Authors: Miguel Delibes
Pero todo esto eran gajes del oficio y a Germán, el Tiñoso, jamás se le ocurrió lamentarse de su cojera, de su lóbulo partido, ni de sus calvas que, al decir de su padre, se las había contagiado un pájaro. Si los males provenían de los pájaros, bienvenidos fuesen. Era la suya una especie de resignación estoica cuyos límites no resultaban nunca previsibles.
—¿No te duele nunca eso? —le preguntó un día el Moñigo, refiriéndose a la oreja.
Germán, el Tiñoso, sonrió, con su sonrisa pálida y triste de siempre.
—Alguna vez me duele el pie cuando va a llover. La oreja no me duele nunca —dijo.
Pero para Roque, el Moñigo, el Tiñoso poseía un valor superior al de un simple experto pajarero. Éste era su propia endeblez constitucional. En este aspecto, Germán, el Tiñoso, significaba un cebo insuperable para buscar camorra. Y Roque, el Moñigo, precisaba de camorras como del pan de cada día. En las romerías de los pueblos colindantes, durante el estío, el Moñigo hallaba frecuentes ocasiones de ejercitar sus músculos. Eso sí, nunca sin una causa sobradamente justificada. Hay un afán latente de pujanza y hegemonía en el coloso de un pueblo hacia los colosos de los vecinos pueblos, villorrios y aldeas. Y Germán, el Tiñoso, tan enteco y delicado, constituía un buen punto de contacto entre Roque y sus adversarios; una magnífica piedra de toque para deslindar supremacías.
El proceso hasta la ruptura de hostilidades no variaba nunca. Roque, el Moñigo, estudiaba el terreno desde lejos. Luego, susurraba al oído del Tiñoso:
—Acércate y quédate mirándolos, como si fueras a quitarles las avellanas que comen.
Germán, el Tiñoso, se acercaba atemorizado. De todas formas, la primera bofetada era inevitable. De otro lado, no era cosa de mandar al diablo su buena amistad con el Moñigo por un escozor pasajero. Se detenía a dos metros del grupo y miraba a sus componentes con insistencia. La conminación no se hacía esperar:
—No mires así, pasmado. ¿Es que no te han dado nunca una guarra?
El Tiñoso, impertérrito, sostenía la mirada sin pestañear y sin cambiar de postura, aunque las piernas le temblaban un poco. Sabía que Daniel, el Mochuelo, y Roque, el Moñigo, acechaban tras el estrado de la música. El coloso del grupo enemigo insistía:
—¿Oíste, mierdica? Te largas de ahí o te abro el alma en canal.
Germán, el Tiñoso, hacía como si no oyera, los dos ojos como dos faros, centrados en el paquete de avellanas, inmóvil y sin pronunciar palabra. En el fondo, consideraba ya el lugar del presunto impacto y si la hierba que pisaba estaría lo suficientemente mullida para paliar el golpe. El gallito adversario perdía la paciencia:
—Toma, fisgón, para que aprendas.
Era una cosa inexplicable, pero siempre, en casos semejantes, Germán, el Tiñoso, sentía antes la consoladora presencia del Moñigo a su espalda que el escozor del cachete. Su consoladora presencia y su voz próxima, caliente y protectora:
—Pegaste a mi amigo, ¿verdad? —y añadía mirando compasivamente a Germán—: ¿Le dijiste tú algo, Tiñoso?
—No abrí la boca. Me pegó porque le miraba.
La pelea ya estaba hecha y el Moñigo llevaba, además, la razón en cuanto que el otro había golpeado a su amigo sólo por mirarle, es decir, según las elementales normas del honor de los rapaces, sin motivo suficiente y justificado.
Y como la superioridad de Roque, el Moñigo, en aquel empeño era cosa descontada, siempre concluían sentados en el «campo» del grupo adversario y comiéndose sus avellanas.
