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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (46 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—He de ir a prepararme para vos, sire —se excusó Virginie, acaparando un último atisbo de protagonismo.

—Y yo también —repuso el soberano—. Necesito por lo menos cuatro criados para enfundarme el traje de… Prefiero no desvelaros ahora los detalles de mi disfraz. ¡Ya lo descubriréis esta noche! —exclamó antes de dirigirse hacia su cámara.

En las catacumbas de palacio todo seguía su curso según lo previsto. Newton no había apartado los ojos del fuego desde que, el día anterior, comenzó la cocción del mercurio filosófico y el oro en el momento exacto que determinaba el epigrama. Sujetaba el reloj con una mano y
con
la otra controlaba la temperatura del horno para seguir con absoluta fidelidad cada uno de los tiempos que marcaba la partitura. Nada podía fallar. Matthieu comprobaba callado cómo el preparado iba adoptando poco a poco el aspecto que indicaban los apuntes que Newton había garabateado en un libro que mantenía abierto sobre la mesa.

Charpentier, que era el único que podía salir del sótano sin llamar en exceso la atención de cualquiera que pudiera cruzarse con él por las estancias de palacio, regresó tras haber dado una breve vuelta de reconocimiento.

—Los salones se están poblando de nobles emperifollados para la fiesta. Imaginaos: todos van vestidos con… —Se detuvo—. ¡Qué más da! Nuestro soberano es un demente.

—¿Cómo van vestidos? —le preguntó Matthieu.

—Con túnicas y adornos alegóricos de la primavera —explicó con resignación—. Se han maquillado como si fueran faunos.

Matthieu permaneció unos instantes pensativo.

—Así será todo mucho más fácil —dijo.

—¿Qué será más fácil?

—Conseguid una túnica para mí.

—¿Para qué quieres…?

—Será el mejor modo de pasar inadvertido.

—¿Vas a subir a la fiesta?

—Tengo que terminar lo que empezamos.

Se miraron a los ojos.

—Ahora vuelvo con unas telas —concluyó el compositor.

—Bajad también maquillaje —le pidió Matthieu.

Charpentier regresó al poco con todo lo que le había pedido su sobrino.

Luna se encargó de maquillarle. Lo hizo a su modo: la mitad del rostro con el azul del agua de Madagascar y la otra mitad con el dorado de las playas del reino anosy. Matthieu se quitó la camisa, se enfundó la túnica pasando uno de los pliegues sobre la cabeza y abrazó a su tío.

—Ten mucho cuidado —le suplicó el compositor mientras el joven músico se perdía en la oscuridad del pasadizo.

7

N
inguno de los gentilhombres había osado fallar al soberano. A la hora prevista, una riada de túnicas, collares de hiedra y diademas de flores se abrió paso en la galería siguiendo el estricto protocolo versallesco: primero los de menos alcurnia y sucesivamente los más encumbrados en el escalafón de nobleza, todos vestidos con una túnica de seda y adornos con elementos naturales. La mayoría, hombres y mujeres, iban maquillados en tonos verdes, y algunos incluso se habían dibujado en la cara soles y frutos que ocultaban con aires de misterio detrás de grandes ramos.

Matthieu llegó a la galería cuando estaba entrando el último grupo. A quien primero reconoció fue al maestro Lully. Seguía igual que siempre, con su vara dispuesta a marcar el ritmo con golpes en la tarima. Al contemplarlo se dio cuenta de cuánto habían cambiado las cosas en un año. Después de lo que ocurrió en la Orangerie y de todo lo vivido desde entonces ya no sentía ningún respeto por él. Tampoco lo odiaba. Simplemente no quería formar parte de su mundo.

A una señal del maestro, los violinistas ligaron los primeros acordes de un baile campesino. La coreografía estaba a cargo del ballet real, cuyos bailarines fueron saliendo en hilera de una antecámara contigua, danzando al son de la música mientras cuarenta pajes y damas arrojaban pétalos sobre los invitados. Llevaban consigo elementos alegóricos de cada estación: hoces y guadañas de segador y fardos de trigo seco para ilustrar el verano, canastos de uva y hojas de parra de la vendimia otoñal y, para evocar el invierno, una gran maqueta de la nueva Galería de los Espejos esculpida en hielo.

—¡Ha llegado el momento de recibir a la primavera! —exclamó un actor siguiendo un guión milimetrado, mientras las otras tres estaciones se perdían tras el telón que colgaba al fondo de la galería, tapando la puerta que conectaba con el salón de la Paz.

Sin perder un instante hizo su aparición el anunciado séquito primaveral. Se trataba de un selecto grupo de danza cuyos brazos dibujaban en el aire el acto del nacimiento recogiéndose en el pecho para luego desplegarse trazando la forma de un corazón. Iban cubiertos de flores y recortables de pájaros, animales apareándose y corrientes de agua. Al frente de todos ellos, marcando los pasos de la coreografía, el propio rey encarnaba al Sol: la cara pintada de purpurina y un traje completamente dorado, con armadura en el pecho, mallas de ballet y abigarrados adornos entre los que se incluía una diadema de doce rayos de oro puro. Los invitados se fundieron en una exclamación de asombro y aplaudieron mientras se encaramaba al estrado sobre el que se erguía el trono.

