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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (45 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–No he visto ni oído nada.

Louise notó que Lucinda se apartaba un poco de ella.

–Necesito espacio a mi alrededor. La fiebre quema todo el oxígeno.

–¿Qué querías contarme?

–La continuación. El final, si es que lo hay.

Pero Lucinda no alcanzó a decir una palabra más. Un disparo quebró el silencio en mil pedazos. Lucinda se estremeció y cayó a un lado, totalmente inmóvil.

Louise vio, de repente, las mismas imágenes que había visto en los archivadores de Henrik. Lucinda había sido alcanzada en la cabeza, exactamente en el lugar en el que el proyectil había alcanzado el cerebro de Kennedy. Sin embargo, nadie se molestaría en ocultar aquel cerebro.

Louise lanzó un grito. Había alcanzado la meta de su viaje, pero nada había resultado como ella esperaba. Ahora tenía ante sí la verdad. Sabía bien quién había efectuado el disparo. Un hombre que recortaba siluetas, una sombra escurridiza que declaraba ante el mundo que sólo perseguía el bien. Pero ¿quién la creería? La muerte de Lucinda era el implacable final de aquella historia.

Deseaba quedarse junto al cadáver de Lucinda, pero no se atrevía. Presa del miedo y del desconcierto, sólo ansiaba que alguno de los amigos invisibles de la joven se hallase en el corazón de la noche, fuera de la luz del candil, para hacerse cargo de su cuerpo sin vida.

Una noche más se mantuvo despierta, aterrada. No tenía fuerzas para pensar, todo se le antojaba un inmenso vacío helado.

Por la mañana, oyó el camión de Warren acercándose al hotel. Bajó a recepción y pagó su cuenta. Cuando salió, Warren la esperaba fumando. En el lugar en que habían asesinado a Lucinda no había nada, ni personas, ni el cadáver, nada. Warren arrojó el cigarrillo en cuanto la vio y frunció el entrecejo con la preocupación pintada en el rostro.

–Anoche hubo aquí un tiroteo –explicó–. Los africanos tenemos demasiadas armas sin licencia. Y nos matamos unos a otros demasiado a menudo. –Le abrió la puerta del camión–. ¿Adónde vamos hoy? Hace un hermoso día. Puedo enseñarte lagunas en las que el agua discurre entre las manos como perlas. En Sudáfrica estuve cavando para buscar tesoros en hondos pozos de minas. Aquí, en cambio, los diamantes fluyen entre mis dedos en forma de preciosas gotas de agua.

–En otra ocasión. Ahora no. Debo regresar a Maputo.

–¿Tan lejos?

–¿Cómo que tan lejos? Te pagaré lo que me pidas.

Pero Warren no fijó ningún precio. Simplemente, se puso al volante y arrancó. Al alejarse, Louise se dio la vuelta en el asiento y pensó que jamás volvería a ver aquella playa en la que había vivido tanto horror.

Avanzaban con la mañana, entre el rojo polvo arremolinado. El sol no tardaría en brillar muy alto y el calor empezaba a hacerse notar. No pronunció palabra durante el largo viaje hasta Maputo y le pagó en silencio cuando llegaron. Warren no hizo ninguna pregunta, sólo le dijo adiós. Encontró alojamiento en un hotel llamado Terminus, cerró la puerta de su habitación y cayó, impotente, en un abismo infinito. Dos días pasó en el hotel, sin hablar con nadie, salvo con los camareros que, de vez en cuando, le subían una comida que ella apenas tocaba. Ni siquiera llamó a Artur para pedirle ayuda.

El tercer día se obligó a salir de la cama, y dejó el hotel y también Mozambique. Aterrizó en Madrid vía Johannesburgo la tarde del 23 de diciembre. Todos los vuelos a Barcelona estaban llenos en aquellas fechas navideñas. Sopesó la posibilidad de tomar un tren, pero resolvió quedarse cuando le ofrecieron un billete para la mañana siguiente.

Llovía en Madrid. Las calles y los escaparates lucían brillantes adornos navideños, curiosas figuras de Papá Noel se atisbaban por las ventanillas del taxi. Había reservado habitación en el hotel más caro que conocía, el célebre Ritz.

En una ocasión, ella y Aron pasaron por delante del hotel, cuando iban a visitar el Museo del Prado. Aún recordaba cómo habían disfrutado con la idea de malgastar su dinero en pasar una noche en una de sus suites. Ahora, el dinero de Aron pagaba su habitación, mientras él estaba desaparecido. El dolor que le producía su ausencia no remitía. Ahora empezaba a comprender que, cuando lo encontró entre los papagayos rojos, despertó una parte de su antiguo amor por Aron.

Visitó el museo, al otro lado de la calle. Aún recordaba el camino hasta las pinturas y grabados de Goya.

Aron y ella hablan admirado largo rato el cuadro de una anciana; el le tomó la mano y, según comprobaron más tarde, ambos hablan pensado en la inevitable vejez.

Pasó en el museo toda la tarde, intentando olvidar –y sólo a ratos lo conseguía– todo lo sucedido.