Entre ellos tres no cabían disensiones. Cada cual acataba de antemano el lugar que le correspondía en la pandilla. Daniel, el Mochuelo, sabía que no podía imponerse a el Moñigo, aunque tuviera una inteligencia más aguda que la suya, y Germán, el Tiñoso, reconocía que estaba por debajo de los otros dos, a pesar de que su experiencia pajarera era mucho más sutil y vasta que la de ellos. La prepotencia, aquí, la determinaba el bíceps y no la inteligencia, ni las habilidades, ni la voluntad. Después de todo, ello era una cosa razonable, pertinente y lógica.
Ello no quita para que Daniel, el Mochuelo, fuera el único capaz de coger los trenes mercancías en pleno ahogo ascendente y aun los mixtos si no venían sin carga o con máquina nueva. El Moñigo y el Tiñoso corrían menos que él, pero la ligereza de las piernas tampoco justificaba una primacía. Representaba una estimable cualidad, pero sólo eso.
En las tardes dominicales y durante las vacaciones veraniegas los tres amigos frecuentaban los prados y los montes y la bolera y el río. Sus entretenimientos eran variados, cambiantes y un poco salvajes y elementales. Es fácil hallar diversión, a esa edad, en cualquier parte. Con los tirachinas hacían, en ocasiones, terribles carnicerías de tordos, mirlos y malvises. Germán, el Tiñoso, sabía que los tordos, los mirlos y los malvises, al fin y al cabo de la misma familia, aguardaban mejor que en otra parte, en las zarzamoras y los bardales, a las horas de calor. Para matarlos en los árboles o en la vía, cogiéndolos aún adormilados, era preciso madrugar. Por eso preferían buscarlos en plena canícula, cuando los animales sesteaban perezosamente entre la maleza. El tiro era, así, más corto, el blanco más reposado y, consiguientemente, la pieza resultaba más segura.
Para Daniel, el Mochuelo, no existía plato selecto comparable a los tordos con arroz. Si cobraba uno le gustaba, incluso, desplumarle por sí mismo y de esta forma pudo adivinar un día que casi todos los tordos tenían miseria debajo del plumaje. Le decepcionó la respuesta del Tiñoso al comunicarle su maravilloso descubrimiento.
—¿Ahora te enteras? Casi todos los pájaros tienen miseria bajo la pluma. Según mi padre, a mí me pegó las calvas un cuclillo.
Daniel, el Mochuelo, formó el propósito de no intentar nuevos descubrimientos concernientes a los pájaros. Si quería conocer algo de ellos resultaba más cómodo y rápido preguntárselo a el Tiñoso.
Otros días iban al corro de bolos a jugar una partida. Aquí, Roque, el Moñigo, les aventajaba de forma contundente. De nada servía que les concediese una apreciable ventaja inicial; al acabar la partida, ellos apenas si se habían movido de la puntuación obtenida de gracia, mientras el Moñigo rebasaba, sin esfuerzo, el máximo. En este juego, el Moñigo demostraba la fuerza y el pulso y la destreza de un hombre ya desarrollado. En los campeonatos que se celebraban por la Virgen, el Moñigo —que participaba con casi todos los hombres del pueblo—nunca se clasificaba por debajo del cuarto lugar. A su hermana Sara le sulfuraba esta precocidad.
—Bestia, bestia —decía—, que vas a ser más bestia que tu padre.
Paco, el herrero, la miraba con ojos esperanzados.
—Así lo quiera Dios —añadía, como si rezara.
Pero, quizá, donde los tres amigos encontraban un entretenimiento más intenso y completo era en el río, del otro lado de la tasca de Quino, el Manco. Se abría, allí, un prado extenso, con una gran encina en el centro y, al fondo, una escarpada muralla de roca viva que les independizaba del resto del valle. Enfrente de la muralla se hallaba la Poza del Inglés y, unos metros más abajo, el río se deslizaba entre rocas y guijos de poco tamaño, a escasa profundidad. En esta zona pescaban cangrejos a mano, levantando con cuidado las piedras y apresando fuertemente a los animalitos por la parte más ancha del caparazón, mientras éstos retorcían y abrían y cerraban patosamente sus pinzas en un postrer intento de evasión tesonero e inútil.
