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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (35 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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Caraccioli se excusó y se introdujo en una casa alargada a cuya ventana estaba asomado un sudanés de piel tan negra que parecía azul.

—El
griot
se queda aquí —dispuso al salir.

—¿No puede venir con nosotros? —preguntó Matthieu.

—Necesitamos hombres negros como él, con cultura y buen francés, para enseñar a los esclavos que liberamos tras los abordajes a fin de que puedan valerse por sí solos cuanto antes —explicó Caraccioli—. Se sienten más confiados si quien los alecciona es uno de los suyos. Aquí le iniciarán en esa tarea.

—No te preocupes —repuso el
griot.

—Vendré para que me cuentes qué tal va todo —se despidió de él no obstante el músico.

Abandonaron las calles circundantes al puerto en dirección a la casa que ocupaba Misson. Al igual que todas en Libertalia, había sido construida siguiendo los usos de los nativos: de rafia, sobre pilotes que los elevaban un par de palmos del suelo, dejando que las puntas afiladas de los pilares sobresaliesen por el techo y decorando sus fachadas con máscaras rituales. A la entrada se erguía un tótem tallado con formas geométricas. No parecía haber nadie. Mientras Caraccioli entraba a buscar al capitán, Matthieu aprovechó para echar un vistazo alrededor. Apenas hubo girado hacia una explanada que se abría detrás de la casa se dio de bruces con un árbol inundado de flores rojas de cuyas ramas pendían dos hombres ahorcados.

La visión de los cuerpos movidos por el viento le propinó un impacto breve y rotundo, como si hubiera recibido un balazo en la frente. Escuchó el tétrico sonido que producían las cuerdas al tensarse por el balanceo y, durante un instante, vivió una escalofriante vuelta al momento en que descubrió a las Matronas de la Voz empaladas en el poblado de Ambovombe.

—¿Qué ha pasado aquí? —se sorprendió Caraccioli, llegando al poco con los demás.

Un hombre que permanecía sentado en el suelo junto a un corral de ganado se incorporó a toda prisa y fue hacia ellos.

—¡Signore! ¡Ya estáis de vuelta!

—¿Qué es esto?

—Son los dos portugueses que…

—¡Ya sé quienes son! —le cortó, reconociendo a dos oficiales lusos que habían sobrevivido a uno de los abordajes más comentados de los últimos meses, tanto por el valor de la carga que transportaba la presa como por la cantidad de bajas que sufrió la tripulación de Misson hasta que logró hacerse con ella—. Creía que el consejo había decidido dejarlos marchar para premiarlos por su valor.

—Y así se hizo, signore, en el mismo momento en que juraron que jamás volverían a surcar este mar. Pero en cuanto pusieron un pie en el continente reunieron cinco barcos de alto bordo y consiguieron conducirlos hasta aquí. Quisieron aprovechar que casi toda nuestra flota estaba fuera para destruir Libertalia.

—Malditos dementes…

—Las baterías del puerto repelieron el ataque sin dificultad.

—¿Ordenó esto el capitán? —Caraccioli no ocultaba su sorpresa—. ¿Estás seguro de que ordenó su ahorcamiento?

El marinero asintió con rotundidad.

—Recalcó que no los bajásemos hasta que el olor fuese insoportable.

Un semblante de profunda decepción se apoderó del rostro rollizo del sacerdote pirata.

—¿Dónde está Misson?

—En el cementerio.

—Lo que faltaba… ¿De quién se trata?

—El oficial que dirigió la defensa contra las naves portuguesas. Resultó herido grave y finalmente no…

—¡Su nombre, su nombre!

—Timothy, el inglés.

—Demonios, Timothy… ¿Y su esposa?

—Ya conocéis su destino, signore. Es una nativa de linaje…

—Maldita sea… ¿Han terminado el ritual?

El marinero se encogió de hombros. Caraccioli dedicó una mirada rápida a Matthieu y a los otros, pero no les explicó nada. Anduvieron un cuarto de milla hasta el cementerio, que estaba ubicado junto a un campo de cultivo de plátanos anegado. Las losas más dispares —algunas horizontales, lisas o grabadas con inscripciones y emblemas, otras verticales con cruces y estatuas talladas en piedra— cubrían las tumbas que se desperdigaban entre las plantas como si fueran un elemento más del paisaje. Matthieu escuchó un murmullo. Se aproximaron apartando las hojas y encontraron un grupo de personas congregadas alrededor de una fosa abierta. La habían rellenado de flores que casi tapaban el cuerpo del difunto. La comitiva, compuesta por piratas blancos, negros, orientales y un nutrido grupo de hombres y mujeres nativos, escuchaba con atención el discurso —más parecido a las palabras de despedida que brotarían de un hermano de sangre que a un oficio religioso— que el capitán Misson estaba pronunciando.

Ahí está, pensó Matthieu, el mismo pirata esbelto que conoció en el mar, con su tatuaje de lágrimas de sangre derramándose por la cara y el cuello, entonces gallardo como un héroe antiguo, desafiando al océano desde la proa del
Victoire,
y ahora compungido y mortal como ninguno, con un puñado de semillas en la mano.

