El camino (3 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El camino
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—Podría llevar encima cien kilos más, señor cura. No sería la primera vez... —insistió.

Y la Virgen recorrió el pueblo sobre los fornidos hombros de Paco, el herrero, a paso lento y haciendo cuatro paradas: en la plaza, ante el Ayuntamiento, frente a Teléfonos y, de regreso, en el atrio de la iglesia, donde se entonó, como era costumbre, una Salve popular. Al concluir la procesión, los chiquillos rodearon admirados a Paco, el herrero. Y éste, esbozando una sonrisa pueril, les obligaba a palparle la camisa en el pecho, en la espalda, en los sobacos.

—Tentad, tentad —les decía—; no estoy sudado; no he sudado ni tampoco una gota.

La Guindilla mayor y las Lepóridas censuraron a don José, el cura, que hubiese autorizado a poner la imagen de la Virgen sobre los hombros más pecadores del pueblo. Y juzgaron el acto meritorio de Paco, el herrero, como una ostentación evidentemente pecaminosa. Pero Daniel, el Mochuelo, estaba en lo cierto: lo que no podía perdonársele a Paco, el herrero, era su complexión y ser el hombre más vigoroso del valle, de todo el valle.

III

El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.

A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y el maestro, tenían razón, que su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no era así; el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que le vitalizaba al mismo tiempo que le maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur a norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar. Constituían, pues, el enlace de dos inmensos mundos contrapuestos.

En su trayecto por el valle, la vía, la carretera y el río —que se unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y torrentes desde lo alto del Pico Rando— se entrecruzaban una y mil veces, creando una inquieta topografía de puentes, túneles, pasos a nivel y viaductos.

En primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse, al caer la tarde, en cualquier leve prominencia y desde allí contemplaban, agobiados por una unción casi religiosa, la lánguida e ininterrumpida vitalidad del valle. La vía del tren y la carretera dibujaban, en la hondonada, violentos y frecuentes zigzags; a veces se buscaban, otras se repelían, pero siempre, en la perspectiva, eran como dos blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de los prados y los maizales. En la distancia, los trenes, los automóviles y los blancos caseríos tomaban proporciones de diminutas figuras de «nacimiento» increíblemente lejanas y, al propio tiempo, incomprensiblemente próximas y manejables. En ocasiones se divisaban dos y tres trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la pradera. ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles! Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta anegarlas, en las huras del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir de sus agujeros, una misma expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo.

Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas, y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.

Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en cuando, con una exactitud casi cronométrica.

Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban:

Dijo una vez:

—Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de ésas no llegue nunca al fondo?

Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.

—No sé lo que me quieres decir —respondió.

El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión. Accionó repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:

—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?

—Eso.

—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.

—Sí; al menos eso dice el maestro.

—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?

Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.

—Moñigo.

—¿Qué?

—No me hagas esas preguntas; me mareo.

—¿Te mareas o te asustas?

—Puede que las dos cosas —admitió.

Rió, entrecortadamente, el Moñigo.

—Voy a decirte una cosa —dijo luego.

—¿Qué?

—También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca. Pero no lo digas a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase de ello mi hermana Sara.

El Moñigo escogía siempre estos momentos de reposo solitario para sus confidencias. Las ingentes montañas, con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte, imbuían al Moñigo una irritante impresión de insignificancia. Si la Sara, pensaba Daniel, el Mochuelo, conociera el flaco del Moñigo, podría, fácilmente, meterlo en un puño. Pero, naturalmente, por su parte, no lo sabría nunca. Sara era una muchacha antipática y cruel y Roque su mejor amigo. ¡Que adivinase ella el terror indefinible que al Moñigo le inspiraban las estrellas!

Al regresar, ya de noche, al pueblo, se hacía más notoria y perceptible la vibración vital del valle. Los trenes pitaban en las estaciones diseminadas y sus silbidos rasgaban la atmósfera como cuchilladas. La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias.