—¡Que dé comienzo la cena! —exclamó para abrir oficialmente la ceremonia.

Los encargados de la cocina sacaron las primeras bandejas. Estaban repletas de delicias decoradas con capullos de flores que venían a sumarse a otras excentricidades gastronómicas que se repartían por la galería, como reproducciones de la Venus de Botticelli confeccionadas por entero con mazapán o unos arbolillos naturales, plantados en grandes tiestos, de los que colgaban frutas caramelizadas. El cocinero no había dudado en arriesgarse con sabores extremos a sabiendas de que sería examinado por una pléyade de gourmets tan necios como exigentes. Un rato después, cuando los gentilhombres hubieron saciado su ansia inicial, el maestro Lully mandó callar a sus músicos y se dirigió a los presentes elevando el tono.

—¡Os ruego un instante de atención!

—¿Qué nos tienes preparado? —preguntó el rey para generar expectación, aun cuando sabía mejor que nadie cuál era el número previsto para aquel momento.

—¡Escuchemos la voz de Francia!

Virginie du Rouge, tal y como habían acordado por la mañana, hizo su aparición por la puerta del fondo y caminó hasta el centro de la galería con pasos mesurados que obligaban a los presentes a retener la respiración. Matthieu la encontró radiante, con su pecho henchido y ojos penetrantes, envuelta en un renovado hálito de esplendor.

—Majestad —apuntó Lully—, preparaos para disfrutar de un aria que la propia madame du Rouge, según me ha confesado hace un rato, ha compuesto para vuestros selectos oídos.

Cuando los murmullos se disiparon, Virginie aún se tomó unos segundos antes de empezar. Los nobles la contemplaban embelesados, la mayoría con lujuria desde detrás de sus máscaras de hoja de parra.

Matthieu se acercó cubierto por la túnica, media cara azul, media dorada.

La soprano no le reconoció.

Cerró los ojos y comenzó a cantar.

Él también los cerró.

Las primeras notas… un silencio… dos compases de corcheas, ejecutadas con un
legato
impecable, como la corriente de un arroyo… otra nota cortada, suspendida para al instante elevarse como un halcón que se separa de una rama y goza el viento…

La melodía…

La melodía original…

La melodía del alma…

Deslizándose sus primeras notas por aquella boca de sensualidad y muerte.

Los nobles sucumbieron al hechizo desde el primer fraseo. ¿Qué era aquella música? Ni siquiera parecía la voz de madame du Rouge…

Matthieu respiró hondo. ¿Qué debía sentir en aquel momento? ¿Alivio, lástima, ira? ¿Acaso debía alegrarse de que se confirmasen sus sospechas? Retiró el pliegue de la túnica que le cubría la cabeza. Sus ojos se posaron en los de ella, hasta entonces de embeleso, de repente horrorizados al reconocerle. Virginie pensó que tenía delante a un fantasma. Intentó seguir cantando, pero las notas se trababan en su garganta. Terminó enmudeciendo.

Los gentilhombres se miraron unos a otros sin decir nada. Acababan de paladear aquella melodía embriagadora y sólo ansiaban que la soprano reanudase su canto. Matthieu seguía observándola, descubriendo bajo su ficticia aureola de artista el salvajismo más depravado del usurpador Ambovombe, o más bien los reflejos decadentes de un La Bouche acabado, vencido su espíritu otrora fulgurante por las servidumbres más vanas.

—¿Tan poderosa es tu ambición? —le preguntó por fin.

—¿Acaso no te considerabas ya en el Olimpo de la música?

Virginie no contestaba.

—¿Qué ocurre aquí? —reaccionó el rey.

Matthieu se giró y le habló con calma.

—Es ella, sire. Estaba cantando la partitura.

—¿Qué quieres decir?

—Es la asesina de mi hermano.

Una ola de estupor anegó la galería.

—¿Virginie du Rouge, una asesina?

Gilbert el Loco, su esposo, se abrió paso violentamente entre los invitados para plantarse frente al músico.

—¿Cómo osáis decir eso?

—Tranquilo, Gilbert —le pidió el rey desde el trono, levantando la mano con autoridad—. Yo me ocupo de esto.

—Supongo que también yacías con Jean-Claude —siguió, inalterable, Matthieu—. Fue así como te enteraste de que estaba copiando la melodía…

—¡Infamia!

El esposo echó mano a la daga que ocultaba bajo la túnica.

—¡Ya está bien! —se enfureció el rey.

—Si te lo contó fue porque creyó que te quería —terminó Matthieu—. Y tú le correspondiste con la muerte.