También llovía al día siguiente, cuando partió para Barcelona. Al bajar del avión, se sintió mareada y tuvo que apoyarse contra la pared de la rampa que conducía hasta las terminales. Una azafata le preguntó si necesitaba ayuda, pero ella negó con un gesto y continuó su camino. Sentía como si, desde el día en que abandonó la Argólida para subir al avión de Lufthansa que la llevaría hasta Frankfurt y de allí a Estocolmo, no hubiese hecho otra cosa que viajar. Para no pensar en el mareo, enumeró mentalmente la larga lista de salidas y llegadas. Atenas – Frankfurt – Estocolmo – Visby – Estocolmo – Östersund – Estocolmo – Frankfurt – Singapur – Sydney – Melbourne – Bangkok – Frankfurt – Barcelona – Madrid – Johannesburgo – Maputo – Johannesburgo – Frankfurt – Atenas – Copenhague – Estocolmo – Östersund – Estocolmo – Frankfurt – Johannesburgo – Maputo – Johannesburgo – Madrid – Barcelona.

Estaciones de un vía crucis de pesadilla. Y la gente que la había rodeado había desaparecido, cuando no había muerto. Jamás lograría liberarse de las imágenes de Umbi o de Lucinda, aunque fuesen transformándose en fotografías desvaídas en las que, al final, no se distinguiesen los rasgos del rostro. Christian Holloway también perviviría en su memoria. La silueta de un hombre implacable al que no había manera de vencer.

Detrás de esos semblantes se escondían todos aquellos que sólo eran sombras, seres sin rostro.

Se dirigió al apartamento de Henrik. Blanca estaba fregando las escaleras cuando llegó.

Hablaron largamente en el apartamento de Blanca. Después, Louise no conseguiría recordar gran cosa de lo que dijo. Pero le preguntó quién había visitado el apartamento de Henrik poco después de su muerte. Blanca la miró sin comprender.

–Tuve la firme sensación de que no me dijiste la verdad, de que alguien había venido.

–¿Por qué iba a mentirte?

–No lo sé. Por eso te pregunto.

–Te equivocas. No vino nadie. No os oculté nada a Aron y a ti.

–Bien, entonces, me confundí.

–¿Ha vuelto Aron?

–No.

–Pues no lo entiendo.

–Tal vez fuese demasiado para él. Los hombres pueden ser frágiles. Quizá, simplemente, volviese a Apollo Bay.

–¿No has preguntado por él allí?

–Me refiero a otro Apollo Bay, uno cuya localización desconozco. En realidad, he venido sólo para visitar el apartamento de Henrik por última vez. Me gustaría estar allí sola un rato.

Subió al apartamento y pensó que, en aquel preciso momento, la habitación en la que se encontraba constituía el centro de su existencia. Era Nochebuena, caía una lluvia gris y aún ni siquiera intuía por qué derroteros discurriría su vida en el futuro.

Al salir, apareció Blanca con una carta en la mano.

–Se me olvidaba darte esto. Llegó hace unos días.

La carta no tenía remite, pero el matasellos era español. Como destinatario figuraba Louise y la dirección del hotel.

–¿Cómo ha llegado a tus manos?

–La trajo un chico del hotel. Darías allí la dirección de Henrik, supongo.

–Es posible, pero no lo recuerdo.

Louise se guardó la carta en el bolsillo.

–¿Estás segura de que no hay ninguna otra carta por ahí?

–No, no tengo nada más.

–¿Ninguna otra carta que Henrik te pidiese que reenviases? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de diez?

Blanca comprendió a qué se refería, pero negó en silencio. No había más cartas como la que le había enviado a Nazrin.

La lluvia cesó. Louise decidió dar un largo paseo, caminar hasta quedar rendida para después ir a comer al hotel. Más tarde, antes de dormirse, llamaría a Artur para desearle feliz Navidad. Tal vez podría partir hacia Suecia al día siguiente. Por lo menos, le prometería estar allí para fin de año.

No recordó la carta hasta ya entrada la noche. La leyó en su habitación. Cada vez más horrorizada, comprendió que nada había pasado, que su dolor aún no había alcanzado el grado máximo.

Estaba redactada en inglés. Todos los datos –los nombres de personas, países y ciudades– aparecían tachados con rotulador negro.

«Los datos personales coinciden con los de la cinta de identificación que lleva adherida al cuerpo. El color es por lo general marmóreo, las livideces cadavéricas son de un tono amoratado y se localizan en la parte de la espalda. Persiste el
rigor mortis
. Se aprecian sugilaciones en el tejido conjuntivo de los ojos y en el exterior, alrededor de los mismos. En las vías auditivas, las fosas nasales, la cavidad bucal y en el recto no se observa ningún cuerpo extraño. Las mucosas visibles presentan un color blanquecino y sin hemorragias. No se aprecia en el cuerpo ninguna herida visible. Los órganos sexuales externos están intactos y libres de cuerpos extraños.»