A Daniel, el Mochuelo, le placían estos olores, como le placía oír en la quietud de la noche el mugido soñoliento de una vaca o el lamento chirriante e iterativo de una carreta de bueyes avanzando a trompicones por una cambera.

En verano, con el cambio de hora, regresaban al pueblo de día. Solían hacerlo por encima del túnel, escogiendo la hora del paso del tranvía interprovincial. Tumbados sobre el montículo, asomando la nariz al precipicio, los dos rapaces aguardaban impacientes la llegada del tren. La hueca resonancia del valle aportaba a sus oídos, con tiempo suficiente, la proximidad del convoy. Y, cuando el tren surgía del túnel, envuelto en una nube densa de humo, les hacía estornudar y reír con espasmódicas carcajadas. Y el tren se deslizaba bajo sus ojos, lento y traqueteante, monótono, casi al alcance de la mano.

Desde allí, por un senderillo de cabras, descendían a la carretera. El río cruzaba bajo el puente, con una sonoridad adusta de catarata. Era una corriente de montaña que discurría con fuerza entre grandes piedras reacias a la erosión. El murmullo oscuro de las aguas se remansaba, veinte metros más abajo, en la Poza del Inglés, donde ellos se bañaban en las tardes calurosas del estío.

En la confluencia del río y la carretera, a un kilómetro largo del pueblo, estaba la taberna de Quino, el Manco. Daniel, el Mochuelo, recordaba los buenos tiempos, los tiempos de las transacciones fáciles y baratas. En ellos, el Manco, por una perra chica les servía un gran vaso de sidra de barril y, encima les daba conversación. Pero los tiempos habían cambiado últimamente y, ahora, Quino, el Manco, por cinco céntimos, no les daba más que conversación.

La tasca de Quino, el Manco, se hallaba casi siempre vacía. El Manco era generoso hasta la prodigalidad y en los tiempos que corrían resultaba arriesgado ser generoso. En la taberna de Quino, por unas causas o por otras, sólo se despachaba ya un pésimo vino tinto con el que mataban la sed los obreros y empleadas de la fábrica de clavos, ubicada quinientos metros río abajo.

Más allá de la taberna, a la izquierda, doblando la última curva, se hallaba la quesería del padre del Mochuelo. Frente por frente, un poco internada en los prados, la estación y, junto a ella, la casita alegre, blanca y roja de Cuco, el factor. Luego, en plena varga ya, empezaba el pueblo propiamente dicho.

Era, el suyo, un pueblecito pequeño y retraído y vulgar. Las casas eran de piedra, con galerías abiertas y colgantes de madera, generalmente pintadas de azul. Esta tonalidad contrastaba, en primavera y verano, con el verde y rojo de los geranios que infestaban galerías y balcones.

La primera casa, a mano izquierda, era la botica. Anexas estaban las cuadras, las magníficas cuadras de don Ramón, el boticario—alcalde, llenas de orondas, pacientes y saludables vacas. A la puerta de la farmacia existía una campanilla, cuyo repiqueteo distraía a don Ramón de sus afanes municipales para reintegrarle, durante unos minutos, a su profesión.

Siguiendo varga arriba, se topaba uno con el palacio de don Antonino, el marqués, preservado por una alta tapia de piedra, lisa e inexpugnable; el tallercito del zapatero; el Ayuntamiento, con un arcaico escudo en el frontis; la tienda de las Guindillas y su escaparate recompuesto y variado; la fonda, cuya famosa galería de cristales flanqueaba dos de las bandas del edificio; a la derecha de ésta, la plaza cubierta de boñigas y guijos y con una fuente pública, de dos caños, en el centro; cerrando la plaza, por el otro lado, estaba el edificio del Banco y, después, tres casas de vecinos con sendos jardincillos delante.

Por la derecha, frente a la botica, se hallaba la finca de Gerardo, el Indiano, cuyos árboles producían los mejores frutos de la comarca; la cuadra de Pancho, el Sindiós, donde circunstancialmente estuvo instalado el cine; la taberna del Chano; la fragua de Paco, el herrero; las oficinas de Teléfonos, que regentaban las Lepóridas; el bazar de Antonio, el Buche, y la casa de don José, el cura, que tenía la rectoría en la planta baja.

