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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (45 page)

BOOK: El complot de la media luna
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Las dos neumáticas llegaron a tierra al mismo tiempo, a pocos metros del muelle, y sus ocupantes desembarcaron como fantasmas silenciosos. Pitt siguió al grupo de Lazlo cuando se acercaron al edificio de piedra y a continuación irrumpieron en él. Pitt, que observaba desde el patio delantero, dedujo por los sonidos que el edificio estaba desierto, como el resto de las instalaciones portuarias. Fue hacia el almacén oeste y oyó los pasos ligeros de Lazlo cuando llegó a la puerta.

—Aún no hemos registrado este edificio —le susurró el israelí en un tono duro.

—Está tan vacío como los otros. —Pitt abrió la puerta y entró.

Lazlo vio que Pitt tenía razón en cuanto encendió las luces del interior; en el enorme almacén solo había un gran contenedor metálico junto a la pared del fondo.

—¿Los explosivos? —preguntó.

Pitt asintió.

—Confiemos en que todavía esté lleno.

Cruzaron el almacén hasta el contenedor. Pitt descorrió el cerrojo. Al tirar de la manija, de pronto una figura se le echó encima con un trozo de cajón en la mano. Pitt alcanzó a esquivar el golpe y luego se volvió para descargar un puñetazo. Pero antes de que pudiese golpear, la punta de la bota de Lazlo apareció de la nada y se enterró en el estómago del atacante, que salió volando contra un costado del contenedor. Soltó el arma improvisada al tiempo que el cañón del subfusil de Lazlo se le clavaba en la mejilla.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Me llamo Levi Green. Soy marinero del buque tanque
Dayan
. Por favor, no dispare —suplicó.

—Idiota —murmuró Lazlo, y apartó el fusil—. Estamos aquí para rescatarlos.

—Lo... lo siento —se disculpó el marinero y miró a Pitt—. Creí que era uno de los trabajadores del muelle.

—¿Qué hacía en este contenedor? —preguntó Pitt.

—Nos obligaron a cargar su contenido, cajas de explosivos, en el
Dayan
. Me escondí aquí con la esperanza de escapar, pero cerraron la puerta y me quedé atrapado.

—¿Dónde están los otros tripulantes? —preguntó Lazlo.

—No lo sé. Supongo que en el barco.

—El buque tanque ya no está aquí.

—Modificaron el barco —explicó Green, con los ojos todavía muy abiertos por el miedo—. Abrieron los tanques de proa y los llenaron con sacos de combustible. A continuación, nos obligaron a colocar las cajas de explosivos en el interior.

—¿Qué quiere decir con «sacos de combustible»? —quiso saber Pitt.

—Había cajones y cajones de lo que fuese en sacos de veinte kilos. Llevaban un rótulo de una mezcla de combustible. Amonio o algo así.

—¿Nitrato de amonio? —preguntó Pitt.

—Sí, eso es.

Pitt miró a Lazlo.

—Nitrato de amonio-fuel oíl, más conocido como ANFO. Es un explosivo barato pero muy efectivo. —Pitt recordó los efectos devastadores de un camión cargado con ese material en el atentado contra el edificio federal Murrah, en Oklahoma City, en 1995.

—¿Cuánto tiempo llevaba encerrado en el contenedor? —preguntó Lazlo al marinero.

Green consultó su reloj.

—Poco más de ocho horas.

—Eso significa que nos llevan cien millas de ventaja —calculó Pitt al momento.

Lazlo se agachó para agarrar a Green por el cuello de la camisa y lo levantó.

—Usted se viene con nosotros. Vamos.

Dos millas mar adentro, el capitán del
Tekumah
se tranquilizó al ver que los Murciélagos se acercaban al punto de encuentro menos de una hora después de la partida. Su ánimo cambió cuando Lazlo y Pitt le informaron de que el
Dayan
ya no estaba ahí. Revisaron deprisa los registros del radar del submarino y accedieron a la señal del sistema automático de identificación del
Dayan
, pero ninguna de las dos cosas aportó una indicación del paradero del buque tanque. Los tres hombres se sentaron y observaron un mapa del Mediterráneo oriental.

—Avisaré al comando naval —dijo el capitán—. Podrían hallarse a unas horas de Haifa o Tel-Aviv.

—Opino que esa es una suposición equivocada —señaló Pitt—. Si la historia se repite, lo que pretenden es volar el barco en un sitio musulmán para que parezca un atentado israelí.

—Si su objetivo es una ciudad importante, Atenas parece la más cercana —opinó Lazlo.

—No, Estambul está un poco más cerca —afirmó Pitt, con la mirada puesta en el mapa—. Y es una ciudad musulmana.

—Pero no van a atacar a su propia gente —dijo el capitán, en tono despectivo.

—Hasta el momento, Celik no ha demostrado la menor piedad —replicó Pitt—. Si ya ha volado mezquitas en su país y por toda la región, no hay razón para dudar de que sea capaz de matar a miles de sus compatriotas.

—¿Tan peligroso puede ser el buque tanque? —preguntó el capitán.

