La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Cuando se inician los combates, me llevo aparte al jefe del club y le pregunto si ha visto a Tyler. Vivo con él —le digo— pero hace tiempo que no va por casa.
El tipo abre los ojos como platos y me pregunta si realmente conozco a Tyler Durden.
Esto me sucede en la mayoría de los clubes nuevos. Sí —le digo—. Tyler es mi colega. Entonces, repentinamente, todos quieren estrecharme la mano.
Esos tipos se quedan mirando el ojal de mi mejilla y la tez amoratada de la cara, amarilla y verdosa en los bordes, y me llaman señor. No, señor. Nunca, señor. No conocen a nadie que haya visto nunca a Tyler Durden. Fueron amigos de amigos quienes conocieron a Tyler Durden, y ellos fundaron este club, señor.
Entonces me guiñan un ojo.
No conocen a nadie que haya visto nunca a Tyler Durden.
Señor.
¿Es verdad? —me preguntaron todos—, ¿está Tyler Durden reuniendo un ejército? Eso se rumorea. ¿Duerme Tyler Durden sólo una hora? Se dice que Tyler se ha puesto en marcha y está fundando clubes de lucha por todo el país. Qué ocurrirá ahora, se preguntan todos.
Las reuniones del Proyecto Estragos se han trasladado a un sótano más grande porque cada comité —Incendios Provocados, Asaltos, Daños y Desinformación— va creciendo conforme más y más miembros se van licenciando en los clubes de lucha. Cada comité tiene un jefe y ni siquiera los jefes conocen el paradero de Tyler. Tyler los llama por teléfono todas las semanas.
Todos los miembros del Proyecto Estragos quieren saber cuál será el siguiente paso.
¿A dónde nos dirigimos?
¿Qué es lo que estamos esperando?
En Paper Street, Marla y yo paseamos descalzos de noche por el jardín, despertando a cada paso el aroma a salvia, a verbena y a geranios. Sombras con camisas y pantalones negros se agachan a nuestro alrededor buscando a la luz de una vela bajo las hojas de las plantas para matar un caracol o una babosa. Marla me pregunta qué es lo que está pasando aquí.
Entre los terrones sobresalen mechones de pelo. Pelo y mierda. Carne y harina de huesos. Las plantas crecen más rápido de lo que tardan los monos espaciales en podarlas.
Marla me pregunta:
—¿Qué vas a hacer?
¿Qué piensas?
Entre la porquería brilla un punto dorado; me arrodillo a mirarlo de cerca. ¿Qué va a pasar ahora? No lo sé, le digo a Marla.
Parece que nos han dejado plantados a los dos.
Por el rabillo del ojo veo a los monos espaciales pululando con sus ropas negras y agachados a la luz de las velas. El punto dorado entre la porquería es una muela con una funda de oro. Sobresalen otras dos muelas con empastes plateados. Es una mandíbula.
—No, no puedo decir lo que ocurrirá —le digo. Y hundo las tres muelas, entre el pelo y la mierda y los huesos y la sangre, para que Marla no pueda verlas.
Este viernes me quedo dormido por la noche sobre el despacho de la oficina.
Cuando me despierto con la cara y los brazos cruzados sobre la mesa, el teléfono está sonando y todos se han ido. En mi sueño sonaba un teléfono, y no tengo claro si la realidad se adentró en el sueño o si el sueño está suplantando a la realidad.
Cojo el teléfono; Convenios y Responsabilidades.
Ese es mi departamento: Convenios y Responsabilidades.
El sol se está poniendo y nubes del tamaño de Wyoming y Japón se amontonan en el horizonte camino de la ciudad. No es que tenga una ventana en la oficina; es que toda la fachada del edificio es de cristal. Todo aquí es de cristal, del techo al suelo. Todo aquí son persianas. Todo aquí son alfombras grises de pelo ralo de las que surgen algunas lápidas diminutas en las que se enchufan los ordenadores a la red. Todo es un laberinto de cubículos cuadriculados con mamparas de madera contrachapada y tapizada.
En alguna parte se oye el zumbido de un aspirador.
El jefe se ha ido de vacaciones. Me envió un mensaje por correo electrónico y desapareció. Me han ordenado que me prepare para una revisión oficial dentro de dos semanas. Que reserve una sala de conferencias. Que ponga todos los patitos en fila. Que actualice mi curriculum y ese tipo de cosas. Han incoado un expediente contra mí.
Soy la Indiferencia Total de Fulano.
Me he estado portando muy mal.
Cojo el teléfono y es Tyler que dice:
—Sal de la oficina, hay unos tíos esperándote en el aparcamiento.
Le pregunto:
—¿Quiénes son?
—Te están esperando —dice Tyler.
Las manos me huelen a gasolina.
—Espabila; tienen un coche fuera, un Cadillac —continúa Tyler.
Estoy todavía dormido.
No sé si Tyler forma parte de mi sueño.
O si soy un sueño de Tyler.
