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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (45 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—Aseguro a vuestra majestad que ni la prodigiosa imaginación de vuestros pintores y escultores sería capaz de acercarse a las especies que yo he contemplado —siguió ponderando el músico.

Charpentier no daba crédito a la osadía de su sobrino, ni tampoco a la emocionada reacción del soberano, convertido de repente en un cómplice entregado.

—Quizá tengas que regresar allí para traerme unas muestras —bromeó el rey. En ese momento, Luna se asomó con timidez desde el hueco por el que se accedía a la celda contigua. Llevaba sobre el jubón una manteleta en forma de bufanda, con un capuchón que retiró con su habitual sensualidad dejando los hombros al descubierto. ¿Cómo no la había visto antes? Era diferente, atrayente, una aparición en medio de aquella onírica conversación—. O puede que no sea necesario que vuelvas. Veo que has traído contigo el ejemplar más precioso.

El rey se acercó a ella, la rodeó y contempló con descaro, entre la curiosidad y la lascivia. Acercó los dedos a su cuello tostado, tan distinto del de las damas de la corte, que lo blanqueaban con solimán como el rostro y el escote, pero los apartó antes de llegar a palpar la piel de pronto erizada.

—Es la Garganta de la Luna —le informó Charpentier tratando de ponerle freno—, la intérprete de la melodía original.

—¿La sacerdotisa? —exclamó—. ¿Aquí?

—Sí, Majestad.

Se volvió de súbito hacia el ministro.

—¿Por qué no me lo habías comunicado? Es una perla negra… ¿Entiende algo de nuestro idioma?

—Sí —contestó ella—, pero prefiero no decir nada hasta conocer bien a quien me escucha.

El rey soltó una carcajada.

—¡El gobernador Flacourt nunca mencionó que en Madagascar hubiese leonas!

Luna dio media vuelta y se introdujo de nuevo en la celda, dejando al rey con la palabra en la boca. El soberano no recordaba un desplante semejante.

—Perdonadla, sire… —se apresuró a excusarla Charpentier.

—No hay nada que perdonar —le cortó Matthieu, convencido de que, ahora que había logrado llevar al soberano a su terreno, debía mantenerse firme. Todos se quedaron boquiabiertos—. Luna no pertenece a nuestro mundo —aclaró—. Ella ya goza del espíritu libre y puro que queréis restablecer con la Piedra.

—Permitidme que os presente a Isaac Newton, Majestad —intervino Louvois, retornando azorado a los formulismos.

El científico hizo una reverencia.

—Os agradezco vuestra hospitalidad.

—Lamento haberos confinado en este sótano.

—Os aseguro, sire, que las estancias oscuras son mi hábitat natural.

—Entonces es cierto… Vos sois el alquimista que inició esta empresa.

—Pido disculpas a vuestra majestad por mi temeridad —respondió el inglés con un tono estudiadamente equilibrado—, pero soy un hombre condenado a buscar la verdad.

—¿La verdad?

—El origen, la esencia… Mi padre murió antes de que yo naciera. Tal vez por eso me encomendé al Padre Supremo, y por ello quiero conocerlo a fondo, saber en qué pensaba cuando me creó.

El rey se debatía entre considerar o no heréticas las palabras del científico. Decidió que sólo respondían a su merecida fama de arrogante inveterado.

—Quizá el Padre Supremo no apruebe lo que vais a hacer —contraatacó con una media sonrisa.

—¿Qué quiere decir vuestra majestad?

—Yo no permitiría que un mortal transmutase mi obra.

—Fue Él quien depositó en la naturaleza y en las escrituras unos cuantos granos de conocimiento a la espera de que alguien los hiciera florecer —contestó Newton con habilidad—. Yo no pedí que me fuera encomendada la noble tarea de recuperar la
prisca sapientia,
la sabiduría de los antiguos que la raza humana ha perdido por el camino. Es algo que me vino impuesto. Además —aclaró—, no voy a transmutar la obra de Dios. Voy a rescatarla, a quitarle el óxido que produce el tacto de los hombres.

—¿Estáis diciendo que nuestro mundo está podrido?

—Eso es lo que pienso, Majestad.

—¿Y qué pensáis de mí, entonces? —se enfureció—. Soy el ser más poderoso del planeta. ¿Acaso me creéis el máximo artífice de tanta corrupción?

—Todo lo contrario, sire. Está por nacer una nueva era, y vos sois la única persona capaz de guiarnos hacia ella… —Hizo una pausa y le habló despacio—. Con mi humilde ayuda.

El Rey Sol lanzó una mirada al horno. Le extrañó que estuviera apagado.

—¿Por qué no empezáis ya con el experimento?

—He de esperar al momento preciso —contestó, escueto, el científico.

Desde que, un poco antes, Matthieu le había revelado el sentido oculto del epigrama, no dejaba de torturarse con la misma pregunta: ¿cómo no se me ocurrió a mí? ¿Cómo, en tantos años, no deduje que el jeroglífico marcaba un momento, el instante en que el Sol, antes de perderse detrás del horizonte, ama fugazmente a la Luna, que aparece apenas con tiempo de sentir sus últimos rayos? ¿Cómo no se me ocurrió a mí? ¿Cómo?

