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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (30 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—¿Por qué nadie nos detiene? —preguntó a La Bouche.

—Porque no nos temen. Parece que tu plan está saliendo bien.

Era como si los hubieran estado esperando desde siempre. No les impedían pasar, ni los hostigaban. Se limitaban a permanecer estáticos y a contemplarlos fijamente, algunos estirando el brazo sin llegar a tocarlos. La Bouche acariciaba el mango de la espada. Sólo se oía el crepitar de las llamas, el ruido de los propios pasos.

Siguieron caminando ladera abajo hasta que se dieron de bruces con los primeros cactus del bosque espinoso. Un grupo de guerreros controlaba quién entraba y salía por el sendero que conducía a la explanada donde estaban las chozas de Ambovombe. Todos los músculos de Matthieu se tensaron, pero de nuevo no ocurrió nada. Otra vez aquella sensación… ¿Sería verdad que los estaban esperando? ¿Por qué no los detenían?

Pierre habló con el que parecía estar al mando. Matthieu y La Bouche no llegaron a saber qué le había dicho. El indígena dio instrucciones a un adolescente que tomó corriendo el sendero, sin duda para advertir a los de dentro. Los demás se abrieron hacia los lados dejándoles hueco para pasar. Les costó un rato llegar al final. Allí los esperaba una docena de guerreros armados. Pierre cambió otras tantas frases con ellos. Discutieron, hubo incluso un enfrentamiento entre los propios indígenas que Pierre manejó con maestría. Finalmente les permitieron adentrarse en el poblado, pegándose a su espalda para vigilar cada uno de sus movimientos.

Al igual que en las laderas de la montaña, también allí había encendidos varios fuegos. No corría ni un soplo de viento. El calor era insoportable. Los indígenas sudaban, la manteca con la que se untaban el pelo les caía a chorros por la cara. Se escuchaban gritos constantes. Aullidos. ¿Qué era ese tumulto? Rodearon las chozas de los esclavos hacia el extremo nordeste del recinto. Fue como sumergirse en una pesadilla de sangre.

—Es una ceremonia de invocación a Zanahary —les informó Pierre mirando al frente.

Apenas se le escuchaba entre el estruendo.

—¿Es uno de sus dioses?

—El dios único de los anosy.

Por todas partes había cuerpos teñidos de rojo, bien por los colorantes que extraían de la tierra como por la propia sangre de los animales que habían sido sacrificados en la ceremonia. Las mujeres desgranaban melodías agudas con expresión enajenada. Los hombres danzaban agachados y abrían los brazos en cruz como si emulasen a un ave. Golpeaban el suelo con suma violencia valiéndose de estacas talladas. El poblado se ahogaba en un desorden opresivo. Parecían no percatarse de su presencia.

—¿Cantará Luna? —preguntó Matthieu.

—No lo creo. Se trata de un sacrificio destinado a los ancestros. Ellos son los intermediarios entre el hombre y el dios. Les están pidiendo que intercedan ante Zanahary para conseguir algo que no acabo de entender…

El chamán, un viejo anosy con una de las cuencas oculares vacía, oficiaba la ceremonia descoyuntándose en movimientos convulsos. Tras unos segundos de sorpresa se acercó despacio hacia ellos. Su único ojo oscilaba trazando pequeños círculos mientras amontonaba una serie de jaculatorias sobre los chillidos de las nativas. Como si hubiera adivinado que Pierre era el único que podía entenderle, le habló a escasos centímetros de su cara, envolviéndole con su aliento ácido mientras le tocaba el pelo.

—No os mováis…

—Traduce lo que dice —le apremió La Bouche.

