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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (57 page)

BOOK: El complot de la media luna
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El arqueólogo se había levantado apoyándose en las rocas y los miraba con la mirada perdida.

—Iré a ver cómo está —ofreció Giordino—. ¿Por qué no os ocupáis de ver qué hay a bordo?

—¿Has encontrado la carga del Manifiesto? —preguntó Summer, esperanzada.

—Estaba demasiado ocupado para entretenerme —replicó Pitt—. Venga, que alguien ayude a un débil viejo a subir a bordo.

Con la ayuda de Dirk y Summer, Pitt subió a la galera y después bajó por la escalerilla a la oscura cubierta inferior. Fue a la pata coja hasta la pila de cajones que antes había utilizado como defensa.

—Propongo empezar por aquí.

Cogió uno de los cajones más pequeños, le quitó la capa de polvo y lo alumbró con la linterna. Un desvaído símbolo Chi- Rho pintado de rojo apareció en la madera.

—Summer, es tu cruz de Constantino —dijo Dirk.

Summer cogió la linterna de la mano de su padre, observó la imagen y asintió emocionada.

El cajón presentaba algunos desperfectos en un lado donde una ráfaga de la Uzi de Zakkar había destrozado el borde. Pitt utilizó la culata de la 45 para golpear con cuidado el borde roto y abrir el cajón. La angosta tabla se desprendió e hizo que la tapa frontal también saltara. Un par de sandalias de cuero muy gastadas cayeron del cajón abierto a la cubierta. Summer alumbró las sandalias con la linterna y vio un pequeño trozo de pergamino sujeto a una de ellas. Acercó la luz e iluminó unas palabras manuscritas en latín:

Sandalii Christus

Nadie necesitó una traducción. Estaban mirando las sandalias de Jesús.

V.

LOS SALVADORES
.

99

La multitud se había congregado delante de las puertas de Santa Sofía en una cola que se extendía a lo largo de más de seis manzanas. Píos cristianos se mezclaban con devotos musulmanes mientras peregrinos de ambas religiones esperaban anhelantes a que las puertas se abriesen y pudieran entrar en la exposición. El venerado edificio había sido testigo de innumerables hechos históricos en los mil cuatrocientos años que llevaba dominando el perfil de Estambul. No obstante, pocos acontecimientos del pasado habían provocado el tipo de emoción que embargaba a esa muchedumbre que clamaba por tener la oportunidad de entrar.

Muy pocos prestaron atención al viejo Delahaye descapotable verde que estaba aparcado delante de la entrada. De haberse fijado, quizá habrían visto los agujeros de bala en el maletero, que el nuevo propietario del coche todavía no había reparado.

En el interior del edificio, un pequeño grupo de personalidades cruzaba con respeto la plaza de la Coronación mientras admiraban las dos exposiciones dispuestas bajo la imponente cúpula de Santa Sofía, sesenta metros por encima de sus cabezas. A la derecha estaba la muestra dedicada a la vida de Mahoma, donde se exhibía el estandarte de batalla robado, un verso del Corán manuscrito y otros objetos de la colección particular de Ozden Celik. A la izquierda, las reliquias de Jesús encontradas en la galera de Chipre. Docenas de guardias armados comenzaron a formar alrededor de las vitrinas de ambas exposiciones, preparándose para la apertura formal al público.

Giordino y Gunn conversaban con Loren y Pitt cerca de la urna de cristal que contenía el osario cuando el doctor Ruppé se unió a ellos.

—¡Es magnífico! —afirmó Ruppé—. No puedo creer que hayáis conseguido esto. Una exhibición conjunta donde se exponen las reliquias de la vida de Jesús y la de Mahoma. Y en este entorno...

—Santa Sofía, con su legado histórico como iglesia y mezquita, parece el lugar perfecto para exponer estos objetos —señaló Pitt—. Supongo que podría decirse que el alcalde de Estambul me debe una —añadió con una sonrisa.

—Desde luego ayudó que la gente de Chipre aceptase ceder en préstamo los objetos de Jesús mientras construyen un lugar permanente para las reliquias y la galera —dijo Gunn.

—No olvidemos las contribuciones del difunto señor Celik —comentó Giordino.

—Sí, las reliquias de Mahoma ahora pertenecen al pueblo de Turquía —añadió Pitt.

—Otra tarea bien hecha —afirmó Ruppé—. El público estará encantado. En realidad, combinar las historias religiosas es una lección extraordinaria de tolerancia. —Miró a Pitt con una ceja enarcada—. ¿Sabes?, si me gustaran las apuestas, diría que estás intentando mejorar tus posibilidades en la otra vida.

—Nunca está de más contar con un seguro —replicó Pitt con un guiño.

Al otro lado de la plaza, Julie Goodyear estaba delante de una pequeña urna que contenía varias hojas de papiro desteñidas.

—Summer, ¿no es alucinante? —dijo, emocionada—. Es una carta escrita por Jesús a Pedro.

Summer sonrió al ver el entusiasmo que se reflejaba en el rostro de la historiadora.