—¿Podéis decirme al menos cuándo estará lista la Piedra?

—Mañana a media tarde.

—Vaya…

—¿Qué os preocupa, Majestad? —le preguntó Louvois.

—Nos encontraremos en plena inauguración de la galería. El palacio estará infestado de gente.

—Nadie sabrá lo que estamos haciendo aquí abajo —intervino Matthieu, aprovechando para remarcar que todos debían actuar con absoluta discreción.

El soberano masculló algo y miró a Newton.

—Avisadme en el mismo instante en el que terminéis el experimento. ¡En el mismo instante! —Estaba claramente exaltada. Se giró de improviso hacia el joven músico—. Y tú ve pensando en pasar aquí una temporada. Tenemos mucho de que hablar. —Su gesto se volvió de súbito más grave—. Entre otras cosas habrás de explicarme qué le ocurrió al capitán La Bouche. El ministro me ha adelantado que no tuvo tanta suerte como tú, pero aún no sabemos…

—El mar exige tanto como da —sentenció, repitiendo las mismas palabras que el propio capitán le dijo una noche en el barco.

El rey se asomó a la celda contigua y repasó una última vez las formas de Luna.

—Diré a los guardias que le traigan una tela de hilo egipcio y unos cojines para que pueda echarse y sentir que está en algo parecido a un palacio —dispuso, recobrando su porte altivo antes de abandonar la estancia.

6

E
l 20 de marzo amaneció sin un atisbo de neblina. Todavía estaba en la mente de todos la tormenta que estalló el día de la presentación de
Amadís de Gaula,
algo que, por fortuna, no tenía visos de repetirse. Los físicos de palacio aseguraron que el sol luciría sin interrupción y los casi cuatrocientos espejos de la galería esperaban ansiosos el momento de ser descubiertos. Justo antes del ocaso, cuando la fiesta alcanzase su punto álgido y los rayos del equinoccio atravesasen los ventanales para estamparse contra la pared del fondo, serían despojados de las telas que los cubrían y reflejarían al unísono el máximo esplendor del astro rey.

—¡Quiero cegar a mis invitados! —exclamaba el soberano mientras recorría en compañía de sus asistentes los más de setenta metros de longitud de la galería—. ¡Quiero que crean estar mirando de frente la luz divina!

A mitad de camino se cruzó con Le Brun, su artista predilecto y autor de las gigantescas pinturas del techo.

—Sire… —se inclinó éste.

El rey miró hacia arriba.

—Querido Le Brun, eres digno de mí. De tu pincel no sólo ha florecido una inconmensurable obra de arte, sino todo un legado.

—Concebido para vuestra mayor gloria, sire.

Era bien cierto. Todos los motivos escogidos por el pintor venían a ensalzar los logros políticos y artísticos del reinado. Incluso las pilastras de mármol que soportaban la bóveda estaban adornadas con capiteles de bronce dorado que evocaban el espíritu nacional a través de sus emblemas: una flor de lis abrazada por dos gallos, bajo la atenta mirada del sol real.

Los trabajos de limpieza estaban a punto de concluir. El arquitecto Jules Hardouin Mansart dio la orden de retirar los andamios. Multitud de empleados apuraban los últimos minutos encaramados a los que quedaban en pie y repasaban de forma obsesiva cada hueco de los capiteles, jugándose la vida para eliminar las más ínfimas motas de polvo. Para entonces monsieur Félibien, el cronista oficial de la corte, ya estaba tomando sus primeras notas. Describía cada una de las fiestas que se celebraban en Versalles con un detalle milimétrico: el número de candelabros que iluminaban la estancia, cuántas velas portaba cada uno, la cantidad de entrantes, platos fuertes y pasteles que se servían, haciendo alusión a si eran sacados en unas u otras bandejas de las que formaban el ajuar real, cuántos pajes ofrecían palanganas de porcelana con agua perfumada para que los gentilhombres se limpiasen las manos o cuántos caballos tiraban de cada carroza en los desfiles que discurrían bajo los fuegos artificiales. También informaba sobre las innovaciones artísticas y transcribía cada una de las palabras que el soberano dedicaba a sus invitados. Era el encargado de que no sólo toda Francia, sino toda Europa, quedase admirada de los fastos que organizaba el Rey Sol, y desde las primeras líneas ya intuyó que la crónica del descubrimiento de los espejos habría de dejar pequeña la de cualquier otra celebración anterior.

El rey se asomó al ventanal. La galería había sido construida para unir las dos alas del palacio reemplazando la antigua terraza de la cara oeste, a modo de palco presidencial con vistas a los inmensos jardines.

—¿No te emociona tanta perfección? —le preguntó de forma retórica a Le Brun, observando la impecable línea recta que marcaban la fuente de Latona, la de Apolo y el Gran Canal hasta donde alcanzaba la vista.