—No entiendo nada… Está en trance, mezcla palabras con gruñidos…

El chamán se dio la vuelta y, olvidándose por el momento de ellos, fue al encuentro de cuatro guerreros que traían a rastras un cebú enorme. Había llegado el momento cumbre del ritual. Lo inmovilizaron en medio de la explanada con el morro mirando hacia el nordeste, como si los cuernos fuesen las agujas de una brújula celeste. El más robusto alzó un machete que había sido especialmente purificado en el mar y lo mantuvo erguido sobre la joroba mientras esperaba con ansia a que el chamán terminase las invocaciones. Los más viejos se acercaban al animal por detrás, le arrancaban pelos de la cola y los arrojaban a una de las hogueras cuyo humo negro servía de llamada para que los ávidos ancestros supieran de la ofrenda. El chamán lanzó al cielo un aullido hiriente. Fue entonces cuando el anosy del machete se volcó con todas sus fuerzas y partió en dos la joroba con un corte limpio. Las sacudidas agónicas del cebú intentando liberarse salpicaron de sangre a los que se aglomeraban alrededor de él. El anosy dio un paso atrás y le asestó un nuevo machetazo debajo de la papada. El animal dobló las patas y cayó de costado junto a la hoguera. Los indígenas estallaron en un griterío demencial y se lanzaron a despedazarlo. Los viejos se repartieron las vísceras crudas mientras los más jóvenes se disputaban la cornamenta gruesa y afilada.

Matthieu se volvió a ambos lados. Polvo, sol abrasador atravesando el humo, murallas de cactus, gritos, ojos de marfil inyectados, estacas golpeando el suelo. El chamán volvió a prestarles atención con su único ojo. Su expresión… Dijo algo en voz alta, de pie, empapado en sangre, de pronto con demasiada serenidad. Matthieu supo que debía empezar a preocuparse. Todos los anosy del poblado comenzaron a avanzar despacio hacia ellos.

—No puede ser… —murmuró el médico.

—¿Qué ocurre?

—Dice que el dios ha escuchado sus plegarias y les ha enviado a los culpables.

—¿Los culpables? —se alarmó Matthieu.

—¿Se refiere a nosotros? —exclamó La Bouche —. ¿De qué somos culpables? ¡Explícales a qué hemos venido! ¡Diles que somos una embajada del rey de Francia!

Desenvainó la espada, pero de inmediato los guerreros que los escoltaban se la arrancaron de la mano. La marea roja de cuerpos los engulló como un río de lava. Lenta e implacablemente. Matthieu no podía ver, daba vueltas por el suelo entre cientos de pies, la tierra removida se le metía en los ojos y la boca. Escuchaba amortiguados los alaridos del capitán y de Pierre. Lo zarandearon y le ataron los tobillos y las muñecas.

Los llevaron a la choza más grande. Lo único que había en su interior era un tronco de baobab talado a ras de suelo, con unas argollas clavadas a las que los ataron con unas lianas. La Bouche seguía forcejeando. Un guerrero le aplastó la cara contra la tierra e hizo gestos como para advertirle de lo que pasaría si trataba de escapar. Al instante los dejaron solos. Estaba oscuro, salvo por la luz que se filtraba entre las maderas de la pared.

—Dinos qué está ocurriendo, Pierre —le suplicó Matthieu.

—¿Por qué nos han traído aquí? ¿Has llegado a decirles quiénes somos? —preguntó La Bouche.

Pero Pierre permanecía callado, con la mirada anclada en un gran círculo rojo dibujado sobre la tierra en el centro de la choza.

—A esto se dedican tus amigos negros —espetó La Bouche refugiándose tras su peor actitud—. Nos van a arrancar el corazón para echarlo a un caldero.

—Sin duda han aprendido de nosotros —fue lo único que replicó el médico.

Matthieu intentaba escuchar los sonidos que llegaban de fuera pero, cuando se concentraba para diseccionarlos en su cabeza, retornaba el insoportable dolor de oídos que sufrió por primera vez frente al monumento funerario en los aledaños de Fort Dauphin. Ahogado por la ansiedad, no dejaba de articular sus dúctiles manos tratando de liberarse de las ataduras. Al cabo de un rato consiguió sacar la derecha. Permaneció unos segundos observando la muñeca ensangrentada, los dedos morados.

