresa que quien había gritado era el maestro Lully. Precisamente él, la persona de la que menos lo hubiera esperado. Resultaba difícil imaginar una acción espontánea del tiránico director de la Academia Real de Música. Quizá le había impulsado un fugaz atisbo de culpa; se había percatado de que su decisión de apropiarse del dueto de
Amadís de Gaula
fue el primer escalón de aquella demencial cadena de acontecimientos y quería cambiar el curso de las cosas de un modo u otro. O quizá, lo que era más lógico, se trataba de un gesto no calculado. Al fin y al cabo, Lully era humano, aunque rara vez lo pareciera.

Matthieu reaccionó al instante.

—¿Haríais vos algo para evitar que siga adelante?

El maestro alzó una ceja.

—¿Qué tengo yo que ver en esto?

—Haced que mi tío suba con la partitura —le pidió Matthieu a Louvois, con tanta seguridad que parecía llevar horas trazando ese plan.

El ministro se volvió hacia el rey buscando un gesto de asentimiento.

—¿Va a permitir vuestra majestad que este desgraciado os dé órdenes? —intervino Virginie con absoluta temeridad, sin importarle que fuera su esposo quien estaba en la situación más difícil.

—¡Haced venir a Charpentier! —ordenó el rey a sus guardias suizos, comprendiendo de inmediato, al igual que Lully, lo que pretendía el joven músico—. Y decidle que traiga la partitura.

Virginie tomó aire para decir algo, pero el soberano frustró su réplica con un sutil ademán.

El compositor apareció al poco con el pliego en la mano. Miraba a todas partes sin comprender nada. Casi se desmayó cuando vio a Matthieu de rodillas sobre el oficial, presionándole el cuello con el tenedor.

—Dejad que el maestro Lully lea la partitura —le pidió su sobrino.

Charpentier se la entregó sin llegar a comprender lo que estaba ocurriendo. Lully la examinó con detalle. Se tomó tiempo. Los demás no se permitían apenas respirar. Estudió con pausa el
legato
inicial, y después la nota cortada…

Tomó aire, pero aún dudó unos instantes antes de decidirse a hablar. Finalmente lo hizo con rotundidad.

—Se trata de la misma melodía que madame du Rouge estaba cantando hace un rato.

—¿Estáis seguro? —exclamó Louvois.

—¿Acaso dudáis de mi criterio?

—¿Qué estáis diciendo, Jean-Baptiste? —saltó ella, dirigiéndose a Lully por su nombre de pila con intención de acercarse más a él—. Ni siquiera sé de qué habláis…

—¿Seríais capaz de afirmarlo ante el lugarteniente De la Reynie? —le preguntó el rey a su consejero.

Se tomó unos segundos antes de contestar.

—¿Por qué habría de ocultar la verdad? —dijo por fin.

Matthieu le sostuvo la mirada de forma intensa. ¿Pretendía Lully, con aquel gesto, que olvidase que unos meses antes había sido capaz de observar impertérrito cómo lo encerraban en la Bastilla? En aquel tiempo se habría dejado llevar por su orgullo y le habría gritado que no necesitaba limosnas de alguien como él. Pero desde entonces habían cambiado mucho las cosas. Sintió que se cerraba un círculo y fueron otras las palabras que salieron de su boca:

—Gracias, maestro.

Lully asintió levemente.

—Quizá estemos condenados a errar una y otra vez para que otros tengan más oportunidades de perdonar —sentenció Charpentier.

Su eterno competidor le correspondió con otro protocolario asentimiento.

El rey estaba encantado. Había cerrado delante de todos el capítulo de la horrenda muerte en la iglesia de Saint-Louis. Respiró hondo y decidió que había llegado el momento de volver a concentrarse en saborear la proximidad del descubrimiento de sus espejos y, lo que era aún más emocionante, del momento en el que por fin tendría la Piedra en sus manos. Ordenó a los guardias suizos que encarcelasen a la soprano y a su esposo y se dirigió hacia sus invitados con aires de héroe, arengándoles sin dar más explicaciones.

—Del mismo modo que el sol ilumina la tierra, hermoseando lo bueno y haciendo notorio lo malo, la justicia del rey revela la virtud y la maldad, para exaltar la primera y castigar la segunda. ¡Cúmplase la justicia del rey!

Matthieu, de pie en medio de la algarabía, presionaba su hombro ensangrentado. El rey le lanzó una mirada de soslayo.

—Avisadme cuando esté listo el experimento —fue lo único que le dijo antes de iniciar una danza con los bailarines que, ataviados con grandes alas de abeja, fluyeron de detrás del improvisado telón.