Otras veces, en la Poza del Inglés, pescaban centenares de pececillos que navegaban en bancos tan numerosos que, frecuentemente, las aguas negreaban por su abundancia. Bastaba arrojar a la poza una remanga con cualquier cebo artificial de tonos chillones para atraparlos por docenas. Lo malo fue que, debido al excesivo número y a la fácil captura, los muchachos empezaron por subestimarlos y acabaron despreciándolos del todo. Y otro tanto les ocurría con los ráspanos, las majuelas, las moras y las avellanas silvestres. Cooperaba no poco a fomentar este desdén el hecho de que don Moisés, el maestro, pusiera sus preferencias en los escolares que consumían bobamente sus horas libres recogiendo moras o majuelas para obsequiar con ellas a sus madres. O bien, pescando jaramugo. Y, por si esto fuera poco, estos mismos rapaces eran los que al final de curso obtenían diplomas, puntuaciones sobresalientes y menciones honoríficas. Roque, el Moñigo, Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sentían hacia ellos un desdén tan hondo por lo menos como el que les inspiraban las moras, las avellanas silvestres y el jaramugo.
En las tardes calurosas de verano, los tres amigos se bañaban en la Poza del Inglés. Constituía un placer inigualable sentir la piel en contacto directo con las aguas, refrescándose. Los tres nadaban a estilo perruno, salpicando y removiendo las aguas de tal manera que, mientras duraba la inmersión, no se barruntaba, en cien metros río abajo y otros tantos río arriba, la más insignificante señal de vida.
Una de estas tardes, mientras secaban sus cuerpecillos, tendidos al sol en el prado de la Encina, Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, se enteraron, al fin, de lo que significaba tener el vientre seco y de lo que era un aborto. Tenían, entonces, siete y ocho años, respectivamente, y Roque, el Moñigo, se cubría con un remendado calzoncillo con lo de atrás delante y el Mochuelo y el Tiñoso se bañaban en cueros vivos porque todavía no les había nacido la vergüenza. Fue Roque, el Moñigo, quien se la despertó y aquella misma tarde.
Sin saber aún por qué, Daniel, el Mochuelo, relacionaba todo esto con una conversación sostenida con su madre, cuatro años atrás, al mostrarle él la estampa de una exuberante vaca holandesa.
—Qué bonita, ¿verdad, Daniel? Es una vaca lechera —dijo su madre.
El niño la miró estupefacto. Él no había visto leche más que en las perolas y los cántaros.
—No, madre, no es una vaca lechera; mira, no tiene cántaras —enmendó.
La madre reía silenciosamente de su ingenuidad. Le tomó en el regazo y aclaró:
—Las vacas lecheras no llevan cántaros, hijo.
Él la miró de frente para adivinar si le engañaba.
Su madre se reía. Intuyó Daniel que algo, muy recóndito, había detrás de todo aquello. Aún no sabía que existiera «eso», porque sólo tenía tres años, pero en aquel instante lo presintió.
—¿Dónde llevan la leche entonces, madre? —indagó, ganado por un súbito afán de aclararlo todo.
Su madre se reía aún. Tartamudeó un poco, sin embargo, al contestarle:
—En... la barriga, claro —dijo.
Como una explosión retumbó la perplejidad del niño:
—¿Quééééé?
—Que las vacas lecheras llevan la leche en la barriga, Daniel —agregó ella, y le apuntaba con la chata uña la ubre prieta de la vaca de la estampa. Dudó un momento Daniel, el Mochuelo, mirando la ubre esponjosa; señaló el pezón.
—¿Y la leche sale por ese grano? —dijo.
—Sí, hijito, por ese grano sale.