—¡Deprisa, afloja las mías! —le pidió La Bouche al verlo.

—¡Qué demonios hacéis? —se asustó Pierre—. ¡Les vais a dar motivos para que nos partan el cráneo de un machetazo!

—¡Lo van a hacer de cualquier modo!

No tuvieron tiempo de tomar una decisión. La puerta de la choza se abrió de golpe. Era el chamán. Venía acompañado de un puñado de nativos que portaban amuletos y antorchas encendidas. Se acercó a los tres franceses enlazando una serie de frases rápidas. Matthieu ocultó las manos a la espalda.

—¡Pregúntale cuándo va a recibirnos su rey! —volvió a apremiar La Bouche a Pierre.

—¡No puedo entenderle! ¡Calla!

—¡Dile que somos una embajada! ¡Díselo!

Trató de hacerse oír, pero el chamán intensificaba su tono de predicador sin prestarle atención. Tras agitar por toda la choza la cola del cebú sacrificado, siguió invocando hacia el rincón nordeste donde se hallaba el punto de conexión con los ancestros. Los demás repetían sus frases inundando el aire de un ruido gutural que al mezclarse con el humo de las antorchas formaba una masa irrespirable.

—Ambovombe no va a recibirnos —declaró Pierre por fin.

—¿Por qué no?

El capitán forcejeó de nuevo intentando soltarse.

—No hay duda de que es el final… —sentenció el médico con una extraña calma mientras dos guerreros se abalanzaban sobre él.

Soltaron las lianas que lo mantenían atado a la argolla, lo alzaron a horcajadas y lo arrojaron con violencia en el interior del círculo rojo. Pierre no ofrecía ninguna resistencia. Matthieu estaba horrorizado. Ya no importaba que vieran que tenía las manos libres. Se arrastró por el suelo hasta donde le permitían las ataduras de los tobillos, estirándose hacia su nuevo amigo.

—¡Pierre! —sollozó.

—Dice que su rey ha perdido
La Voz
—tradujo aquél con una serenidad pasmosa.

—¿Qué demonios quiere decir eso? —chilló La Bouche.

—No lo sé. Sólo repite una y otra vez que ha de sacrificarnos para que los ancestros propicien su vuelta…

Dos guerreros pegaron al suelo la cabeza del médico. El chamán asió un machete.

—¡Pierre, no te rindas! ¡Explícale que somos unos enviados del rey de Francia! ¡Díselo otra vez, maldita sea!

Pero el médico se limitaba a apretar los ojos esperando el golpe.

El capitán rompió a gritar por encima de las invocaciones del chamán. Éste, siguiendo los pasos de un estricto ritual, se hizo un corte en el hombro y levantó el machete. El filo goteaba su propia sangre. Matthieu se llevó las manos a la cara. ¿Qué podía hacer? Pensó en la experiencia vivida en el campo de baobabs. ¿Por qué se encontraba en aquel escenario demoníaco? ¿Qué se esperaba de él?

La música…

Sacó apresuradamente el violín de la funda que aún llevaba a la espalda. Le temblaban las manos. Fue a dar la vuelta al arco pero por la prisa se le escurrió entre los dedos y rebotó en el suelo, yendo a caer un poco más lejos. El corazón se le salía por la boca. Extendió el brazo tanto como pudo, pero aún le faltaban unos centímetros para alcanzarlo. Los indígenas repetían alienados las palabras del chamán. Mantenía el filo en alto esperando el momento de seccionar el cuello de Pierre como si se tratase de la joroba del cebú. Matthieu se deshizo en un último grito desesperado y estiró todo su cuerpo hacia el arco, desgarrándose la piel de los tobillos con las ataduras. Lo asió al tiempo que uno de los guerreros giraba la cabeza. Sin darle tiempo a que se lo quitara comenzó a tocar, tirado como estaba en el suelo, apenas apoyando la caja del violín en el mentón para mantenerlo derecho.