8

M
atthieu se sintió repentinamente agotado. Liberarse de la angustia que había padecido durante tantos meses le había dejado un vacío que necesitaba llenar de cualquier modo para mantenerse en pie. Habría querido salir de inmediato hacia París para abrazar a sus padres y decirles que ya no tenían nada que temer, pero lo que realmente necesitaba era ver a Luna. Corrió a través de las cámaras de palacio hasta la puerta que conducía a los sótanos. Bajó a saltos los escalones y se introdujo en la despensa convertida en laboratorio. El humo del experimento se había apoderado de cada rincón, haciendo que pareciese la antesala de un fantasmagórico sueño. Newton continuaba midiendo tiempos y temperaturas. Apenas se inmutó cuando entró. Giró levemente la cabeza y volvió a sumergirse en las formas que describía la llama del horno. Matthieu se asomó a la celda contigua. Luna yacía rendida en el camastro, hecha un ovillo y tapada casi por completo con las telas. Se acuclilló y apartó con delicadeza un pliegue que le cubría el rostro.

Ella, apenas abrió los ojos, vio la herida del hombro. Se sentía agotada, no tenía fuerzas ni para sobresaltarse.

—¿Estás bien? —le preguntó, acercando sus dedos a la sangre.

—Mejor que nunca.

—Mi catarata…

—Todo ha terminado.

Matthieu le acarició el cuello. Tenía la piel fría. Ella inclinó la cabeza. Estaba triste.

—¿Qué te ocurre?

—No lo sé.

El joven músico miró a su alrededor: un sótano de piedra húmeda, los ganchos para colgar carne en el techo, un tenue haz de luz vertiéndose por la rejilla junto al techo. De nuevo estaba presa, pensó, siempre presa.

—Pronto nos iremos de aquí, te lo prometo.

—¿Adónde? —preguntó ella.

Se sentó en el suelo a su lado y la arropó con cariño. ¿Acaso se había equivocado al traerla consigo a Francia? Por un momento temió que se estuviera consumiendo al respirar aquel aire pestífero. Newton había afirmado que la mano del hombre corrompe el origen, y Luna era el origen mismo, era la esencia pura y frágil. Una flor que se marchitaba en el reino de un falso sol.

Trató de relajarse. Apoyó la cabeza en su regazo y escuchó su respiración a través de la tela. Estaba a punto de quedarse dormido cuando un grito retumbó al otro lado de la pared. Se levantaron a toda prisa y fueron a ver qué ocurría. Charpentier, que llegaba en ese mismo instante, también mostraba un gesto de alarma. Newton tenía los brazos desplegados y los ojos clavados en el crisol.

—¡Ha empezado a obrar! —exclamó.

El mercurio filosófico estaba produciendo en el oro los sorprendentes efectos que el científico les había descrito antes de que sufrieran el asalto en el puente de los artesanos. Tan pronto se inflaba como adquiría una tonalidad verdosa, para volver durante unos segundos a su estado inicial y sufrir de nuevo variadas mutaciones. Matthieu no podía apartar los ojos. En un momento dado la masa hirviente se expandió por el crisol y por el centro empezó a crecer una suerte de tallo que poco a poco fue haciéndose cada vez más grueso, hasta adoptar la forma de un pequeño tronco del que comenzaron a florecer doradas ramificaciones. Era un árbol diminuto, pero un árbol completo, con el sol estallando en su interior.

—¡Estamos cerca!

—¡Dios mío! —no dejaba de exclamar Charpentier—. ¡Tiene vida propia!

—¡Es la vida en sí misma, es el origen y el fin! ¡Como rezaba un tratado del Medievo —exclamó el inglés, entusiasmado—, lo que la naturaleza tarda mil años en hacer, el arte de la alquimia lo consigue en un breve lapso! ¡La Piedra está a punto de adoptar su forma definitiva! ¡Ya siento su influencia!

Matthieu miraba asombrado cómo el tronco dorado seguía creciendo. Recordó las palabras de su tío en la Bastilla la noche en la que por primera vez le habló de los milagros de la Piedra, la transmutación del espíritu, volver al estado anterior a morder la manzana del demonio y disponer de los frutos del árbol del conocimiento, del árbol de la vida. ¿En verdad estaban a un paso del despertar definitivo, de ver la luz, de fundirse con Dios? Ahora que se sentía tan cerca también él quería vivir esa vuelta al instante en que los ángeles interpretaron la melodía original para introducir el alma en el cuerpo de barro.

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