—Ya sabéis lo que nos ha enseñado esta tierra —consolaba al resto, terminando su sermón con un proverbio indígena—: En el bosque, cuando las ramas se pelean, las raíces se abrazan.

Arrojó las semillas a la fosa.

Cuando las ramas se pelean, las raíces se abrazan… Matthieu también quería creer que el sufrimiento que les había tocado padecer a los suyos redundaría en algo bueno. Misson se fijó en él e hizo un gesto de extrañeza. Después vio al resto. Caraccioli le saludó con un movimiento escueto de cabeza.

En ese momento, una de las mujeres nativas lanzó al cielo un lamento desconsolado. Era la esposa del oficial caído.

—¡He de volver a casarme! —gritaba entre lágrimas, y todos asentían.

La nativa los besó uno a uno, también a los recién llegados.

Caraccioli se dirigió a uno de los marineros en voz baja.

—¿Habéis seguido las normas? ¿Le ofrecisteis su parte del botín de Timothy?

—Arrojó un puñado de monedas al suelo y le preguntó a Misson si acaso aquella basura reluciente podría devolverle la vida de su hombre.

—Lo imaginaba…

—¿Por qué dice entonces que ha de volver a casarse? —intervino Matthieu.

—Ha de volver a hacerlo con su esposo —le aclaró Caraccioli—. Los nativos ven el matrimonio como la alianza de dos almas que una vez unidas ya sólo pueden seguir un único camino.

Matthieu pensó en Luna. Él también se sentía incompleto desde que la vio. En ese momento la nativa agarró con las dos manos la bayoneta que había pertenecido al oficial y la introdujo lentamente en su pecho. Cayó de rodillas. La sangre fluyó y se extendió por los brazos oscuros. Pierre y La Bouche parecían no sorprenderse. Matthieu no daba crédito a lo que estaba viendo. Caraccioli le sujetó desde atrás para impedir que se lanzase a arrancarle la bayoneta del pecho.

—Mira su rostro —le habló al oído. Una expresión serena de felicidad se abría paso entre los rasgos malgaches de la nativa—. Ha de unirse con él en la muerte. Cree que si no lo hace vivirá en desgracia para siempre.

A Matthieu le aturdía el silencio sepulcral que se había apoderado del campo de plátanos.

—A nadie puede infligirse una condena así…

—Para ella es un privilegio. Sólo aquellas nativas de noble linaje están destinadas a acompañar a sus esposos más allá de la muerte. Si le hubiera faltado el valor de hacerlo, las de su mismo clan la habrían arrojado al mar cumpliendo con la tradición. Aunque en ese caso su alma no habría descansado mientras siguiera con vida el último pez que se hubiera alimentado con su cuerpo.

El músico cerró los ojos. Por momentos se le antojaba más increíble que aquella amalgama de gentes y culturas se hubiese mantenido en pie durante veinticinco años. Cuando volvió a abrirlos atravesó a Caraccioli inquisitivamente.

—¿Cómo lo permitís?

El italiano contestó con otra pregunta:

—¿Me pides que medie entre Dios y una de sus criaturas? ¡Nadie está legitimado! ¿Por qué crees que abandoné mis hábitos de mascarada?

Los nativos limpiaron el cadáver de la mujer y lo depositaron con delicadeza en el interior de la fosa, sobre el colchón de flores. Cuando todo terminó, Misson, que había mantenido una pose erguida y fría durante toda la ceremonia, se acercó a los recién llegados.

—Mi querido compañero Caraccioli…

—Timothy era un buen hombre.

Se abrazaron. Después saludó a La Bouche.

—Confiaba en que te decidieras a venir, aunque está claro que no has llegado en el mejor momento… —Dedicó una última y fugaz mirada al cuerpo de la nativa, que había pasado a convertirse en un pequeño ovillo acurrucado en el regazo de Timothy—. O quizá sí, depende de quién lo mire. ¿Y vosotros dos? —preguntó dirigiéndose a Matthieu y a Pierre.

—No hablemos aquí —intervino Caraccioli—. Vayamos a casa.

—Sí —contestó el capitán liberando un gesto de fatiga—. Mejor vayamos a casa.

17

E
n el camino de vuelta, La Bouche narró la historia que había construido. Misson escuchó cada palabra sin dar muestras de que dudase de su veracidad. Después fue Pierre quien resumió los años pasados con los anosy y sus viajes por el interior de Madagascar, saltándose lo ocurrido desde que el usurpador Ambovombe devastó la aldea del antiguo rey. A Misson le encantaba la idea de tener en la colonia a un médico con su experiencia.

—¿Y tú? —preguntó a Matthieu.

Lo había reservado para el final. Sin duda sabía, por la expresión de Caraccioli, que los penetrantes ojos de aquel joven escondían alguna sorpresa.

—Soy músico —contestó, jugando con la concreción de la frase para que ésta causase aún más efecto.