—En 1917, un carguero francés que transportaba explosivos sufrió un incendio y estalló en la bahía de Halifax. En la explosión murieron más de dos mil habitantes. El
Dayan
lleva a bordo diez veces la potencia explosiva de aquel carguero francés. Si se dirige a Estambul, entrará en una ciudad de más de doce millones de personas. —Sobre el mapa, Pitt trazó con un dedo la ruta a Estambul—. A una velocidad de doce nudos, en estos momentos se hallará a dos o tres horas de la ciudad.

—Demasiado lejos para nosotros o nuestras embarcaciones para atraparlo —dijo el capitán—; además de que no estoy dispuesto a navegar por los Dardanelos. Me temo que lo mejor que podemos hacer es avisar a las autoridades griegas y turcas mientras salimos de sus aguas territoriales. Los satélites de inteligencia deberían averiguar cuál es su posición exacta.

—¿Qué pasa con los tripulantes del buque tanque? —preguntó Lazlo.

—Teniente, no podemos hacer nada más —afirmó el capitán.

—Tres horas —murmuró Pitt, que seguía observando la ruta a Estambul—. Capitán, si quiero tener una probabilidad de alcanzarlo, necesito regresar a mi barco de inmediato.

—¿Alcanzarlo? —preguntó Lazlo—. ¿Cómo? No vi ningún helicóptero a bordo de su barco.

—No es un helicóptero —contestó Pitt con voz decidida—. Es algo casi tan rápido como una bala.

61

El
Bala
se deslizaba por el agua como un hidroplano de carreras. Pitt, que llevaba el timón con mano firme mientras los motores turbo diésel aullaban a plena potencia detrás de él, dirigió a Giordino una rápida mirada desde el asiento del piloto.

—Te equivocaste sobre la velocidad punta —dijo, casi a voz en cuello para hacerse oír.

Giordino giró la cabeza hacia la pantalla de navegación, donde el velocímetro indicaba que viajaban a cuarenta y tres nudos por hora.

—Siempre es mejor quedarse corto en las promesas y dar más a la hora de la verdad —respondió con una sonrisa.

El teniente Lazlo, sentado detrás de ellos, no parecía muy contento. Mientras el
Bala
saltaba y cabeceaba por encima de las olas, tenía la sensación de estar dentro de una coctelera. Tras muchos esfuerzos por mantenerse quieto en el asiento, por fin encontró el cinturón de seguridad; se lo puso bien apretado e intentó no marearse.

Pitt había tenido suerte cuando el
Tekumah
le llevó
A Aegean Explorer
. El
Bala
ya tenía los depósitos de combustible a tope, preparado para el lanzamiento. Despertó a Giordino y embarcaron sin demora. En cuanto Lazlo comprendió que Pitt tenía una oportunidad real de dar caza al buque tanque, insistió en acompañarlos.

Se encontraron navegando por el estrecho de los Dardanelos en medio de la noche, esquivando los barcos, en una desesperada carrera hacia Estambul. Pitt necesitó de toda su concentración y energía para mantener el
Bala
en el rumbo correcto mientras se movía entre los buques tanques y los cargueros que navegaban en ambas direcciones. Los faros de xenón ayudaban a mejorar la visibilidad, mientras los ojos de Giordino se esforzaban en detectar posibles embarcaciones pequeñas o restos en el agua.

No era así como a Pitt le habría gustado atravesar ese histórico estrecho. Gracias a su pasión por la historia, sabía que tanto Jerjes como Alejandro Magno habían llevado a sus ejércitos en direcciones opuestas a través del estrecho que entonces se conocía como el Helesponto. No muy lejos de Çanakkale, en la costa sudoeste, se alzaba Troya, escenario de la guerra descrita por Homero. Más al norte, en la orilla opuesta, se encontraban las playas de desembarco donde tuvo lugar la fallida campaña aliada de Gallipoli en la Primera Guerra Mundial. Pitt solo vio una imagen borrosa de las playas y las colinas peladas; su mirada se movía constantemente entre la pantalla de navegación y las olas negras que desaparecían bajo la proa.

Muy pronto, el estrecho paso de los Dardanelos desembocó en las aguas abiertas del mar de Mármara. Pitt se relajó un poco, pues tenía más espacio para maniobrar entre los barcos, y dio gracias de que las aguas estuvieran calmas. Pasaron por el extremo norte de la isla de Mármara, y el sonido de la voz tranquila de Rudi Gunn en la radio desvió su atención.


Aegean Explorer
llamando a
Bala
—dijo Gunn.

—Aquí
Bala
. ¿Qué tienes para mí, Rudi? —respondió Pitt por el micrófono.

—Te daré una confirmación provisional. Hiram encontró una fotografía de satélite actualizada donde al parecer se ve el buque en cuestión entrando en los Dardanelos.

—¿Sabes a qué hora fue eso?

—Alrededor de las once de la noche, hora local —dijo Gunn.

—Podrías llamar a Sandecker.

—Ya lo he hecho. Dijo que despertará a unas cuantas personas de por aquí.