Las manos me huelen a gasolina. No hay nadie más por aquí; me levanto, salgo y voy al aparcamiento.
Un tío del club de lucha trabaja con coches, así que ha aparcado junto al bordillo de la acera el Corniche negro de alguien y me limito a mirarlo, negro y dorado como una pitillera gigante dispuesta a llevarme a alguna parte. Este mecánico sale del coche y me dice que no me preocupe, que cambió la matrícula con la de un coche aparcado en el aeropuerto.
El mecánico del club de lucha afirma que sabe poner en marcha cualquier cosa. Sacas dos cables de la barra de dirección. Pones en contacto los dos cables, completas el circuito con el solenoide del arranque, y ya tienes coche para dar un paseíto.
O bien, puedes piratear el código de la llave a través del concesionario.
Hay tres monos espaciales sentados en los asientos traseros del coche, vestidos con camisas negras y pantalones negros. No veas nada malo. No oigas nada malo. No digas nada malo.
—¿Dónde está Tyler? —pregunto.
El mecánico del club de lucha aguarda como si fuera un chófer, con la puerta del Cadillac abierta. El mecánico es alto, huesudo y con una espalda que recuerda a un gran poste de teléfonos.
—¿Vamos a ver a Tyler? —pregunto.
En el asiento delantero está esperándome un pastel de cumpleaños con las velitas listas para ser encendidas. Me meto dentro y el coche arranca.
Incluso una semana después del club de lucha, no hay ningún problema si vas dentro de los límites de velocidad. Tal vez durante dos días hayas defecado heces negras por culpa de las heridas internas, pero te sientes de puta madre. Hay otros coches circulando y te acercas demasiado a ellos. Los conductores te hacen gestos con el dedo. Los extraños te odian. No es nada personal. Después del club de lucha te sientes tan relajado que no te importa. Ni siquiera enciendes la radio. Tal vez las costillas te den punzadas cada vez que respiras porque tienes alguna fractura en línea. Los coches que van detrás te dan las luces. El sol se está poniendo, naranja y dorado.
El mecánico sigue conduciendo. El pastel de cumpleaños está en el asiento del medio.
Es acojonante ver en el club de lucha a tíos como el mecánico. Tipos fibrosos que nunca se relajan. Luchan hasta hacerse picadillo. Tipos de piel blanca como esqueletos hundidos en cera amarilla, con tatuajes; tipos oscuros como la cecina. Suelen sentirse muy unidos, igual que los miembros de Alcohólicos Anónimos. Nunca dicen basta. Es como si fueran todo energía; se mueven tan rápido que sus siluetas se difuminan; siempre se están recuperando de algo. Como si la única decisión que les quedara por tomar fuera la forma de morir y quisieran morir luchando.
Tipos como éstos sólo pueden luchar entre sí.
Nadie los retará a luchar ni tampoco retarán a nadie excepto a alguien tan fibroso, huesudo e impetuoso como ellos, puesto que nadie más se atreverá a luchar contra ellos.
Los que miran el combate ni siquiera gritan cuando tíos como el mecánico se lanzan uno contra otro.
Tan sólo oyes la respiración entrecortada de los luchadores; las manos intentando aferrar al contrario; el zumbido y el impacto de unos puños que martillean y martillean las costillas hundidas. Ves los tendones, músculos y venas tensarse bajo la piel de estos tíos. La piel brilla sudorosa, nervuda, húmeda bajo la luz solitaria.
Pasan diez, quince minutos. Su olor, estos tíos sudan y huelen; te recuerda al pollo frito.
Transcurren veinte minutos en el club de lucha; finalmente, uno de los tíos cae al suelo.
Después de un combate, los dos tipos, como drogados, irán a todas partes juntos el resto de la noche, derrengados y sonrientes por haber luchado tan duro.
Desde que se unió al club de lucha, el mecánico siempre está por la casa de Paper Street. Quiere que escuche una canción que ha compuesto. Quiere que vea la casa para aves que ha construido. Me mostró la fotografía de una chica y me preguntó si era bastante guapa como para casarse con ella.
Sentado al volante del Corniche, el tío me dice:
—¿Has visto el pastel que te he hecho?
No es mi cumpleaños.
—El coche perdía aceite —dice el mecánico—, pero se lo cambié y el filtro del aire también. Comprobé las válvulas y la regulación. Se supone que va a llover esta noche, así que también cambié las gomas de los limpia-parabrisas.
—¿Qué ha planeado Tyler? —pregunto.
El mecánico abre el cenicero y empuja hacia adentro el encendedor eléctrico. Y me dice:
—¿Es una prueba? ¿Nos estás probando?
¿Dónde está Tyler?
—La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha —dice el mecánico—. Y la última regla del Proyecto Estragos es no hacer preguntas.
Entonces, ¿qué puede contarme este tío?
—Has de entender que tu padre fue tu modelo de Dios —me dice.
Detrás de nosotros, el trabajo y la oficina se van haciendo más y más pequeños, hasta que desaparecen.
Las manos me huelen a gasolina.
El mecánico dice:
—Si eres varón, y eres cristiano y vives en Estados Unidos, tu padre es tu modelo de Dios. Y si nunca conociste a tu padre; o si está en libertad bajo fianza, o se muere o nunca está en casa, ¿qué piensas de Dios?
Es el dogma de Tyler Durden. Garabateado en trozos de papel mientras yo dormía y que me dio para que lo mecanografiara e hiciese fotocopias en la oficina. Lo he leído todo. Incluso es probable que mi jefe lo haya leído.
—Al final, terminas pasándote la vida buscando un padre y un Dios —dice el mecánico.
»Debes tener en cuenta la posibilidad de no caerle bien a Dios. Pudiera ser que Dios nos odiara. No es lo peor que podría ocurrir.
Tyler se dio cuenta de que llamar la atención de Dios por ser malo era mejor que no recibir ninguna atención. Tal vez porque el odio de Dios sea preferible a su indiferencia.
Si pudieras ser el peor enemigo de Dios o nada, ¿qué elegirías?
Según Tyler Durden, somos los niños medianos de Dios, sin un lugar especial en la historia y sin ser merecedores de especial atención.
A menos que llamemos la atención de Dios, no tenemos esperanza de condena ni redención.
¿Qué es peor, el infierno o nada?
Sólo si nos cogen y nos castigan podemos salvarnos.
—Incendia el Louvre —dice el mecánico— y limpíate el culo con la
Mona Lisa
. Al menos de esa forma Dios sabrá nuestros nombres.
Cuanto más bajo caigas, más alto volarás. Cuanto más lejos corras, más querrá Dios que vuelvas.
—Si el hijo pródigo nunca se hubiera ido de casa, el ternero cebado seguiría vivo —dice el mecánico.
No es suficiente con ser uno más de los granos de arena de una playa o una más de las estrellas del cielo.
El mecánico conduce el Corniche negro por la vieja autopista de circunvalación sin carril de adelantamiento y dejamos atrás una caravana de camiones que va al límite de la velocidad permitida. El Corniche se llena con la luz de los faros que nos siguen, y allí estamos, hablando y reflejados en el cristal del parabrisas. Conduciendo dentro del límite de velocidad. Tan rápido como lo permite la ley.
Una ley es una ley, como diría Tyler. Conducir demasiado rápido era igual a provocar un incendio igual a poner una bomba igual a matar a un hombre de un tiro.
Un criminal es un criminal.
—La semana pasada podríamos haber llenado otros cuatro clubes de lucha —dice el mecánico—. Tal vez Bob el grandullón se ponga al frente del próximo si encontramos un bar.
Así que la semana que viene repasará las reglas con Bob el grandullón y le dará su propio club de lucha.
De ahora en adelante, cuando un jefe funde un club, cuando todos formen un círculo en torno a la luz en el centro del sótano, a la espera, el jefe dará vueltas a su alrededor, oculto en la oscuridad.
—¿Quién ha inventado las nuevas reglas? ¿Ha sido Tyler? —le pregunto.
El mecánico sonríe y me dice:
—Ya sabes quién inventa las reglas.
La nueva regla es que nadie sea el centro del club de lucha, me dice. Nadie será el centro del club de lucha a excepción de los dos hombres que estén peleando. El jefe gritará mientras da vueltas lentamente en torno a la multitud, oculto en la oscuridad. Los hombres del círculo se mirarán a través del centro vacío de la habitación.
Así se hará en todos los clubes de lucha.
No es difícil encontrar un bar o un garaje donde fundar un nuevo club de lucha; en el primer bar, el bar donde sigue reuniéndose el primer club de lucha, ganan el equivalente a la renta del mes con un solo sábado por la noche que se reúna el club de lucha.
Según el mecánico, otra nueva regla del club de lucha es que el club siempre será gratuito. Nunca costará dinero entrar en él. El mecánico grita por la ventanilla a los coches que se acercan y el viento nocturno corre en dirección contraria a la del coche:
—Te queremos a ti, no a tu dinero.
El mecánico grita por la ventanilla:
—Mientras estés en el club de lucha, no importa el dinero que tengas en el banco. No eres tu trabajo. No eres tu familia, y no eres quien te dices que eres.
»No eres tu nombre —grita el mecánico contra el viento.
Uno de los monos espaciales del asiento de atrás coge el hilo del discurso:
—No eres tus problemas.
—No eres tus problemas —chilla el mecánico.
—No eres tu edad —grita un mono espacial.
—No eres tu edad —chilla el mecánico.
El mecánico da un volantazo y se mete en el carril contrario —el coche se llena de luces a través del parabrisas—, sereno, como si estuviera esquivando puñetazos. Un coche y luego otro vienen hacia nosotros tocando la bocina y el mecánico gira bruscamente, justo a tiempo de esquivarlos.