Una música suave se apoderó de la choza. Comenzó como el quejido de un cachorro acurrucado en un rincón, pero poco a poco fue convirtiéndose en una línea, breve pero definida, que a cada compás adquiría más cuerpo. ¿Por qué tocaba aquellas notas?

Lanzó una mirada rápida a los indígenas. No podía creerlo. Todos se habían quedado sorprendentemente quietos, escuchando hipnotizados la melodía que salía del violín.

—¿Qué extraña fuerza mueve mis manos? —se preguntó sin dejar de tocar.

Recordó la noche que estuvo en Versalles, cuando interpretó el dueto del
Amadís
delante del Rey Sol. En aquella ocasión su hermano le inspiró desde la dimensión paralela donde perviven todos los sonidos. Ahora sabía que no era Jean-Claude quien le ayudaba pero notaba una extraña fuerza que le hacía deslizar sus dedos de forma natural sobre las cuerdas. No estaba tocando una composición propia; tampoco una pieza ajena, ni reciente ni antigua; y —al desestimar esta tercera posibilidad se asustó— no estaba improvisando.

¿Qué tocaba?

Poco a poco, mientras repetía una y otra vez la misma sucesión de notas, fue cayendo en la cuenta. Vinieron a su mente imágenes del barco, recordó los delirios de las fiebres durante la tormenta, la noche que estuvo a punto de arrojarse al mar convencido de que la sacerdotisa cantaba para él por encima del viento y de las olas… ¡No cabía duda! ¡Estaba repitiendo el fraseo que creyó escuchar desde la cubierta! ¿Cómo había podido fijarlo en su memoria, si ni siquiera fue real?

En el filo del machete del chamán destellaban las llamas de la hoguera. Los guerreros seguían paralizados con la mirada fija en el violín. Matthieu no quería pensar en lo que estaba ocurriendo para que no se rompiera la magia. Pierre y La Bouche tampoco se atrevían a mover un músculo, el uno acurrucado sobre el círculo ensangrentado y el otro con la espalda pegada al tronco. Continuó tocando el mismo fraseo, uniendo sin pausa el final con el principio. Ni siquiera se dio cuenta de que el usurpador en persona entraba en la choza y, acercándose al chamán, le quitaba el machete de la mano.

Matthieu seguía tocando con los ojos cerrados, de forma ya casi imperceptible. Ambovombe olía a tierra húmeda. Las gotas de sudor se volvían pastosas al mezclarse con el tinte que le cubría el cuerpo. Como muchos de sus guerreros, tenía el pecho atravesado de escoriaciones. El fuego iluminaba los discos plateados que le colgaban del cinto y tintineaban al golpear unos contra otros. El músico abrió los ojos y se encontró con la mirada venosa del salvaje. El corazón se le aceleró y reavivó su interpretación temiendo que si dejaba de tocar retornaría la pesadilla. Ambovombe escuchó con atención las notas que salían del instrumento hasta que, en un momento dado, se lo arrancó de las manos. Se incorporó y lo examinó con curiosidad. Introdujo el índice por los huecos de la caja, pellizcó las cuerdas, giró las clavijas, lo olisqueó, arañó la madera con la uña produciendo un chirrido desazonante.

—Mi violín… —apenas llegó a pronunciar Matthieu.

Del estómago del usurpador emergió un grito ronco y aparecieron un grupo de mujeres con la cabeza agachada en señal de sumisión. Les dio unas órdenes escuetas y se perdió entre el humo con el instrumento en la mano.

13

L
as mujeres indígenas parecían los tentáculos revoltosos de un cefalópodo. Cortaron las cuerdas que mantenían a los tres franceses atados al tronco de baobab. No dejaban de hablarles, todas al mismo tiempo. Pierre no comprendía una palabra. Cuando los sacaron de allí y los condujeron a la choza de la circuncisión, que era considerado el lugar más noble del poblado, les dijo a sus dos compañeros que no todo estaba perdido.

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