Ni siquiera me bajé del autobús.
Soy el Sudor Frío de Fulano.
Desde el autobús veo que en el edificio de mi despacho han estallado las ventanas del tercer piso, que llegan desde el suelo hasta el techo, y dentro un bombero con un impermeable amarillo y sucio golpea un panel quemado del falso techo. Una mesa humeante sobresale centímetro a centímetro por la ventana rota empujada por dos bomberos, se inclina, resbala y cae salvando con rapidez los tres pisos hasta la acera, donde aterriza más con un temblor que con ruido.
Se parte y sigue humeando.
Soy la Boca del Estómago de Fulano.
Es mi despacho.
Sé que el jefe ha muerto.
Las tres formas de fabricar napalm. Sabía que Tyler iba a matar a mi jefe. En cuanto olí la gasolina en mis manos; en cuanto dije que quería dejar el trabajo. Le estaba dando permiso. Vía libre.
Mata al jefe.
Oh, Tyler.
Sé que estalló un ordenador.
Lo sé porque Tyler lo sabe.
No quiero saberlo, pero sé que se emplea un berbiquí de joyero para abrir un agujero en la tapa del monitor del ordenador. Todos los monos espaciales lo saben. Yo mecanografié las notas de Tyler. Es una nueva versión de la bombilla-trampa; haces un agujero en una bombilla y la llenas de gasolina. Sellas el agujero con cera o silicona, enroscas de nuevo la bombilla en la lámpara y dejas que alguien entre en la habitación y encienda el interruptor.
El tubo de un ordenador puede contener muchísima más gasolina que una bombilla.
En el caso de un tubo de rayos catódicos, o bien quitas la cubierta de plástico que rodea el tubo, lo cual es bastante fácil, o entras a través de los paneles de ventilación de la parte superior de la cubierta.
Primero hay que desenchufar el monitor de la corriente y del ordenador.
Esto también se puede hacer con un televisor.
Entérate bien: si se produce un chispazo, aunque sólo sea la electricidad estática de la alfombra, habrás muerto; arderás vivo y chillarás hasta morir.
Los tubos de rayos catódicos pueden retener trescientos voltios de electricidad pasiva; por eso, antes que nada, utiliza un destornillador grueso para llegar al condensador del suministro de energía. Si te mueres en este punto, no has utilizado un destornillador aislante.
El interior del tubo de rayos catódicos tiene hecho el vacío, así que en cuanto lo taladras, el tubo succionará aire como si soplaras un silbato.
Escarias el agujero con una broca mayor y luego con otra aún más gruesa, hasta que quepa por el agujero el tubo de un embudo. A continuación, llenas el tubo con el explosivo elegido. Un napalm casero está bien. Gasolina o gasolina mezclada con un concentrado de zumo de naranja congelado o con inmundicias de gato.
Un explosivo interesante es el permanganato potásico mezclado con azúcar en polvo. La idea consiste en mezclar un ingrediente que se queme con rapidez con un segundo ingrediente que aporte oxígeno suficiente para la combustión. Al arder tan rápido se produce la explosión.
Peróxido de bario y polvo de zinc.
Nitrato de amoníaco y aluminio en polvo.
La
nouvelle cuisine
de la anarquía.
Nitrato de bario con salsa de azufre y guarnición de carbón vegetal. Ya tienes un compuesto de pólvora básica.
Bon appétit.
Vuelve a cerrar el monitor con todo esto y, cuando alguien lo encienda, estos dos o tres kilos de pólvora le estallarán en la cara.
El problema es que apreciaba bastante a mi jefe.
Si eres varón, y eres cristiano y vives en Estados Unidos, tu padre es tu modelo de Dios. A veces, encuentras ese padre en el trabajo.
Pero a Tyler no le gustaba mi jefe.
La policía me estará buscando. Fui la última persona en salir del edificio el viernes por la noche. Me desperté en el despacho, con el aliento condensado sobre la mesa y Tyler al teléfono diciéndome:
—Sal de la oficina. Tenemos un coche.
Tenemos un Cadillac.
Aún tenía gasolina en las manos.
El mecánico del club de lucha me preguntó: «¿Qué querría haber hecho antes de morir?».
Quería dejar el trabajo. Le estaba dando permiso a Tyler. Vía libre. Mata a mi jefe.
Desde la oficina siniestrada el autobús me lleva hasta la rotonda de gravilla al final de la línea. Aquí se acaban las parcelas y se convierten en plazas de aparcamiento o en campos de cultivo. El conductor saca una tartera y un termo y me observa por el retrovisor.
Intento pensar dónde ir que no me busque la poli. Desde el fondo del autobús veo a unas veinte personas sentadas entre el conductor y yo. Cuento las espaldas de veinte cabezas.
Veinte cabezas rapadas.
El conductor se da la vuelta en su asiento y me dice en voz alta:
—Señor Durden, señor, de veras admiro lo que hace.