Seguía sin comprender de qué trataba todo aquello. Aún no generaba en su interior más que pavor. Pero continuó:

«El examen interno muestra un cuero cabelludo sin hemorragias. El cráneo está intacto, y el interior de los huesos craneales, limpio. No se observan hemorragias ni en la parte inferior ni en la superior de la duramadre, que tampoco presenta solución de continuidad. La superficie del cerebro tiene un aspecto normal. Ni la tienda del cerebelo ni el orificio mayor de la base del cráneo están comprimidos. La línea media no aparece desplazada. Las membranas del cerebro están brillantes y lisas. No se observan, entre éstas, ni hemorragias ni modificaciones mórbidas. Los ventrículos cerebrales presentan un volumen normal. El límite entre la materia gris y la blanca es definido. La materia gris tiene un color normal. La consistencia del tejido cerebral es normal. No se aprecian sedimentaciones internas en las arterias de la base del cerebro».

Y siguió leyendo sobre los órganos circulatorios, el aparato respiratorio, el aparato digestivo, las vías urinarias. La lista era larga y se cerraba con un repaso al esqueleto. Finalmente, las conclusiones.

«El fallecido fue hallado muerto, tendido boca abajo, sobre el asfalto. No se ha detectado ningún elemento anómalo en el examen. La presencia de sugilaciones apunta a que la causa de la muerte fue el estrangulamiento. Del conjunto de los datos se desprende que la muerte probablemente fue provocada por la acción intencionada de otra persona.»

Lo que sostenía en su mano era un informe de autopsia, elaborado en un hospital desconocido por un forense desconocido. Cuando leyó los datos de estatura y peso, comprendió con horror que quien había sido examinado en aquella mesa de necropsias era Aron.

La acción intencionada de otra persona
. Después de que Aron saliera de la iglesia, alguien lo atrapó, lo estranguló y lo dejó tirado en la calle. Pero ¿quién lo había encontrado? ¿Por qué no se había puesto en contacto con ella la policía española? ¿Qué forenses practicaron la autopsia?

Sintió una angustiosa necesidad de llamar a Artur. Y lo hizo, pero no le dijo nada sobre Lucinda ni sobre el informe de autopsia: sólo le contó que Aron estaba muerto y que no podía decir más en aquel momento. Él tuvo el tacto suficiente como para no insistir. Pero sí le preguntó cuándo volvería.

–Pronto –lo tranquilizó ella.

Apuró cuanto había en la licorera de la habitación mientras se preguntaba cómo sobrellevaría todo aquel dolor. Sintió que los últimos arcos que quedaban en pie en su bóveda amenazaban con desplomarse en cualquier instante. Aquella noche, en el hotel de Barcelona, con el informe forense en el suelo, pensó que ya no le quedaban fuerzas con las que seguir oponiendo resistencia.

Al día siguiente volvió al apartamento de Henrik. Su misión sería contar lo que Henrik no había podido contar. Ella excavaría y uniría las piezas que encontrase.

¿Qué le había dicho Lucinda?
No es bueno morir sin haber terminado de contar la propia historia
. Su propia historia, la de Louise. Y la de Henrik. Y la de Aron. Tres historias que habían confluido en una sola.

Ella tomaría el relevo, porque ya no quedaba nadie que pudiese hacerlo.

Tenía la sensación de que era urgente. El tiempo apremiaba. Pero antes debía volver a casa con Artur. Los dos, juntos, irían a visitar la tumba de Henrik y también encenderían una vela por Aron.

El 27 de diciembre, Louise dejó el hotel y se dirigió al aeropuerto. Estaba nublado. Al bajar del taxi, buscó el mostrador de facturación de Iberia. Facturó el equipaje y le dieron la tarjeta de embarque para el avión que la llevaría a Estocolmo.

Por primera vez en mucho tiempo, se sentía fuerte. Las agujas de la brújula habían dejado de dar vueltas.

Sin el equipaje, se detuvo a comprar un periódico antes de pasar el control de pasaportes.

En ningún momento se percató de la presencia del hombre que, a cierta distancia, la seguía con la mirada.

Cuando Louise pasó el control y empezó a alejarse, el hombre se alejó de allí y se perdió camino de la ciudad.

Colofón

Hace veinte años, en la frontera de Zambia con Angola, vi a un joven africano morir de sida.

Fue la primera vez, pero no la última.

El recuerdo de su rostro ha permanecido vivo en mi mente durante todo el proceso de planificación y redacción de este libro. Un libro que es una novela, una ficción. Sin embargo, el límite entre lo que en verdad sucedió y lo que podría haber sucedido es a menudo inexistente. Yo indago, como es natural, de un modo distinto al de un periodista. Pese a todo, ambos arrojamos luz sobre los más oscuros rincones del ser humano, de la sociedad, del entorno. Con no poca frecuencia, los resultados son idénticos.

Me he tomado licencias, tal y como permite la ficción. Por poner un ejemplo, que yo sepa, jamás ha habido ningún empleado de la embajada sueca llamado Lars Håkansson entre el personal diplomático de Maputo (ni de ningún otro lugar u organización). Si, contra todo pronóstico, resultase que es así, declaro aquí abiertamente que no es el aludido en la novela.

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