Gilbert el Loco trazó una curva mortal con la daga. Matthieu se apartó lo justo para evitar que le rebanase el cuello. Los guardias suizos intervinieron con rapidez. Dos de ellos se ocuparon de apartarle de la soprano mientras otros dos le quitaban el arma al oficial, el cual no opuso resistencia. Prefería que todo quedase en una anécdota antes de salpicar de sangre los nuevos espejos del rey y que, aun cuando terminase siendo absuelto por haber obrado bajo provocación, la noticia corriese por toda Europa.

—¡Basta! —ordenó el ministro Louvois. Tomó aire y se dirigió a la soprano con la maestría con la que los grandes estrategas manejan las distancias cortas—. Madame du Rouge, disculpad a este admirador enloquecido. Consideradlo el tributo que habéis de pagar por vuestra belleza. —Los nobles rompieron a reír—. ¡Que siga la música! —jaleó, aprovechando su propio acierto.

Los otros responsables de la fiesta también actuaron con extrema eficacia: Lully levantó oportunamente su vara y los acordes de su marcha turca se apoderaron de la galería, mientras el cocinero se apresuraba a presentar un surtido de pasteles y bombones que atrajeron de inmediato la atención de los invitados.

Louvois arrastró a Matthieu hasta la antecámara contigua de la que ordenó salir a unos bailarines que se estaban cambiando de vestuario. El rey se levantó del trono con parsimonia y, aparentando normalidad, bajó del estrado para seguirlos. Caminó entre los invitados que masticaban los chocolates a dos carrillos y, antes de introducirse en la antecámara, se acercó al rincón en el cual Virginie du Rouge, completamente abrumada, estaba siendo consolada por su esposo. Les dedicó unas palabras y Gilbert el Loco le correspondió con una reverencia, deseoso de dar el asunto por zanjado.

Entonces sí, se perdió tras la puerta de la antecámara, la cual se aseguró de cerrar para que nadie curiosease.

—¡Estoy harto de tus arrebatos de amante herido! —le estaba gritando el ministro en plena cara a Matthieu sin que éste se amilanase.

—Si dejarais que os lo explicase…

—¿Cómo has sido capaz de hacerme una escena semejante? —intervino el soberano, escondiendo su ira tras un fingido aire paternalista.

—Virginie estaba cantando la melodía.

—Algo parecido dijiste la noche de la Orangerie —replicó Louvois—, cuando acusaste al maestro Lully de haberte robado el dueto de su ópera.

—¿De qué me serviría mentiros? Eso supondría dejar libres a los verdaderos asesinos de mi hermano.

—¿Y de qué me serviría creerte? ¿Quién puede probar lo que dices? ¿Acaso madame du Rouge lleva encima la maldita partitura?

—Dedicaos a buscarla en vez de cuestionarme.

—¿Cómo te atreves?

—Callad —ordenó, escueto, el rey. Se dirigió a Matthieu—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—No tengo la menor duda.

—Louvois tiene razón en una cosa: si de verdad Virginie robó la partitura la habrá escondido de modo que no podamos encontrarla. ¿Dispones de algo más para incriminarla? ¿Qué te hizo pensar, antes de escucharla cantar, que ella podía formar parte de la trama?

—No había caído en la cuenta hasta que el sicario reveló que la persona que les encargó el trabajo era una mujer. Fue entonces cuando comencé a relacionarla con La Bouche.

—¿Qué tiene que ver La Bouche en esto?

—Era su secuaz.

—¿Su secuaz? —prorrumpió Louvois—. ¿El capitán?

—No sé cómo no me di cuenta desde el principio —siguió Matthieu—. Tras el percance que sufrí en la isla de Gorée ya me preguntó qué tenía de especial la melodía para ser tan valiosa.

—¡La Bouche no pudo preguntarte eso! —se defendió Louvois, sintiéndose responsable por ser quien había introducido al marino en aquella empresa—. ¡Él creía que tu única misión en Madagascar era embelesar al usurpador para favorecer la firma del tratado!

—Yo también tenía esa idea, pero tampoco me pareció descabellado pensar que al final le habíais puesto al tanto de todo. Lo que ni siquiera podía imaginar era que los asesinos lo habían comprado.

—Has de estar equivocado —reconsideró el rey, negando repetidamente con la cabeza—. El capitán ha servido a Francia durante décadas con absoluta fidelidad. Por eso aceptó abanderar esta expedición.

—Permita vuestra majestad que le corrija, pero La Bouche se sentía fracasado. Si aceptó capitanear esta expedición fue porque durante diez años no había querido otra cosa que volver allí para vengarse de los anosy que le expulsaron de Fort Dauphin. Ni él mismo se consideraba ya un capitán. Se veía como lo que era: un traficante de esclavos resentido, con sed de sangre y poder, a quien vuestro gobierno le consentía llevar sin intromisiones su deleznable negocio en compensación por haberle despreciado tras su última derrota. Por eso Virginie, o más bien su esposo, sabían que sería un peón fácil de manejar. Sólo era cuestión de ofrecerle la cantidad necesaria.

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