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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (44 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—¿Estás seguro de lo que haces?

—No, pero no tenemos alternativa.

El maestro escribano le apretó la mano con fuerza, como cuando era niño.

—Volvamos a casa. Luna te está esperando.

4

C
harpentier y Newton partieron de inmediato hacia Versalles. Debían comunicar al ministro Louvois que Matthieu había regresado e instalar el instrumental en algún rincón oculto de palacio para culminar el experimento bajo la protección de la guardia real. Al rey le satisfaría tenerlos cerca durante la elaboración de la Piedra. Matthieu insistió en que debían dejarse ver lo menos posible. Era esencial que los asesinos creyeran que tanto ellos como él mismo habían muerto.

Corrió a encontrarse con su sacerdotisa. La tensión le comprimía el pecho. Sentía cerca el momento de liberar a su familia de la amenaza que la había condenado a una pesadilla agónica pero, al mismo tiempo, a cada segundo que pasaba se le antojaban más elevadas las probabilidades de que todo saliese mal, de que con sus arriesgadas decisiones no estuviese haciendo otra cosa que allanar el terreno a los responsables de aquella trama sangrienta. Cuando abrió la puerta Luna se lanzó a abrazarle. Lo hizo como una niña asustada, y a la vez desprendiendo aquella pasión desmedida, la sensualidad de sus formas y movimientos que le arrastraba a otro mundo cada vez que ella le tocaba. En un primer momento le resultó extraño verla enfundada en las ropas parisinas que le había dejado su madre: un jubón verde ajustado de mangas largas y abiertas, con unas faldillas cosidas a la altura de la cintura. Pensó en lo difícil que tenía que estar resultándole a ella y la quiso aún más. Pasaron la noche en el altillo de la casa, entre las vigas del tejado y las palomas, ajenos al resto de Francia, sumergiéndose entre las telas de araña a través de las cuales, como si fueran puertas celestes, saltaban a las playas de Madagascar, allí donde a Luna nunca le había faltado el aire, no como en París, donde le dolían los pulmones al respirar. Se besaron como si fuese la última vez, bucearon entre corales, Matthieu la poseyó como las corrientes de un océano embravecido, la paja del altillo era la arena adherida a los muslos sobre los que se derramaba la espuma, y gritaron al mismo tiempo cuando los únicos gemidos que se oían aparte de los suyos eran los de un madrugador horno de pan.

A la mañana siguiente, Luna y él se ocultaron bajo sendas capas de paño antes de salir a la calle. El carruaje los esperaba frente a la casa del maestro escribano para llevarlos a Versalles sin demora.

—Necesito que hagáis una parada antes de abandonar París —le comunicó Matthieu al cochero.

Cogió a Luna de ambas manos de forma protectora.

—¿Recuerdas cuando, en el barco, me pediste que guardase por siempre tu caracola?

—Sí.

La sacó del bolso de cuero que llevaba cruzado al pecho.

—He de entregársela a alguien que la guardará mucho mejor que yo.

Luna asintió sin preguntar.

Se detuvieron frente a la residencia de André Le Nótre, el tío de Nathalie. El diseñador de jardines vivía con toda su familia en un apacible rincón de las Tullerías. También era propietario de una mansión en Versalles, pero prefería la calma que se respiraba en aquel discreto palacete levantado entre árboles y flores. A pesar de ser la única persona a la que el Rey Sol confiaba sus cuitas personales, Le Nótre evitaba por todos los medios someterse al ostentoso, y también destructivo, ritmo de palacio.

Matthieu bajó del carruaje y permaneció unos segundos parado frente a la puerta. Nunca había estado allí. Ya no tenía nada que temer. Desde luego no temía la reacción de Le Nótre, pero sobre todo no temía herir a Nathalie. Durante los dos años que pasaron juntos llegó a convencerse de que si aceptaba su proposición de matrimonio, además de unirse con la mujer más bella de Francia y verse beneficiado con todas las prebendas que llevaba aparejado emparentarse con el diseñador de jardines, también le estaría haciendo un favor a ella. Pero en realidad era Nathalie la que quería protegerlo a él. Ahora sabía que ambos tenían algo mágico en común, que habían trabado una conexión inefable más allá del mundo que todos los demás veían, pero también que nunca se habían amado. Al menos no como los personajes de las óperas.

Respiró hondo y llamó. Una sirvienta inexpresiva abrió la puerta con parsimonia. Isabelle, la dama de compañía de Nathalie, escuchó la voz del músico desde una sala contigua y salió a toda prisa. No esperó a que la sirvienta los dejase solos para lanzarse a abrazarlo.

—¡Matthieu!

—¡Isabelle!

—¡Cuando he oído tu voz no podía creerlo!

La miró de arriba abajo: los mismos pechos comprimidos en el corpiño que un día trataron de conquistar a Jean-Claude, el mismo pelo castaño graciosamente despeinado.