Misson se detuvo.

—¿Qué clase de músico?

—Es sobrino de Marc-Antoine Charpentier, uno de los compositores más apreciados de Francia —intervino La Bouche, como si fuese suyo el mérito de que Matthieu estuviera allí.

—También compone —informó Caraccioli.

Algo cambió en la expresión del capitán.

—¿Es eso cierto?

—Ponedme a prueba —respondió Matthieu.

—Os ruego que nos dejéis a solas —dijo Misson—. ¿Te importaría acompañar a estos dos hombres a una de las casas libres? —le pidió a su compañero italiano—. Quizá podrían ocupar la que hay junto a los almacenes y mudarse mañana a la de Timothy, cuando la familia de su esposa haya recogido sus cosas.

La Bouche tuvo que reprimir las ganas de gritar de pura rabia. Veía cómo el joven músico le robaba el protagonismo con el capitán Misson, pero no le convenía ponerse en evidencia a la primera de cambio.

Matthieu siguió al pirata. Cuando entraron en su casa repasó discretamente cada rincón esperando ver aparecer a la sacerdotisa.

—Te sacaré algo de beber —dijo Misson actuando con la sencillez de un buen anfitrión—. Puedes sentarte si quieres.

Se introdujo en un cuarto pequeño en el que había un hogar y varios cuencos para cocinar.

Matthieu echó una ojeada por la sala. Había numerosos estantes cubiertos de los más diversos objetos, algunos traídos de sus viajes y otros que provenían de los saqueos a las naves más ricas de Abisinia, Arabia, Siam… No se trataba de piezas suntuosas —Misson premiaba con las de más valor a los marineros que habían demostrado una entrega especial en cada abordaje—, más bien eran fetiches únicos, nacidos de la imaginación de todas aquellas culturas apenas conocidas. Fue hacia la ventana. Contempló pensativo los cuerpos de los ahorcados.

Misson se acercó.

—Jamás pensé que llegaría a ordenar algo así —se lamentó.

—Según dijo el guardia con el que hablamos se trataba de dos perjuros. Además…

Se detuvo.

—Sé lo que piensas. Te sorprende que me arrepienta después de haber inundado de sangre la cubierta de cientos de barcos.

—En realidad sí.

—Todos los demás cayeron mientras presentaban batalla. Pero estos dos… Si fuese humano me habría apiadado de ellos.

—¿Acaso no lo sois?

—Sueño con no serlo, para no errar. Libertalia nació de mí y sólo en mí se sustenta. Hay mañanas en las que no soporto la responsabilidad y lo único que deseo es que llegue la noche, que todo se apague durante unas horas, o unos minutos… Me conformaría con que se apagase durante un abrir y cerrar de ojos. ¿Tú con qué sueñas?

—Desde que llegué a Madagascar nunca sé con seguridad si estoy despierto o dormido —contestó el músico sin dejar de mirar por la ventana.

—¿Qué importa eso, en realidad? —saltó el capitán—. ¡Como dijo el dramaturgo, estamos tejidos de la misma tela que los sueños!

A Matthieu le parecía increíble estar manteniendo aquella conversación con el pirata. La Bouche no había exagerado cuando le advirtió que su voz lo arrastraba a uno de forma inapelable. Pero ¿por qué exhibía aquel semblante? La fragilidad y la pesadumbre no se correspondían con la fortaleza titánica y el endiosamiento que se le atribuía. Misson había sido capaz de mantener a raya durante veinticinco años a cientos de piratas y esclavos liberados en una república cuya vida, más allá de su apariencia idílica, se caracterizaba por la dureza de los barcos en los que los hombres pasaban la mayor parte del tiempo, la falta de escrúpulos de los marineros, que se emparejaban con las mismas mujeres a las que habían violado tras los abordajes, las mutilaciones en las batallas, las fiebres latentes en el barro en época de lluvias y el odio apagado pero nunca extinguido de algunos miembros de la colonia contra aquellos que provenían de otras naciones enfrentadas en conflictos bélicos. Estaba claro que, como había insinuado, un lugar así sólo había podido sostenerse sobre los hombros de un verdadero jefe, inconmovible y firme en sus convicciones. ¿Por qué dudáis ahora?, se preguntaba Matthieu.

Se sentaron en dos sillas de madera junto a la mesa en la que humeaban dos cuencos de cacao.

Misson pensó durante unos segundos lo que iba a decir a continuación. Matthieu ansiaba saber para qué le necesitaba, pero no quería sacar el tema directamente. Se fijó de nuevo en el tatuaje que lucía en el lado derecho de la cara. ¿Por qué lloraría sangre? El pirata había recorrido medio mundo a bordo del
Victoire,
por lo que podría habérselo grabado en mil lugares distintos. En algunas regiones de Asia utilizaban dibujos corporales para amedrentar a sus enemigos, los nubios lo hacían como talismán para prevenir enfermedades, en América Central para conmemorar victorias y en el norte de África para proteger el alma. Sin duda provenía de allí…

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