—Más le vale. Puede que no quede mucho tiempo. Gracias, Rudi.

—Ten cuidado y mantente a flote.
Explorer
cambio y corto.

—Confiemos en que Celik no tenga también en el bolsillo a la marina turca y la guardia costera —murmuró Giordino.

Pitt se preguntó hasta dónde llegaría el poder de corrupción de Celik, pero en ese momento no podía hacer nada al respecto. Miró la pantalla de navegación y vio que avanzaban a cuarenta y siete nudos; el
Bala
ganaba velocidad a medida que los depósitos de combustible se vaciaban.

—¿Podemos darles alcance? —preguntó Lazlo.

Pitt consultó su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Un rápido cálculo mental le dijo que ambas embarcaciones, a sus máximas velocidades respectivas, llegarían a Estambul al cabo de una hora.

—Sí —respondió.

Pero sabía que sería muy justo. Muy, muy justo.

62

«Esta vez no se repetiría lo de Jerusalén», se dijo Maria. Alumbrada por las luces de cubierta del buque tanque, colocó con mucho cuidado una docena de detonadores en varios bloques del explosivo plástico HMX. Después conectó cada detonador a relojes electrónicos individuales. Consultó la hora, y se levantó para mirar más allá de la proa del barco. En el horizonte había un manto de puntos blancos parpadeantes bajo un brumoso cielo negro. Las luces de Estambul estaban a menos de diez millas. Arrodillada en cubierta, programó cada reloj para al cabo de dos horas, y los puso en marcha.

Colocó las cargas en una caja pequeña y bajó a la sección abierta del tanque de babor. El suelo del tanque estaba cubierto con cajas de ANFO, y tuvo que abrirse paso entre un laberinto de palés para llegar al centro. En un rincón atestado, encontró una pila de cajas de madera que contenían mil quinientos kilos de HMX. Metió uno de los detonadores en la caja del medio, y luego otros cuatro en las cajas más cercanas. A continuación fue al tanque de estribor, repitió el proceso con los restantes detonadores, y se aseguró de que estuviesen bien escondidos.

Subía al puente cuando sonó su móvil. Vio que le llamaba su hermano y no pareció sorprendida.

—Ozden, te has levantado temprano —dijo.

—Voy camino del despacho, quiero ser testigo presencial de la ocasión.

—No te acerques demasiado a la ventana, quién sabe qué potencia tendrá la explosión.

Maria oyó la risa de su hermano.

—Estoy seguro de que esta vez no habrá decepciones. ¿Lo tienes todo a punto?

—Sí, todo va de acuerdo con lo previsto. Ya tenemos a la vista las luces de Estambul. Lo he programado para dentro de dos horas.

—Excelente. El yate va de camino; no tardará en reunirse contigo. ¿Vendrás aquí?

—No —respondió Maria—. Creo que será mejor que la tripulación y yo desaparezcamos con el
Sultana
durante un tiempo. Llevaremos el yate a Grecia, lo dejaremos allí, y yo volveré a tiempo para las elecciones.

—Nuestro destino está cerca, Maria. No tardaremos en saborear los frutos de nuestro esfuerzo. Adiós, hermana.

—Adiós, Ozden.

Maria colgó y pensó por un momento en su extraña relación. Habían crecido juntos en una apartada isla griega y, por naturaleza, habían estado muy unidos, y más todavía cuando su madre murió muy joven. Su exigente padre había tenido grandes expectativas para ambos, pero siempre había tratado a Ozden como si fuese el príncipe heredero. Quizá por eso ella había sido siempre la más dura de los dos, con los puños preparados se había abierto paso a través de la juventud a fuerza de coraje; para su padre había sido, más que una hija, un segundo hijo. Incluso ahora, mientras su hermano iba a sentarse en su lujoso despacho, era ella quien mandaba en el barco y dirigía la misión. Había sido siempre la guerrera en la sombra mientras su hermano ocupaba el escenario. Pero no estaba resentida; sabía que Ozden no era nada sin ella. En el puente, mirando por encima de la ancha proa del buque tanque, sintió que tenía todo el poder en sus manos y que estaba decidida a disfrutarlo a fondo.

Pero su armadura se resquebrajó un poco cuando la radio del barco la sacó de sus ensoñaciones.

—Guardia Costera de Estambul al buque tanque
Dayan
.

Guardia Costera de Estambul al buque tanque
Dayan
. Responda, por favor.

Una mueca de furia cruzó su rostro. Se volvió y ordenó al piloto:

—Reúna a los jenízaros.

Sin hacer caso de la llamada, observó en silencio la pantalla del radar y se preparó mentalmente para la tarea que la esperaba.

Los avisos diplomáticos de emergencia recibidos a medianoche desde Israel y Estados Unidos fueron transmitidos a la Guardia Costera turca, donde el comandante de la base de Estambul garantizó que detendrían a todos los buques tanque y los revisarían a fondo bien lejos de la ciudad. Se envió una patrullera y una lancha de la policía de Estambul para que montasen guardia al sur del
Bósforo
.

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