—Cuánto me alegro de verte —le dijo de corazón—. ¡Y de que sigas en esta casa!

—Nadie podrá nunca separarme de Nathalie. —Le contempló un instante y cambió el tono—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—Es una larga historia.

—Después de lo que ocurrió en la Orangerie no sabíamos si habías muerto en la Bastilla, si te habían soltado…

—He estado fuera de Francia. Pronto podré explicároslo todo.

Isabelle también le contemplaba a él.

—Me gusta tu barba —susurró, dulcificando el momento.

—¿Está…?

—Arriba, en su habitación.

—¿Está bien?

—No debiste desaparecer sin avisar —dijo sin resentimiento.

—Lo sé.

—Ven.

Le cogió la mano. Matthieu se detuvo en el quicio de la puerta.

—Preferiría hablar antes con monsieur Le Nótre. No quiero que se moleste porque haya entrado en su casa de improviso.

—No te preocupes. Ha ido al mercado para visitar a un herrero que le está confeccionando un rastrillo nuevo. Vive obsesionado con la longitud de las puntas de las horquillas y con el grosor de las azadas. Incluso a mí me habla de ello. Es tan encantador… ¡Sígueme! —insistió—. Seguro que aún tardará un rato.

Cruzaron el vestíbulo. La casa estaba plagada de tapices y cuadros italianos y flamencos, bustos de la antigua Roma y delicadas porcelanas orientales. Estaba claro que el diseñador de jardines invertía sus honorarios en comprar belleza en lugar de gastarlos en trajes de un solo uso para las fiestas de máscaras. Subieron la escalera que llevaba a las estancias privadas. Isabelle señaló una de ellas.

—Desde que te fuiste apenas ha salido —dijo antes de dejarle solo.

Se acercó despacio. La puerta estaba entreabierta. Entró sin llamar. Nathalie, asomada a la ventana, cortaba con delicadeza las hojas muertas de una hiedra. Preciosa, como la noche de la Orangerie, como cualquier mañana junto a la tienda del pastelero en las traseras de la iglesia. Era la primera vez que la miraba sabiendo que sus destinos discurrían separados. Por su mente pasó fugaz un recuerdo que había creído perdido para siempre.

—Fue una mariposa azul —dijo sin más.

Nathalie se quedó paralizada. Se le cayeron al suelo las pequeñas tijeras de podar. Aquellas palabras suspendidas en el aire de su habitación olían a frutos de islas exóticas y a pólvora de abordajes en el mar.

—¿Matthieu…?

—Aquél fue el primer sonido que escuchamos juntos —siguió él—. Acababa de presentarnos Isabelle, la tarde que pasamos con Jean-Claude en el campo de castaños. Estábamos sentados en el césped sin hablar. La mariposa pasó por delante y te cogí de la mano.

Nathalie se giró despacio. De nuevo estaban juntos, cada uno en un extremo de la estancia, unidos más allá de la luz.

—Ese aleteo, dijiste, azul como tus ojos —completó ella aguantando una lágrima—. Y yo abrí y cerré los párpados varias veces, como las alas de la mariposa.

—¿Me dejas que me acerque?

Se fundieron en un abrazo que traspasó sus cuerpos.

Al momento, Nathalie escuchó un susurro que no llegaba a reconocer. Era un sonido de familia arropada, como el roce de la cuchara dando vueltas en la cazuela donde hervía el chocolate.

—¿Qué es…?

—Te he traído un regalo.

—¿De verdad? ¿De dónde?

—De muy lejos. Es una caracola.

Nathalie la tocó, leyó sus huecos y aristas.

—¿Lo que escucho sale de ella?

—La que hasta hoy era su dueña dice que las caracolas de Madagascar desprenden el sonido que anhela cada corazón.

—¿Su dueña?

Permanecieron unos segundos en silencio.

—¿Podrás perdonarme?

—¿Cómo podría no hacerlo, si eres tú quien me enseñó a ver?

5

E
>l soberano se asomó a la ventana de su cámara y respiró hondo. La mañana, fresca y luminosa, era ideal para salir a navegar con sus damas favoritas entre los galeones dorados que surcaban el Gran Canal. Le gustaba hacerlo en la góndola que le regaló el Senado veneciano, seguido de un grupo de violinistas que amenizaban su paseo desde una falúa. También era un buen día para revisar sus posesiones desde su veloz carruaje de cuatro caballos al tiempo que exhibía ante el cortejo su habilidad para la caza. Pero antes de nada tenía que tratar con sus asesores los últimos detalles de la inauguración de la Galería de los Espejos.