—Sí, debajo está la traducción. Al parecer le pide a Pedro que se encargue de los preparativos para una gran asamblea. Algunos arqueólogos bíblicos dicen que podría ser una referencia al Sermón de la Montaña.

Después de mirar el documento durante unos instantes, Julie se volvió hacia Summer y sacudió la cabeza.

—Es increíble. El hecho de que estos objetos estuviesen anotados en un documento que ha sobrevivido hasta el presente es como mínimo sorprendente. Pero además haber encontrado todos los objetos en excelentes condiciones es poco menos que un milagro.

—Con un poco de trabajo duro y algo de suerte —dijo Summer con una sonrisa. Al ver a Loren y a Pitt al otro lado, añadió—: Ven, quiero que conozcas a mi padre.

Mientras iban hacia allá, la historiadora se detuvo un momento en el primer objeto de la exposición de Jesús. Dentro de una urna blindada estaba el Manifiesto original. Debajo había una pequeña cartela en la que se leía: «Cedido en préstamo por Ridley Bannister».

—Es bonito ver de nuevo el original, aunque, la verdad, me sorprende que Bannister aceptase prestarlo a la exposición —comentó Julie.

—Estuvo a punto de morir en la cueva de Chipre, y me atrevería a decir que la experiencia le convirtió en otro hombre. Fue él quien propuso incluir el Manifiesto en la exposición, y ha aceptado exhibirlo de forma permanente, junto con las otras reliquias, en Chipre. Por supuesto, se las ha apañado para publicar un libro y realizar un documental sobre el Manifiesto —añadió en tono de guasa.

Se acercaron a Pitt y los demás, y Summer les presentó a su amiga.

—Es un placer conocer a la joven responsable de todo este histórico tesoro —dijo Pitt con amabilidad.

—Por favor, mi participación fue minúscula —afirmó Julie—. Fueron usted y Summer quienes descubrieron las reliquias. En especial el objeto más enigmático. —Julie señaló por encima del hombro de Pitt la lápida de piedra caliza.

—Sí, el osario de J —dijo Pitt—. En un primer momento produjo gran sensación. Pero, después de un cuidadoso análisis, los epigrafistas descifraron la inscripción en arameo y resulta que pone «José», no «Jesús». Varios expertos afirman que se trata de José de Arimatea, pero supongo que nunca lo sabremos a ciencia cierta.

—A mí me parece una hipótesis muy probable. Era lo bastante rico como para tener una tumba y un osario elaborados. ¿Por qué si no Helena lo hubiese incluido en la colección? Es una pena que los huesos se perdieran.

—Ese misterio lo dejo para usted —dijo Pitt— Por cierto, Summer me ha dicho que ha encontrado una nueva pista en cuanto a lord Kitchener y el
Hampshire
.

—Así es. Supongo que Summer le ha explicado que encontramos las cartas de un obispo llamado Lowery que persiguió a Kitchener para que este le entregase el Manifiesto poco antes del hundimiento del
Hampshire
. Lowery quedó minusválido en un accidente de coche poco tiempo después y, en un ataque de depresión, acabó suicidándose. Encontré una nota de suicidio en los documentos de la familia en la que admite su participación en el desastre del
Hampshire
. El barco fue hundido con toda intención porque se sospechaba que Kitchener llevaba el Manifiesto a Rusia para hacerlo público. En un momento en que la Primera Guerra Mundial se hallaba en punto muerto, la Iglesia de Inglaterra estaba aterrorizada por su contenido, en particular respecto al osario de Jesús y la paradoja de la resurrección.

—Supongo que la Iglesia tendrá que dar unas cuantas explicaciones.

Mientras hablaban, Loren se acercó a una pequeña pintura que se exhibía detrás de unos cordones de terciopelo. Sin duda iba a convertirse en el objeto más popular de la exposición: un retrato contemporáneo de Jesús pintado sobre madera por un artista romano. Aunque carecía de la habilidad de un Rembrandt o un Rubens, el artista había conseguido crear un retrato muy realista de un hombre pensativo. De rostro delgado, pelo oscuro y barba, su mirada tenía una fuerza sorprendente. Eran los ojos, decidió Loren. Los ojos de color verde oliva, brillantes con una mezcla de intensidad y compasión, casi saltaban de la madera.

Loren observó la pintura durante varios minutos y luego llamó a Summer.

—La única imagen contemporánea que se conoce de Jesús —dijo Summer con respeto mientras se acercaba—. ¿No es extraordinario?

—Desde luego que sí.

—La mayoría de las pinturas romanas que han sobrevivido de aquella época son frescos; un retrato independiente es bastante raro. Uno de los expertos cree que pudo haberlo pintado el mismo artista que pintó un fresco muy conocido en Palmira, Siria. Es probable que ese artista pintase frescos en las casas de los ricos de Judea y se sacase unos ingresos más pintando retratos. Los historiadores parecen creer que pintó a Jesús en el momento álgido de su ministerio, poco antes de que fuese arrestado y crucificado.

Siguió la mirada de Loren y se fijó en el retrato.