Nunca lo había visto antes.
—Tendrá que perdonarme por esto —dice el conductor—. El comité afirma que la idea es suya, señor.
Las cabezas rapadas se van girando una tras otra. Luego, uno por uno, se levantan. Uno lleva en la mano un trapo que huele a éter. El más cercano tiene un cuchillo de caza. El del cuchillo es el mecánico del club de lucha.
—Es usted un hombre valiente —dice el conductor del autobús— para convertirse en objetivo de una misión.
El mecánico le dice al conductor:
—Cállate. El centinela no dice una mierda.
Sabes que uno de los monos espaciales lleva una tira de goma para retorcerte los cojones. Entre todos ocupan la parte delantera del autobús.
El mecánico dice:
—Usted conoce la misión, señor Durden. Usted mismo lo ordenó. Dijo que si alguien intentaba cerrar el club, aunque fuera usted, tendríamos que cogerlo por los cojones.
Las gónadas.
Las pelotas.
Los
huevos
.
Imagínate la mejor parte de tu anatomía congelada dentro de una bolsa en la Compañía Jabonera de Paper Street.
—Ya sabe que es inútil oponer resistencia —dice el mecánico.
El conductor del autobús masca su sandwich y nos observa por el retrovisor.
Una sirena de policía aulla, se acerca. Un tractor traquetea en un campo, a lo lejos. Pájaros. Una de las ventanillas de la parte trasera del autobús está medio abierta. Nubes. Crece la hierba en las cunetas de la rotonda de gravilla. Abejas o moscas zumbando entre la hierba.
—Queremos una garantía adicional —dice el mecánico del club de lucha—. Esta vez no es una amenaza, señor Durden. Esta vez tenemos que cortárselos.
El conductor del autobús anuncia:
—La pasma.
El ruido de la sirena se detiene en alguna parte delante del autobús.
¿Cómo resistirme?
Un coche de la policía se acerca al autobús; las luces rojas y azules lanzan destellos a través del parabrisas del autobús y alguien grita fuera:
—¡Alto!
Estoy salvado.
Eso creo.
Les hablaré a los polis de Tyler. Les contaré todo sobre el club de lucha y quizá vaya a la cárcel. Y entonces serán ellos quienes tengan que resolver el problema del Proyecto Estragos y no tendré que enfrentarme a un cuchillo.
Los polis suben los escalones del autobús y el primer poli dice:
—¿Aún no se los habéis cortado?
El segundo poli dice:
—Hacedlo rápido; hay una orden de detención contra él.
Entonces se quita la gorra y me dice:
—No es nada personal, señor Durden. Es un placer haberlo conocido al fin.
Les digo, estáis cometiendo una equivocación.
El mecánico dice:
—Usted nos advirtió de que seguramente nos diría eso.
No soy Tyler Durden.
—De eso también nos advirtió.
Voy a cambiar las reglas. Podéis conservar el club de lucha, pero no vamos a castrar a nadie más.
—Sí, sí, sí —dice el mecánico. Está a mitad de camino en el pasillo del autobús esgrimiendo el cuchillo—. Usted nos dijo que con toda seguridad nos diría eso.
Está bien. Soy Tyler Durden. Lo soy. Soy Tyler Durden y yo dicto las reglas; así que digo: «Suelta ese cuchillo».
El mecánico les pregunta a los de atrás:
—Hasta la fecha, ¿cuál ha sido el mejor tiempo de una castración?
Alguien grita:
—Cuatro minutos.
El mecánico grita:
—¿Alguien está cronometrando?
Los dos polis han subido al autobús y uno de ellos mira el reloj y dice:
—Un instante. Esperad a que el segundero llegue a las doce.
El poli cuenta:
—Nueve.
»Ocho.
»Siete.
Me tiro por la ventanilla abierta.
Mi estómago choca contra el antepecho metálico de la ventanilla y detrás de mí grita el mecánico del club de lucha:
—¡Señor Durden! Nos va a joder la marca.
Medio colgando de la ventanilla, me agarro al neumático trasero. Me aferró a la llanta para impulsarme fuera. Alguien me coge por los pies y tira hacia sí. Intento llamar la atención del tractor a gritos: «¡Eh, eh!». La cara hinchada por el calor y llena de sangre la cabeza. Estoy colgando boca abajo. Consigo arrastrarme fuera un poco más. Unas manos me cogen por los tobillos y tiran de mí hacia adentro. La corbata cuelga sobre mi rostro; la hebilla del cinturón se engancha en el antepecho de la ventanilla. Tengo la hierba y las abejas a unos centímetros de la cara, y grito: ¡Eh!
Unas manos me atenazan los pantalones por atrás, tiran y tiran de ellos.
Alguien grita dentro del autobús:
—¡Un minuto!
Se me salen los zapatos de los pies.
La hebilla del cinturón se desengancha del antepecho de la ventanilla.