El primer criado, que dormía tras una cortina en la misma habitación, percibió que el rey estaba despierto, recogió el lecho de vigilancia y avisó al resto. Se abrieron las puertas y fueron pasando los miembros de la familia real, los príncipes de sangre y los grandes oficiales de la Corona, el médico, el chambelán —que trajo el recipiente con agua bendita para que el rey se persignara—, el encargado del gabinete de pelucas… El ritual había comenzado. Los actos más básicos de la rutina matinal se desarrollaban conforme al extremo protocolo que el propio soberano había impuesto para mantener distraídos a los nobles y evitar que intrigasen contra él. Éstos, reunidos en la antecámara, se disputaban el privilegio de rociarle con agua de rosas, entregarle los útiles de afeitado o enfundarle los pantalones mientras sorbía sus dos tazas de tisana. Eran algunos de los escasos momentos de intimidad con él a los que podían aspirar, por lo que debían aprovecharlos al máximo si querían suplicarle algún favor para sus familias.

Se anudó la corbata, algo que le satisfacía hacer por sí mismo, escogió dos pañuelos y el relojero real le acercó un precioso ejemplar recién puesto en hora.

—¡No debo hacer esperar a mis asesores! —exclamó, abriéndose paso a través de los presentes.

Se dirigió al gabinete de trabajo. Louvois le asaltó por el camino.

—¿Qué haces aquí? Te creía esperándome con el resto.

—¿Tendría vuestra majestad la bondad de acompañarme?

—¿Y la reunión?

—La reunión puede esperar —le cortó con suma delicadeza.

—¿Cómo te atreves a hablarme así?

—El joven de la Orangerie ha vuelto —le bastó decir.

Bajaron por la escalinata del Patio del Delfín hasta una antecámara de la planta baja. Se acercaron a una pared tapizada con un florido estampado en cuyo extremo se adivinaba una de las puertas secretas de palacio. Conducía a la inextricable red de sótanos que se extendía bajo los edificios y los parterres adyacentes. Estaba custodiada por cuatro guardias suizos que habían recibido la orden de abatir a cualquiera que pretendiese entrar sin la autorización del ministro o del propio rey. Se quitaron de encima a dos pajes que corrieron a acercarse con unos candelabros y descendieron por una escalera al Versalles más profundo y desconocido. El corredor estaba iluminado por velas sostenidas, una por escalón, sobre su propia cera derretida. Al llegar abajo, el pasadizo se bifurcaba en dos naves abovedadas. Tomaron la de la derecha y llegaron a una estancia cuadrada.

Era una de las despensas que en el pasado, antes de que las cocinas se trasladasen a un edificio independiente, se utilizaban para guardar las ingentes reservas de las que se nutrían los banquetes de la corte. Aún quedaban, dispersos por el suelo de piedra, cestos vacíos y vasijas de aceite. Pegada a la pared se elevaba una estantería llena de botellas polvorientas. Por el fondo se accedía a otra estancia más pequeña con aspecto de celda. Tenía varios ganchos de hierro para colgar a secar las piezas de carne y su única iluminación provenía de una rejilla situada a la altura del techo, por la que se derramaba un débil haz de luz. En la pared lateral se abría un hueco en forma de arco en el que habían colocado un camastro. Sin duda era la vivienda del encargado de la despensa, y a buen seguro que también servía, como el resto de estancias solitarias que se repartían por los sótanos, para que alguno de los nobles que se veían confinados en palacio durante los largos días de celebraciones bajase a reposar unas horas, apartado de las miradas de los demás, antes de someterse al siguiente festín.

Newton, Charpentier y Matthieu, que había llegado no hacía mucho, se inclinaron en una profunda reverencia.

—Mi despensa hecha laboratorio… —murmuró el rey recorriendo con la mirada el instrumental que había terminado de instalar el inglés.

Examinó de cerca el alambique de dos brazos, el atanor —un horno cuadrado diseñado por el propio Newton respetando las medidas que marcaban los libros: cuatro pies de longitud, tres de anchura y un grosor de medio pie en las paredes—, la torre para el carbón con la que el científico se procuraba un control preciso de la temperatura y el fuelle colgado del techo. Se asomó a un arcón abierto en el que se acumulaban vasos, morteros, cazos, tenazas y una retorta esférica y se volvió hacia sus huéspedes. Sentía próximo el cumplimiento de su fantasía. A un paso: todo el conocimiento, todo el poder.

—Lo has logrado —le dijo a Matthieu.

Lo hizo con una confianza inusitada. Todos conocían el impredecible carácter del soberano, pero aun así no alcanzaban a comprender el extraño efecto que aquel joven músico causaba en él.

—Sire… —le saludó con una reverencia.

—El marqués de Louvois venía explicándome tu hazaña, aunque espero que seas tú quien me la narre pronto con todo detalle.

—Si es vuestro deseo…

—¡Claro que lo es! ¡Has pisado la isla mágica! ¿Es verdad todo lo que cuentan de ella?

Matthieu le penetró con la mirada del mismo modo que si estuviera seduciendo a una de sus amantes.

—Su belleza es tan intensa que sólo puede ser explicada a través de la poesía.

—Ya la estoy imaginando… ¿Y sus animales? ¿Y sus plantas? ¡Las quiero en mis jardines!

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