—Es lo que se dice un hombre mediterráneo, ¿verdad? —dijo Summer—. Un hombre del sol y el viento.

—Desde luego no tiene nada que ver con las imágenes de los grandes pintores medievales que representaron a Jesús como si hubiese nacido en Suecia —comentó Loren—. ¿No te recuerda a alguien? —preguntó, hechizada por la imagen.

Summer inclinó la cabeza mientras observaba el cuadro y luego sonrió.

—Ahora que lo mencionas, sí que se parece.

—¿A quién se parece? —preguntó Pitt, que se acercó a ellas.

—Tiene el pelo oscuro y ondulado, el rostro delgado y la tez muy bronceada —contestó Loren—. Las mismas facciones que tú.

Pitt miró la pintura y luego sacudió la cabeza.

—No, sus ojos no son tan verdes. Y, a juzgar por el fondo, seguramente no medía más de un metro sesenta ni pesaba más de cincuenta kilos. Además, hay otra gran diferencia entre nosotros —añadió con una ligera sonrisa.

—¿Cuál? —preguntó Loren.

—El caminaba sobre el agua. Yo nado en ella.

100

El calor de la tarde había pasado su cénit y el sol proyectaba largas sombras en el edificio de los juzgados del distrito de Jerusalén cuando se procedió a la lectura del veredicto final. La televisión y los reporteros de la prensa fueron los primeros en salir, ansiosos por escribir sus relatos sobre el juicio. Los habituales a los juicios que habían llenado la sala salieron después, comentando entre ellos el veredicto. Luego les siguieron los testigos y los abogados, agradecidos de que por fin el largo juicio hubiese acabado. El gran ausente, no obstante, era el acusado. Oscar Gutzman no saldría libre por la puerta principal. Esposado y bajo una fuerte vigilancia, fue escoltado con discreción hasta una puerta trasera y le hicieron subir a un furgón de la policía que le llevó a la prisión de Shikna, donde cumpliría la sentencia.

Dirk hijo y Sam Levine, antes de salir a la luz del sol, se demoraron en el vestíbulo para dar las gracias a los fiscales por su buen trabajo.

En el rostro de ambos se reflejaba la alegría amarga de la justicia, conscientes de que el veredicto nunca podría compensar la muerte de Sophie y su colega.

—Quince años por ayudar e instigar en la muerte del agente Holder en Cesarea —dijo Sam—. No podíamos haber conseguido más.

—Esperemos que muera en prisión —manifestó Dirk, impasible.

—Tiene muy mala salud. Me sorprendería que sobreviviera al primer año.

—Entonces será mejor que te des prisa si quieres que lo juzguen por otros cargos —dijo Dirk.

—En realidad, hemos llegado a un acuerdo con sus abogados. Si bien tenemos un caso bien fundado contra él por traficar con antigüedades robadas, añadir unos pocos años más a su sentencia sería de muy poca utilidad.

—Entonces, ¿qué habéis conseguido?

—Se retirarán todos los cargos a cambio de que colabore en la actual investigación sobre las fuentes de los objetos robados de su colección. Además —dijo Sam con una sonrisa—, Gutzman ha aceptado donar a su muerte toda su colección al Estado de Israel.

—Es un buen golpe.

—Eso creemos —dijo Sam cuando llegaron al pie de la escalinata—. Suavizará un poco nuestra pena por los amigos perdidos.

—Sienta bien saber que algo bueno saldrá de todo esto —afirmó Dirk. Estrechó la mano de Levine—. Mantén la lucha, Sam. Sophie habría querido que siguieras adelante.

—Así lo haré. Cuídate, Dirk.

Mientras Sam iba hacia el aparcamiento, Dirk oyó que alguien le llamaba por su nombre. Al girarse vio que Ridley Bannister bajaba la escalinata con la ayuda de un bastón.

—¿Sí, Bannister?

—Si tiene un momento —dijo el arqueólogo al tiempo que se acercaba cojeando—. Solo quiero decirle que antes del juicio no sabía nada de su relación con la señorita Elkin. Digamos que era una colega profesional, aunque no siempre éramos del mismo parecer. No obstante, quiero que sepa que siempre la consideré una mujer extraordinaria.

—Comparto sus sentimientos —dijo Dirk en voz baja—. Por cierto, gracias por participar en el juicio. Su testimonio fue muy importante para condenar a Gutzman.

—Sabía que compraba objetos robados, pero nunca imaginé que fuera capaz de contratar a terroristas para aumentar su colección. No es difícil verse atrapado por el encanto de los objetos, yo mismo tengo muchos pecados en este punto. Pero al final del día hay que hacer lo correcto. Usted y su familia me mostraron el camino y me salvaron la vida. Por eso, les estaré siempre agradecido.

—¿Durante cuánto tiempo necesitará eso? —Dirk señaló el bastón.

—Solo unas pocas semanas más. Los médicos de Chipre hicieron un trabajo espléndido.

—Fue muy amable por su parte aceptar prestar el Manifiesto para el nuevo museo.

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