Aquella noche, Daniel no pudo hablar ni pensar en otra cosa. Intuía en todo aquello un misterio velado para él, pero no para su madre. Ella se reía como no se reía otras veces, al preguntarle otras cosas. Paulatinamente, el Mochuelo se fue olvidando de aquello. Meses después, su padre compró una vaca. Más tarde conoció las veinte vacas del boticario y las vio ordeñar. Daniel, el Mochuelo, se reía mucho luego al solo pensamiento de que hubiera podido imaginar alguna vez que las vacas sin cántaras no daban leche.
Aquella tarde, en el prado de la Encina, junto al río, mientras el Moñigo hablaba, él se acordó de la estampa de la vaca holandesa. Acababan de chapuzarse y un vientecillo ahilado les secaba el cuerpo a fríos lengüetazos. Con todo, flotaba un calor excesivo y pegajoso en el ambiente. Tumbados boca arriba en la pradera, vieron pasar por encima un enorme pájaro.
—¡Mirad! —chilló el Mochuelo—. Seguramente será la cigüeña que espera la maestra de La Cullera. Va en esa dirección.
Cortó el Tiñoso:
—No es una cigüeña; es una grulla.
El Moñigo se sentó en la hierba frunciendo los labios en un gesto hosco y enfurruñado. Daniel, el Mochuelo, contempló con envidia cómo se inflaba y desinflaba su enorme tórax.
—¿Qué demonio de cigüeña espera la maestra? ¿Así andáis todavía? —dijo el Moñigo.
El Mochuelo y el Tiñoso se incorporaron también, sentándose en la hierba. Ambos miraban anhelantes al Moñigo; intuían que algo iba a decir de «eso». El Tiñoso le dio pie.
—¿Quién trae los niños, entonces? —dijo.
Roque, el Moñigo, se mantenía serio, consciente de su superioridad en aquel instante.
—El parir —dijo, seco, rotundo.
—¿El parir? —inquirieron, a dúo, el Mochuelo y el Tiñoso.
El otro remachó:
—Sí, el parir. ¿Visteis alguna vez parir a una coneja? —dijo.
—Sí.
—Pues es igual.
En la cara del Mochuelo se dibujó un cómico gesto de estupor.
—¿Quieres decir que todos somos conejos? —aventuró.
Al Moñigo le enojaba la torpeza de sus interlocutores.
—No es eso —dijo—. En vez de una coneja es una mujer; la madre de cada uno.
Brilló en las pupilas del Tiñoso un extraño resplandor de inteligencia.
—La cigüeña no trae los niños entonces, ¿verdad? Ya me parecía raro a mí —explicó—. Yo me decía, ¿por qué mi padre va a tener diez visitas de la cigüeña y la Chata, la vecina, ninguna y está deseando tener un hijo y mi padre no quería tantos?
El Moñigo bajó la voz. En torno había un silencio que sólo quebraban el cristalino chapaleo de los rápidos del río y el suave roce del viento contra el follaje. El Mochuelo y el Tiñoso tenían la boca abierta. Dijo el Moñigo:
—Les duele la mar, ¿sabéis?
Estalló el reticente escepticismo del Mochuelo:
—¿Por qué sabes tú esas cosas?
—Eso lo sabe todo cristiano menos vosotros dos, que vivís embobados —dijo el Moñigo—. Mi madre se murió de lo mucho que le dolía cuando nací yo. No se puso enferma ni nada; se murió de dolor. Hay veces que, por lo visto, el dolor no se puede resistir y se muere uno. Aunque no estés enfermo, ni nada; sólo es el dolor. —Emborrachado por la ávida atención del auditorio, añadió—: Otras mujeres se parten por la mitad. Se lo he oído decir a la Sara.
Germán, el Tiñoso, inquirió:
—Más tarde sí se ponen enfermas, ¿no es cierto?
El Moñigo acentuó el misterio de la conversación bajando aún más la voz: