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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

El club de la lucha (19 page)

BOOK: El club de la lucha
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—Tenemos el Proyecto Estragos en Los Ángeles y en Detroit; un grupo importante del Proyecto Estragos sigue adelante en Washington D.C., en Nueva York. Tenemos un Proyecto Estragos en Chicago que no te puedes ni imaginar.

»No puedo creer que hayas roto la promesa. La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

Estuvo en Seattle la semana pasada y un camarero con collarín le dijo que la policía planeaba una redada contra el club de lucha. El jefe de policía en persona quería que fuera una redada especial.

—Lo cierto es que tenemos miembros de la policía que acuden al club de lucha y les gusta. Tenemos periodistas, agentes judiciales y abogados, y lo sabemos todo antes de que ocurra.

Nos van a cerrar los clubes.

—Por lo menos en Seattle —dice Tyler.

Pregunto qué hizo Tyler al respecto.

—Qué hicimos nosotros —dice Tyler.

Convocamos una reunión del Comité de Asalto.

—Ya no hay un tú y un yo —dice Tyler pellizcándome la punta de la nariz—. Creo que ya te has dado cuenta.

Utilizamos el mismo cuerpo pero en momentos distintos.

—Organizamos una misión especial —dice Tyler—. Les dijimos: «Traednos los testículos aún calientes del honorable jefe de policía de Seattle».

No estoy soñando.

—Sí —dice Tyler—. Estás soñando.

Esta noche hemos reunido un equipo de catorce monos espaciales, y cinco de estos monos espaciales eran policías, y estábamos solos en el parque donde su señoría saca a pasear el perro.

—No te preocupes —dice Tyler—: el perro está bien.

El ataque se realizó en tres minutos menos que nuestra mejor marca anterior. Habíamos calculado doce minutos. Nuestro mejor tiempo era de nueve minutos.

Cinco monos espaciales lo echaron al suelo y lo sujetaron.

Tyler me cuenta eso, pero, no sé cómo, yo ya lo sé.

Tres monos espaciales montaron guardia.

Uno de los monos espaciales se encargó del éter.

Otro de los monos espaciales le bajó sus queridos pantalones.

Es un perro de aguas y no para de ladrar y ladrar.

Ladrar y ladrar.

Ladrar y ladrar.

Uno de los monos espaciales le dio tres vueltas a la tira de goma hasta que quedó bien tensa en torno a su querido escroto.

—Uno de los monos está entre sus piernas con el cuchillo —musita Tyler con la cara agujereada junto a mi oído— mientras yo le susurro al honorable jefe de policía al oído que será mejor que deje la campaña contra los clubes de lucha o le contaremos al mundo entero que su honorable señoría ya no tiene pelotas.

Tyler susurra:

—¿Adonde cree su señoría que llegará?

La tira de goma le ha anulado la sensibilidad allá abajo.

—¿Adonde cree su señoría que llegará en la política si los votantes saben que ya no tiene cojones?

Su señoría ha perdido toda sensibilidad.

Colega, sus cojones están fríos como el hielo.

Si cierra uno solo de los clubes de lucha, enviaremos sus testículos al este y al oeste. Uno al
New York Times
y el otro a
Los Angeles Times
. Uno para cada uno, al estilo de los comunicados de prensa.

El mono espacial le quitó el paño con éter de la boca y el jefe de policía dijo que no lo hicieran.

Y Tyler dijo:

—No tenemos nada que perder a excepción del club de lucha.

El jefe de policía lo tenía todo.

Todo lo que nos quedaba era la mierda y la basura del mundo.

Tyler asintió con la cabeza al mono espacial con el cuchillo entre las piernas del jefe de policía.

Tyler dijo:

—Imagínese el resto de su vida con el escroto ondeando como una bolsa vacía.

El jefe de policía dijo que no.

Que no.

Basta.

Por favor.

Oh.

Dios.

Ayuda...

... me

Ayuda...

No.

... me.

Dios.

... me.

Deten...

... los.

Y el mono espacial desliza el cuchillo y corta únicamente la tira de goma.

Seis minutos en total y ya acabamos.

—Recuerde esto —dijo Tyler—: la gente a la que intenta pisar son todas personas de las que depende. Somos quienes le lavamos la ropa y le hacemos la comida y le servimos la cena. Le hacemos la cama. Cuidamos de usted mientras duerme. Conducimos ambulancias. Le pasamos las llamadas. Somos cocineros y taxistas, y lo sabemos todo de usted. Gestionamos sus pólizas del seguro y los cargos en su tarjeta de crédito. Controlamos cada momento de su vida.

»Somos los hijos medianos de la historia, educados por la televisión para creer que un día seremos millonarios y estrellas de cine y estrellas de rock, pero no es así. Y acabamos de darnos cuenta —dice Tyler—. Así que no intente jodernos.

El mono espacial comprime el paño de éter sobre el rostro sollozante del jefe de policía y lo manda a dormir un rato.

Otra cuadrilla lo vistió y se lo llevó a casa con el perro. Tras esto, guardar el secreto era elección suya. Y no, no esperábamos más campañas contra el club de lucha.

Su señoría volvió a casa atemorizado pero entero.

—Cada vez que cumplimos estas misiones —dice Tyler— los miembros del club de lucha, que nada tienen que perder, se ven un poco más involucrados en el Proyecto Estragos.

Tyler, arrodillado junto a la cama, me dice:

—Cierra los ojos y dame la mano.

Cierro los ojos y Tyler me coge la mano. Siento los labios de Tyler sobre la cicatriz de su beso.

—Te dije que si hablabas de mí a mis espaldas nunca me volverías a ver —dice Tyler—. No somos dos hombres distintos; cuando estás despierto tienes el control y te puedes llamar como quieras, pero en cuanto te duermes, soy yo quien manda y tú te conviertes en Tyler Durden.

Pero si luchamos, le digo, la noche en que inventamos el club de lucha.

—En realidad, no luchabas contra mí —dice Tyler—. Te lo dijiste a ti mismo. Luchabas contra todas las cosas que odias en la vida.

Pero si te veo.

—Estás dormido.

Pero si has alquilado una casa. Tienes un trabajo. Dos trabajos.

—Pídele al banco tus cheques cancelados —dice Tyler—. Alquilé la casa a tu nombre. Comprobarás que la caligrafía en tus recibos del alquiler coincide con las de las notas que me has mecanografiado.

Tyler ha estado gastando mi dinero. No me extraña que siempre esté en números rojos.

—Y por lo que respecta a los trabajos, bueno, ¿por qué te crees que estás tan cansado? Tío, no es insomnio. En cuanto te duermes, me adueño de ti y me voy a trabajar o al club de lucha o a cualquier sitio. Tienes suerte de que no cogiera un trabajo de encantador de serpientes.

Le pregunto: ¿Qué pasa con Marla?

—Marla te quiere.

Marla te quiere.

—Marla no conoce la diferencia entre tú y yo. Le diste un nombre falso la noche en que os conocisteis. Nunca has dado tu nombre verdadero en los grupos de apoyo, embustero de mierda. Desde que le salvé la vida, Marla cree que te llamas Tyler Durden.

Bueno, ahora que he descubierto a Tyler Durden, ¿desaparecerá?

—No —dice Tyler mientras me coge la mano—. En primer lugar, no estaría aquí si no me quisieras. Seguiré viviendo mi vida mientras duermes, pero si intentas jugármela, si te encadenas a la cama por las noches o tomas dosis masivas de pastillas para dormir, seré tu enemigo. Y me las pagarás.

No son más que chorradas. Estoy soñando. Tyler es una proyección. Es un trastorno disociativo de la personalidad. Un estado de fuga psicogénica. Tyler Durden es una alucinación.

—¡Y una mierda! —dice Tyler—. Tal vez seas tú mi alucinación esquizofrénica.

Yo estaba aquí primero.

—Sí, sí, sí, veremos quién se quedará aquí el último —dice Tyler.

Esto no es real. Es un sueño y me despertaré.

—Pues despiértate.

Y entonces el teléfono suena y Tyler ha desaparecido.

El sol se filtra por las cortinas.

Es el servicio de despertador telefónico que pedí para las siete de la mañana, y cuando levanto el auricular, la línea se ha cortado.

Veintitrés

Cojo apresurado un avión para estar de vuelta en casa con Marla y la Compañía Jabonera de Paper Street.

Todo sigue desmoronándose.

En casa me siento demasiado asustado para abrir la nevera. Imagínate docenas de bolas de plástico etiquetadas con el nombre de ciudades como Las Vegas, Chicago o Milwaukee, en las que Tyler cumplió su amenaza de proteger las juntas del club de lucha. Cada bolsa contiene un par de bocados escogidos, solidificados y congelados.

En una esquina de la cocina, un mono espacial en cuclillas sobre el linóleo agrietado se estudia en un espejito:

—Soy la mierda más grande que jamás haya pisado la Tierra —le dice el mono espacial al espejo—. Soy un desperdicio tóxico, un subproducto de la creación divina.

Otros monos espaciales deambulan por el jardín recogiendo algunas cosas y matando otras.

Con una mano en la puerta del congelador, respiro hondo y trato de equilibrar mi entidad espiritual iluminada:

Gotas de lluvia sobre rosas,

felices animales de Disney;

me duelen las partes.

El congelador está unos centímetros abierto cuando Marla echa un vistazo por encima de mi hombro y pregunta:

—¿Qué hay para cenar?

El mono espacial en cuclillas se mira en el espejito.

—Soy una escoria humana, un desperdicio infeccioso de la creación.

Un círculo completo.

Hace un mes más o menos, tenía miedo de que Marla mirara en la nevera. Ahora soy yo quien tiene miedo a mirar.

¡Oh, dios! Tyler.

Marla me quiere. Marla desconoce la diferencia.

—Me alegro de que hayas vuelto —dice Marla—. Tenemos que hablar.

Oh, sí, le digo. Tenemos que hablar.

No tengo valor para abrir el congelador.

Soy la Entrepierna Encogida de Mengano.

Le digo a Marla:

—No toques nada del congelador. Ni siquiera lo abras. Si encuentras algo dentro, no te lo comas ni se lo des a un gato ni nada parecido.

El mono espacial del espejito nos mira por el rabillo del ojo, así que le digo a Marla que nos vayamos. Esta conversación habrá que mantenerla en otra parte.

Abajo, al final de las escaleras del sótano, uno de los monos espaciales les está leyendo a otros monos espaciales «Las tres formas de fabricar napalm»:

—Primera, mezclas a partes iguales gasolina y concentrado de zumo de naranja congelado. Segunda, mezclas a partes iguales gasolina y Coca-Cola
light
. Tercera, disuelves en gasolina inmundicias de gato desmenuzadas hasta que la mezcla se espese.

—Marla y yo emprendemos el tránsito corporal desde la Compañía Jabonera de Paper Street hasta un reservado en Planet Denny's, el planeta naranja.

Era algo de lo que hablaba Tyler, cómo desde lo de Inglaterra inició sus exploraciones y fundó colonias y trazó mapas, la mayoría de los puntos geográficos tienen esos nombres ingleses de segunda mano. Los ingleses le ponían nombre a todo. O a casi todo.

Como a Irlanda.

New London, Australia.

New London, la India.

New London, Idaho.

New York, New York.

A toda prisa hacia el futuro.

Así, cuando se dé el salto en las exploraciones espaciales, serán con toda probabilidad las compañías mega-tónicas las que descubran todos esos nuevos planetas y tracen sus mapas.

La Esfera Estelar IBM.

La Galaxia Philip Morris.

Planet Denny's.

Todos los planetas tomarán el nombre comercial de la corporación que los haya saqueado primero.

El mundo Budweiser.

El camarero tiene en la frente un enorme huevo de oca y se cuadra entrechocando los tacones:

—¡Señor! —dice el camarero—. ¿Desea pedir ahora, señor? —dice—. Todo lo que pida es gratis, señor.

Puedes imaginarte que las sopas de todos huelen a orina.

Dos cafés, por favor.

Marla me pregunta:

—¿Por qué nos da gratis la comida?

El camarero cree que soy Tyler Durden, le digo.

En ese caso, Marla pide almejas fritas y almejas en salsa, y una cazuelita de pescado y pollo frito, y una patata cocida con todo, y tarta de chocolate.

A través de las puertas transparentes de la cocina, tres cocineros, uno con puntos de sutura en el labio superior, nos observan a Marla y a mí y susurran aproximando sus cabezas magulladas. Le digo al camarero:

—Dadnos la comida bien limpia, por favor. No hagáis porquerías con lo que pidamos.

—En ese caso, señor —dice el camarero— le recomiendo a la señora que no pida las almejas en salsa.

Gracias. Nada de almejas en salsa. Marla me mira y le digo:

—Confía en mí.

El camarero gira sobre sus talones y desfila en dirección a la cocina con nuestro pedido.

A través de la ventana de la cocina los tres cocineros nos saludan levantando el pulgar.

—No están nada mal las ventajas de ser Tyler Durden —dice Marla.

—A partir de ahora —le digo a Marla—, tienes que seguirme dondequiera que vaya por las noches y anotar los sitios adonde voy. A quién veo. Si castro a alguien importante y ese tipo de detalles.

Saco la cartera y le muestro el carné de conducir con mi nombre verdadero.

No el de Tyler Durden.

—Pero si todos saben que eres Tyler Durden —dice Marla.

Todos menos yo.

Nadie me llama Tyler Durden en la oficina. El jefe me llama por mi verdadero nombre.

Mis padres saben quién soy.

—Entonces —pregunta Marla—, ¿por qué eres Tyler Durden para cierta gente y no para todo el mundo?

La primera vez que vi a Tyler, yo estaba dormido.

Estaba cansado, loco y abrumado, y cada vez que cogía un avión quería que se estrellara. Envidiaba a la gente que moría de cáncer. Odiaba mi vida. Estaba cansado y aburrido de mi trabajo y de mis muebles, y no veía la forma de cambiar las cosas.

Sólo de acabar con ellas.

Me sentía atrapado.

Era demasiado completo.

Era demasiado perfecto.

Quería una salida a esa vida minúscula. Ración individual de mantequilla y asientos atestados en las líneas aéreas de todo el mundo.

Muebles suecos.

Arte inteligente.

Me tomé unas vacaciones. Me quedé dormido en la playa y, al despertar, allí estaba Tyler Durden, desnudo y sudoroso, rebozado en arena y con el pelo húmedo y desgreñado cubriéndole la cara.

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