Trescientos metros más allá, varga abajo, estaba la iglesia, de piedra también, sin un estilo definido, y con un campanario erguido y esbelto. Frente a ella, los nuevos edificios de las escuelas, encalados y con las ventanas pintadas de verde, y la vivienda de don Moisés, el maestro.

Visto así, a la ligera, el pueblo no se diferenciaba de tantos otros. Pero para Daniel, el Mochuelo, todo lo de su pueblo era muy distinto a lo de los demás. Los problemas no eran vulgares, su régimen de vida revelaba talento y de casi todos sus actos emanaba una positiva trascendencia. Otra cosa es que los demás no quisieran reconocerlo.

Con frecuencia, Daniel, el Mochuelo, se detenía a contemplar las sinuosas callejas, la plaza llena de boñigas y guijarros, los penosos edificios, concebidos tan sólo bajo un sentido utilitario. Pero esto no le entristecía en absoluto. Las calles, la plaza y los edificios no hacían un pueblo, ni tan siquiera le daban fisonomía. A un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban, pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir.

¿Que el pueblo era ferozmente individualista y que una corporación pública tuviera poco que hacer en él, como decía don Ramón, el alcalde? Bien. El Mochuelo no entendía de individualismo, ni de corporaciones públicas y no poseía razones para negarlo. Pero, si era así, los males consiguientes no rebasaban el pueblo y, después de todo, ellos mismos pagaban sus propios pecados.

¿Que preferían no asfaltar la plaza antes de que les aumentasen los impuestos? Bien. Por eso la sangre no iba a llegar al río. «La cosa pública es un desastre», voceaba, a la menor oportunidad, don Ramón. «Cada uno mira demasiado lo propio y olvida que hay cosas que son de todos y que hay que cuidar», añadía. Y no había quien le metiera en la cabeza que ese egoísmo era flor o espina, o vicio o virtud de toda una raza.

Pero, ni por esto, ni por nada, podían regateársele al pueblo sus cualidades de eficiencia, seriedad y discreción. Cada uno en lo suyo, desde luego, pero los vagos no son vagos porque no quieran trabajar en las cosas de los demás. El pueblo, sin duda, era de una eficacia sobria y de una discreción edificante.

¿Que la Guindilla mayor y el Cuco, el factor, no eran discretos? Bien. En ningún cuerpo falta un lunar. Y, en cuanto al individualismo del pueblo, ¿se bastaban por sí solos los mozos y las mozas los sábados por la tarde y los domingos? Don José, el cura, que era un gran santo, solía manifestar, contristado: «Es lástima que vivamos uno a uno para todas las cosas y necesitemos emparejarnos para ofender al Señor».

Pero tampoco don José, el cura, quería entender que esa sensualidad era flor o espina, o vicio o pecado de toda una raza.

IV

Las cosas pasaron en su momento y, ahora, Daniel, el Mochuelo, las recordaba con fruición. Su padre, el quesero, pensó un nombre antes de tener un hijo; tenía un nombre y le arropaba y le mimaba y era ya, casi, como tener un hijo. Luego, más tarde, nació Daniel.

Daniel, el Mochuelo, evocaba sus primeros pasos por la vida. Su padre emanaba un penetrante olor, era como un gigantesco queso, blando, blanco, pesadote. Pero, Daniel, el Mochuelo, se gozaba en aquel olor que impregnaba a su padre y que le inundaba a él, cuando, en las noches de invierno, frente a la chimenea, acariciándole, le contaba la historia de su nombre.

El quesero había querido un hijo antes que nada para poder llamarle Daniel. Y se lo decía a él, al Mochuelo, cuando apenas contaba tres años y manosear su cuerpecillo carnoso y rechoncho equivalía a prolongar la cotidiana faena en el entremijo.

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