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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (34 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—Eso sin duda facilita las cosas.

—Además —siguió, como queriendo reivindicar su estatus—, yo también había oído historias sobre vos en el pasado. He estado al lado de Misson desde que enrolló su primer cabo.

Se volvió hacia el músico.

—¿Y tú quién eres?

—Matthieu Gilbert, soy un…

—¡Pero miraos, por Dios! —le interrumpió—. ¡Parecéis mendigos! ¿Dónde está vuestro barco?

—No hay barco, signore —intervino el cabo de brigadas.

—¿No hay barco?

—El resto de mis hombres —le explicó La Bouche —siguieron su ruta hacia Bengala con la nave que me trajo de La Rochelle.

—¿Y qué me ofreces entonces? ¡Vaya botín! ¡Un capitán sin barco y una pareja de desarrapados!

Matthieu dudó si Caraccioli no estaría actuando llevado por un brote de celos y buscando cualquier motivo que justificase no tener que conducirlos a Libertalia. Ya no era el joven sacerdote rebelde de hacía tres décadas, y quizá pensaba que si La Bouche pasaba a engrosar el consejo de capitanes se vería reducida aún más la influencia que él siempre había ejercido sobre Misson. El italiano se volvió hacia el candil y les habló dándoles la espalda y arrastrando las palabras.

—Volved por donde habéis venido.

—No hace falta que nos acompañéis hasta vuestra república, signore —concedió La Bouche de forma contenida—. Decidnos las coordenadas y trataremos de llegar con nuestro velero…

—¿Las coordenadas? —gritó—. ¿Os habéis vuelto loco? ¡Dad gracias de que os deje marchar con vida!

—¡No podéis desobedecer al capitán! —estalló.

—El ca… pi… tán —le contestó, remarcando cada sílaba con ironía— jamás me ha dado una orden. Juntos fundamos Libertalia, juntos constituimos el consejo de capitanes y juntos decidimos las nuevas incorporaciones. —Tosió de forma bronca por el nerviosismo y escupió a un lado—. Me pidió que ponderase la posibilidad de que os unierais a nosotros y, en este instante, decido que parecéis un fugitivo sin barco, sin hombres y sin una maldita moneda de oro encima. O eso supongo, a juzgar por vuestra carencia de bolsillos —culminó volviéndose de nuevo hacia los suyos con una risita.

En ese momento, cuando Matthieu ya lo creía todo perdido, una voz grave que sin duda le resultó conocida surgió desde el fondo de la gruta.

—Signore Caraccioli —le interpeló la voz—, el más joven es músico.

Matthieu entornó los ojos para ver a través de la oscuridad más allá de la zona iluminada por el candil. La persona que había hablado, un negro fornido, se acercaba llevando en la mano un par de aves que acababa de desplumar en un rincón.

—Eres tú…

Detrás del rostro tintado de blanco reconoció sin dudar al
griot,
el esclavo de Gorée, de nuevo surgiendo de la oscuridad para salvarle, como el día que le ayudó a través de los barrotes de la celda de Serekunda, o cuando le sujetó desde la cubierta del barco, la noche de la tormenta, evitando que cayera al agua aturdido por las fiebres.

—El día que nos cruzamos en el mar, Misson me dejó a las órdenes del signore Caraccioli para que rodase un tiempo antes de llegar a Libertalia —le explicó el
griot.

—Cuánto me alegro de verte…

—¿Os conocéis? —se sorprendió el sacerdote pirata.

—Este esclavo… —intervino La Bouche, y se detuvo de inmediato—. El
griot
—corrigió— iba en mi barco cuando el
Victoire
nos atacó.

Caraccioli se volvió hacia Matthieu.

—¿De verdad eres músico?

—Sí.

—¿Tocas música o… creas música?

—Compongo música con el violín, con el órgano, tengo estudios de cámara… Puedo tocar o crear lo que pidáis. Poned me a prueba —le retó, percibiendo en el sacerdote pirata un sincero e inesperado interés.

—¿Y música vocal?

¿Qué ocurría? ¿Por qué de repente le hacía aquellas preguntas?

—Claro que sé dirigir un coro, si es a lo que os referís. Y también puedo componer diferentes líneas melódicas para armonizar las voces. Soy sobrino de Marc-Antoine Charpentier —declaró con más orgullo del que había sentido en toda su vida—. ¿Acaso no habéis oído sus misas?

Caraccioli se quedó pensativo.

—Estoy seguro de que cuando Misson te vio en el mar —murmuró pasados unos segundos— intuyó que había una buena razón para invitar al capitán La Bouche a unirse a nosotros. Esa razón eras tú.

—No comprendo nada —intervino La Bouche.

—Ya os lo explicará con detalle el capitán cuando lleguemos a Libertalia.

—Entonces…

—¡Cabo de brigadas, ordenad al timonel que ponga rumbo a casa!

Rumbo a Libertalia, tras la estela de la sacerdotisa…

El rostro de Caraccioli recuperó la expresión jovial. Se estiró para coger la cuchara con la que el marinero removía la sopa y la olió.

—Vainilla… Es cierto que Madagascar te sorprende con sus sabores y aromas —dijo, retomando su inagotable charla—, pero ¡tres décadas después aún me quedo con la sopa de tortuga del Caribe! Todavía recuerdo cómo remojábamos los filetes de tiburón en jugo de lima para luego sazonarlos con ajo, tomillo, cebollón…

—¡Y ese ron destilado de caña! —gritó un marinero—. ¡En Madagascar no hay ron de caña!

—¡Y el salmagundi! —añadió Caraccioli, refiriéndose a un estofado caribeño aderezado con anchoas en el que, sin aprensión alguna, mezclaban perro, gato y gaviota.

Pierre y La Bouche, todavía desconcertados, se sentaron con el resto. Matthieu subió a cubierta con el
griot
para hablar a solas.

—De nuevo apareces en el momento oportuno.

—Fuiste tú el que nadó hacia los tiburones de Gorée para sacarme del fondo de la bahía —le recordó el
griot
correspondiéndole con el mismo tono de agradecimiento—. Y eres tú, y nadie más, la persona que al parecer estaban buscando. Tuyo es el mérito.

Matthieu se apoyó pensativo en la balaustrada.

—¿Para qué demonios necesita Misson un músico?

—No lo sé. Cuando salté con él a este barco para unirme a la tripulación de Caraccioli vi cómo hablaron durante un rato, pero apenas escuché algunas frases sueltas. Al parecer Libertalia no está atravesando su mejor momento.

—¿Cómo? ¿Qué oíste exactamente?

—Cuando el capitán le dijo a su lugarteniente que yo era un
griot
de los que cantan la historia del pueblo diola, añadió que si hubiera sido un verdadero músico se habrían acabado sus problemas.

«¿Qué problemas?», se dijo Matthieu.

Deseaba con toda su alma preguntarle por Luna, saber si la había visto mientras estuvo en el
Victoire,
pero prefirió actuar con discreción y no mencionarla. Nadie, ni siquiera aquella suerte de ángel de la guarda senegalés, debía saber que la sacerdotisa era el verdadero motivo que los había llevado allí. Tragó saliva y, tratando de controlar sus emociones, perdió la mirada en la oscuridad mientras el viento agitaba los tules blancos del barco de las ánimas.

16

B
ordearon la costa hacia el norte. En su punto más meridional, tres bahías de abrumadora belleza marcaban el momento exacto en el que el timonel debía virar a la derecha para adentrarse en mar abierto hacia la república de Misson. A Matthieu le parecieron los tres movimientos de un
concerto
barroco: la primera un claro allegro, de boca estrecha por la que penetraban las olas para ir a desparramarse sobre las cortinas de algas extendidas a secar en la arena; la segunda un adagio, su playa tan blanca que dañaba a los ojos y el agua un calidoscopio con cien tonos de azul; y la tercera un nuevo allegro de dunas cambiantes sobre las que nacían gigantes baobabs, erguidos en pose desafiante como guardianes de la isla. Lo que no imaginaba era que lo mejor estaba aún por llegar.

Al poco de alejarse de la costa cruzaron entre dos grandes islotes que emergían a modo de puerta hacia algún arcano prohibido y se adentraron en el que Misson había bautizado como el Mar de Esmeralda. ¿Qué otro nombre podía recibir? Como por arte de magia, el agua mudó del insondable azul oscuro al verde esmeralda más pálido y reluciente.

Pierre y La Bouche se acercaron a la balaustrada de estribor para contemplar aquella maravilla. Se apoyaron con movimientos calmos, con los ojos abiertos como platos.

—He cruzado esta zona mil veces… —musitó La Bouche —. ¿Dónde estaba este mar?

—Es como deslizarse por una gema inmensa… —susurró Matthieu.

Quizá debía su color al reflejo del sol en un enorme banco de arena blanca que se extendía a poca profundidad; o quizá, según aseguraba un marinero, a los caprichos de las deidades indígenas; o incluso, como afirmó Caraccioli corrigiendo al resto con su tono de predicador, a que debajo se abría una puerta que llevaba directamente al paraíso. Lo cierto era que ni Matthieu, ni Pierre, ni el propio La Bouche durante sus años de marino habían visto jamás un agua tan cristalina. La transparencia era tal que parecía que el barco avanzase por el aire, escoltado por legiones de peces amarillos que volaban, también ellos, por encima de los corales.

Aquella noche durmieron al arrullo de una brisa que impulsaba al barco con una desacostumbrada tranquilidad. Cuando despertaron se hallaban inmersos en una niebla densa. Matthieu salió a cubierta. Apenas se veía a dos palmos, pero el timonel mantenía el pulso firme sin amedrentarse. Los hombres fueron arremolinándose a proa. Callados, entornaban los ojos para tratar de atisbar algo a través de la bruma que poco a poco iba disipándose. En un momento dado, una única voz se apoderó de la nave.

—¡Viva Libertalia!

Matthieu sintió cómo le abrazaba el soplido amortiguado de un corno al tiempo que un puerto fortificado se abría ante sus ojos.