—Vuestra majestad convierte en oro todo lo que toca —repuso el pintor.

El rey sintió un estremecimiento, pero al momento decidió que el comentario estaba carente de toda intención. Le Brun no podía saber lo que estaban haciendo en los sótanos de palacio, por lo que sus palabras no podían ser sino el fruto de una desafortunada coincidencia. Apartó de su mente el alambique de Newton y, casi sin despedirse, se dirigió hacia su cámara a grandes pasos, deslizando la mano por las telas que cubrían los espejos que tantos dineros y trabajo habían costado.

«Sin duda ha merecido la pena», pensó, y trató de relajarse imaginando el momento en el que le mostrasen su propia imagen de cuerpo entero, una experiencia que nadie había vivido hasta entonces.

—¡Sire, esperad! —le reclamaron desde atrás.

¿Quién osaba dirigirse a él de ese modo?

Se volvió, irritado, pero al momento cambió el gesto. Era el maestro Lully. A él se lo perdonaba todo. Y más si, como en aquella ocasión, venía acompañado de una mujer tan sensual como Virginie du Rouge, la soprano. El único inconveniente era que también estaba presente su esposo, el capitán de su guardia personal a quien todos conocían como Gilbert el Loco.

—¡Querida Virginie! —exclamó con afectación.

—Sire…

Hizo una estudiada reverencia, en absoluto sumisa. El rey le besó la mano.

—Gilbert —saludó al capitán—. Siempre que te vea, por muchos años que pasen, seguiré recordándote lo afortunado que fuiste por haber podido enjaular a este ruiseñor.

—Conozco mi suerte, sire —respondió el militar inclinando levemente su cabeza, soportando con benevolencia la última mirada obscena que el rey dedicó al pecho comprimido de la cantante.

—¿Cuándo me deleitarás con tu voz? —le preguntó el soberano—. Me tienes abandonado desde hace semanas.

—Precisamente por eso estamos aquí, sire —intervino Lully.

—Hablad.

—A madame du Rouge le gustaría dedicar a vuestra majestad una pieza durante el baile de esta noche.

Virginie fingió ruborizarse, pero si bullía de algo era de satisfacción. Durante los últimos meses había aprovechado cada encuentro con Lully para llegar a convencerle de que sería un acierto que ella cantase en solitario en la inauguración de la galería. Después de lo que ocurrió en la presentación de
Amadís de Gaula,
de la cual se recordaba mucho más la tormenta y el altercado de Matthieu que sus afinados trinos en el papel del hada Urganda, no quería dejar pasar otra oportunidad de impresionar a los invitados italianos que acudiesen a la fiesta.

Estaba obsesionada con cantar algún día en el teatro San Casiano de Venecia, que en aquel momento se había convertido en el templo de la ópera europea, y para ello necesitaba el padrinazgo de alguno de los mecenas que acudirían como invitados al descubrimiento de los espejos de la nueva galería de Le Brun.

—Me parece una idea fantástica —afirmó el rey.

Virginie apenas podía contener su alegría.

—¿Cuándo os parece oportuno que aparezca en escena? —le preguntó Lully, a sabiendas de que al soberano le gustaba controlar hasta el más pequeño detalle de cuanto giraba a su alrededor, bien fuesen batallas, conciertos, amoríos o inocentes juegos del escondite en los jardines, en los cuales se dedicaba a hacer de alcahuete para emparejar a jóvenes de la nobleza.

—Primero se servirá un banquete amenizado por mis veinticuatro violines, después descubriré los espejos y, para terminar, disfrutaremos de un baile que sin duda se alargará hasta el amanecer. Quizá sea oportuno que cantes a mitad de la cena —propuso—, cuando los asistentes hayan saciado su ansia inicial y dediquen todos sus sentidos a escucharte.

—No defraudaré a vuestra majestad.

La soprano se inclinó.

—Serás la rosa de este baile. Supongo que ya habrás preparado tu indumentaria…

Por su coincidencia con el equinoccio, el rey había decidido que todo en el baile, desde la decoración hasta los vestidos, tuviese alguna relación con la primavera. Los invitados debían olvidar por un día los jubones y corpiños, los tacones altos, las grandes faldas con ribetes de raso y las perlas, y ataviarse tan sólo con ropajes al estilo griego.

—Desde luego —contestó ella entornando los ojos, favoreciendo con todo descaro el juego de seducción que adoraba el soberano—. La seda de mi túnica es tan suave que a través de ella puede verse cómo palpita mi corazón.

—¡Y tú también, Gilbert! —exclamó, volviéndose hacia su oficial para controlar su excitación—. ¡No imaginas las ganas que tengo de ver cómo te sientan los atuendos de griego! Ya les he dicho a mis nobles: ¡quiero ver en cada pareja un Apolo y una Afrodita! Aunque en tu caso —siguió dirigiéndose al tan aguerrido como consentido capitán— mejor debería decir un Aquiles.

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