Las manos me juntan las piernas. El antepecho de la ventanilla, calentado por el sol, me abrasa el estómago. La camisa blanca, hinchada por el viento, me cubre la cabeza y los hombros; mis manos siguen aferradas a la llanta y sigo gritando: ¡Eh, eh!
Me mantienen las piernas rectas y juntas. Los pantalones se deslizan por mis piernas y desaparecen. El sol calienta con fuerza mi trasero.
La sangre late con fuerza en la cabeza; los ojos me molestan por la presión; no veo más que la camisa blanca que me tapa la cara. El tractor traquetea en alguna parte. Las abejas zumban. En alguna parte. Todo está a millones de kilómetros de distancia. En alguna parte a millones de kilómetros detrás de mí alguien grita:
—¡Dos minutos!
Y una mano se desliza entre mis piernas y me manosea.
—No le hagáis daño —dice alguien.
Las manos en los tobillos están a millones de kilómetros de distancia. Imagina que están al final de una carretera larguísima. Meditación guiada.
No te imagines el antepecho de la ventanilla como un cuchillo romo y caliente abriéndote en canal.
No te imagines a una cuadrilla de hombres desmembrándote las piernas.
A un millón de kilómetros de distancia, a tropecientos kilómetros de distancia, una mano áspera y caliente te coge por ahí y tú tiras hacia atrás y algo te aprieta, te aprieta, te aprieta.
Una tira de goma.
Estás en Irlanda.
Estás en el club de lucha.
Estás en la oficina.
Estás en cualquier sitio menos aquí.
—¡Tres minutos!
Alguien muy, muy lejos, grita:
—Ya sabe de qué va el rollo, señor Durden. No ande jodiendo al club de lucha.
La mano caliente te coge por debajo. La punta fría del cuchillo. Un brazo te rodea el pecho.
Contacto físico terapéutico.
La hora de los abrazos.
Y el éter te invade la nariz y la boca, con fuerza.
Y luego, nada, menos que nada. El olvido.
El esqueleto del apartamento reventado y reducido a cenizas es un espacio exterior negro y devastado en la noche por encima de las luces de la ciudad. Desaparecidas las ventanas, la cinta amarilla de la policía para la escena del crimen se retuerce y agita al borde del precipicio de quince pisos.
Me desperté en el suelo de hormigón. Una vez hubo aquí un parqué de madera de arce. Antes de la explosión había otras obras de arte en las paredes. Había muebles suecos. Antes de Tyler.
Estoy vestido. Meto la mano en el bolsillo del pantalón y me palpo.
Estoy entero.
Asustado pero entero.
Acércate al borde del apartamento, quince pisos por encima del pavimento y mira las luces de la ciudad y las estrellas, y habrás desaparecido.
Todo está más allá de nosotros.
Aquí arriba, a kilómetros de oscuridad entre las estrellas y la Tierra, me siento como uno de esos animales espaciales.
Perros.
Monos.
Hombres.
Te limitas a hacer tu pequeño trabajo. Tirar de una palanca. Apretar un botón. En realidad, no entiendes nada.
El mundo se está volviendo loco. Mi jefe ha muerto; mi casa ya no existe. No tengo trabajo y soy el responsable de todo.
No ha quedado nada.
Tengo un saldo negativo en el banco.
Salta.
La cinta de la policía se agita ruidosamente entre el olvido y yo.
Salta.
¿Qué más queda?
Salta.
Está Marla.
Salta.
Está Marla, y está en medio de todo y no lo sabe.
Y te quiere.
Quiere a Tyler.
Desconoce la diferencia.
Alguien tiene que decírselo. Vete. Vete. Vete.
Sálvate.
Bajas en el ascensor hasta el vestíbulo, y el portero, a quien nunca le gustaste, ahora te sonríe, con tres dientes saltados, y te dice:
—Buenas noches, señor Durden. ¿Quiere que llame un taxi? ¿Se encuentra bien? ¿Quiere usar el teléfono?
Llamas a Marla al hotel Regent.
El empleado del Regent te dice:
—Enseguida, señor Durden.
Entonces Marla se pone al teléfono.
El portero escucha la conversación por encima de tu hombro. Es probable que el empleado del hotel Regent también esté escuchando. Le dices: Marla, tenemos que hablar.
—¡Y una mierda! —dice Marla.
Le dices que tal vez esté en peligro. Tiene derecho a saber lo que ocurre. Debe verte. Tenéis que hablar.
—¿Dónde?
Debe ir al sitio donde se conocieron. Recuerda; haz memoria.
La bola blanca de luz curativa. El palacio de las siete puertas.
—Ya sé —me dice—. Estaré allí dentro de veinte minutos.
No faltes.
Cuelgas el teléfono y el portero dice:
—Señor Durden, puedo conseguirle un taxi. Un taxi gratis. Vaya donde vaya.