Fue a buscar a Pierre, que también había salido del camarote atraído por la algarabía. Cada uno lo celebraba a su modo. Detrás del semblante marmóreo de La Bouche hervía satisfacción por encontrarse frente a un legendario tesoro, nostalgia por cumplir su último sueño de juventud y nerviosismo por cruzar la bocana valiéndose de una mentira. El
griot
permanecía aferrado a una escala de cuerda, moviendo tan sólo sus ojos de marfil para contemplar cada detalle de la patria inventada que lo acogía.

A Matthieu le impresionó la nutrida flota que estaba amarrada. Había naves de los más diversos tamaños y formas, de Europa y de Oriente, todas con sus velas enrolladas y una única y repetida enseña blanca. A cada lado del embarcadero se erguía un fuerte octogonal con cuarenta cañones que en su día pertenecieron a una presa portuguesa. Otras tantas baterías protegían los flancos, siempre dispuestas a disparar si algún intruso lograba superar la primera línea de fuego. Y todo ello envuelto en el verde exuberante del agua y de las colinas inundadas de palmeras. Cualquiera hubiera dicho que se trataba del telón de fondo de una representación teatral, tal vez la fortaleza donde la princesa Oriane esperaba cautiva a que Amadís de Gaula llegase a rescatarla.

Los vigías reconocieron el barco de Caraccioli. Sonaron nueve cañonazos de bienvenida. El regresó de un barco a Libertalia siempre merecía una acción de gracias.

—¿Cómo podría no haber sentido Misson que este lugar estaba tocado por Dios? —preguntó Matthieu al aire.

Según les había contado Caraccioli en uno de los ataques de verborrea que le asaltaban a partir del segundo vaso, desde el mismo instante en que el capitán Misson descubrió aquel paraíso oculto, cinco lustros atrás, supo que había llegado al lugar al que estaba predestinado. Pidió a la reina de la cercana isla de Johanna —a quien previamente había apoyado en la guerra que ésta sostuvo contra los salvajes de otra isla vecina llamada Mohilla— que le mandase hombres jóvenes y fuertes para talar árboles y construir un primer asentamiento que no pudiera ser destruido por los nativos. En pocos días levantó un fuerte desde el que repelieron los ataques que, como había previsto, no tardaron en producirse. No duró mucho aquella etapa hostil. Misson cubrió a los jefes indígenas de regalos para su pueblo: ollas, ron, trapos, machetes, y éstos se convencieron de que la convivencia en paz con los recién llegados les habría de resultar beneficiosa. Impuso desde un principio sus creencias políticas y espirituales —perfiladas con la contribución de Caraccioli, como él mismo se encargó de resaltar, y siempre respetando las tradiciones locales— y bautizó la isla con el nombre de Libertalia. Las tripulaciones de los dos únicos barcos que por aquel entonces integraban su flota le apoyaban sin reservas, ya que por primera vez en su vida tenían un sitio propio al que regresar después de cada travesía, un refugio que pronto se convirtió en un verdadero hogar en el que ansiaban envejecer y morir en paz. ¿Qué habría ocurrido para que esa armonía se viese ahora enturbiada?

—Seguidme —les pidió Caraccioli una vez hubieron desembarcado—. Vayamos a buscar al capitán.

Matthieu, La Bouche, Pierre y el
griot
caminaron en hilera tras el sacerdote. El músico había imaginado un asentamiento de piratas con el suelo de barro cubierto de monedas robadas y ron de mala calidad, pero lo que encontró fue algo bien distinto. Detrás del humo de los cañones que habían lanzado las salvas fueron apareciendo una serie de calles limpias por las que circulaban hombres y mujeres —casi todas ellas nativas— ocupados en las tareas más cotidianas. Los había de todas las nacionalidades y razas. Ellas se pintaban la cara con el mismo polvo de árbol mezclado con agua que las anosy, si bien en Libertalia, por herencia de los antiguos navegantes árabes, dibujaban sobre el emplaste motivos en espiral. Misson había logrado en su colonia aquello que los gobiernos europeos no habían conseguido en las suyas: volcar su simiente entre la población local y obtener una raza mixta que aunaba la fiereza de los nativos con el ritmo paradójicamente pausado de los corsarios.

—La mitad de los hombres que ves —le dijo Caraccioli con cierta nostalgia— son antiguos prisioneros que fueron liberados a cambio, tan sólo, de prometer fidelidad eterna al capitán. —Hizo una breve pausa—. Hubo un tiempo en el que todavía creíamos que en este mundo había cosas eternas.

El comentario estaba cargado de intención, pero Matthieu prefirió no decir nada hasta ver cómo evolucionaban las cosas. A cada paso le resultaba más sencillo imaginar aquel lugar como un polvorín. Allí había piratas de toda calaña, cebúes, nativas, mestizos, esclavos liberados de mirada furtiva, acero, olor a pólvora y a pescado podrido y una selva exuberante alrededor, de cuyas entrañas emergían las columnas de humo de los consejos tribales.

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