El camino (2 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El camino
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—Eso quédalo de mi cuenta. En cuanto a si el chico vale o no vale para estudiar depende de si tiene cuartos o si no los tiene. Tú me comprendes.

Se puso en pie y con el gancho de la lumbre desparramó las ascuas que aún relucían en el hogar. Su madre se había sentado, con las bastas manos desmayadas en el regazo. Repentinamente se sentía extenuada y nula, absurdamente vacua e indefensa. El padre se dirigía de nuevo a ella:

—Es cosa decidida. No me hagas hablar más de esto. En cuanto el chico cumpla once años marchará a la ciudad a empezar el grado.

La madre suspiró, rendida. No dijo nada. Daniel, el Mochuelo, se acostó y se durmió haciendo conjeturas sobre lo que querría decir su madre, con aquello de que tenía el vientre seco y que se había quedado estéril después del aborto.

II

Ahora, Daniel, el Mochuelo, ya sabía lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto. Pensó en Roque, el Moñigo. Quizá si no hubiera conocido a Roque, el Moñigo, seguiría, a estas alturas, sin saber lo que era un vientre seco y lo que era un aborto. Pero Roque, el Moñigo, sabía mucho de todo «eso». Su madre le decía que no se juntase con Roque, porque el Moñigo se había criado sin madre y sabía muchas perrerías. También las Guindillas le decían a menudo que por juntarse al Moñigo ya era lo mismo que él, un golfo y un zascandil.

Daniel, el Mochuelo, siempre salía en defensa de Roque, el Moñigo. La gente del pueblo no le comprendía o no quería comprenderle. Que Roque supiera mucho de «eso» no significaba que fuera un golfo y un zascandil. El que fuese fuerte como un toro y como su padre, el herrero, no quería decir que fuera un malvado. El que su padre, el herrero, tuviese siempre junto a la fragua una bota de vino y la levantase de cuando en cuando no equivalía a ser un borracho empedernido, ni podía afirmarse, en buena ley, que Roque, el Moñigo, fuese un golfante como su padre, porque ya se sabía que de tal palo tal astilla. Todo esto constituía una sarta de infamias, y Daniel, el Mochuelo, lo sabía de sobra porque conocía como nadie al Moñigo y a su padre.

De que la mujer de Paco, el herrero, falleciera al dar a luz al Moñigo, nadie tenía la culpa. Ni tampoco tenía la culpa nadie de la falta de capacidad educadora de su hermana Sara, demasiado brusca y rectilínea para ser mujer.

La Sara llevó el peso de la casa desde la muerte de su madre. Tenía el pelo rojo e híspido y era corpulenta y maciza como el padre y el hermano. A veces, Daniel, el Mochuelo, imaginaba que el fin de la madre de Roque, el Moñigo, sobrevino por no tener aquélla el pelo rojo. El pelo rojo podía ser, en efecto, un motivo de longevidad o, por lo menos, una especie de amuleto protector. Fuera por una causa o por otra, lo cierto es que la madre del Moñigo falleció al nacer él y que su hermana Sara, trece años mayor, le trató desde entonces como si fuera un asesino sin enmienda. Claro que la Sara tenía poca paciencia y un carácter regañón y puntilloso. Daniel, el Mochuelo, la había conocido corriendo tras de su hermano escalera abajo, desmelenada y torva, gritando desaforadamente:

—¡Animal, más que animal, que ya antes de nacer eras un animal!

Luego la oyó repetir este estribillo centenares y hasta millares de veces; pero a Roque, el Moñigo, le traía aquello sin cuidado. Seguramente lo que más exacerbó y agrió el carácter de la Sara fue el rotundo fracaso de su sistema educativo. Desde muy niño, el Moñigo fue refractario al Coco, al Hombre del Saco y al Tío Camuñas. Sin duda fue su solidez física la que le inspiró este olímpico desprecio hacia todo lo que no fueran hombres reales, con huesos, músculos y sangre bajo la piel. Lo cierto es que cuando la Sara amenazaba a su hermano, diciéndole: «Que viene el Coco, Roque, no hagas tal cosa», el Moñigo sonreía maliciosamente, como desafiándole: «Hale, que venga, le aguardo». Entonces el Moñigo apenas tenía tres años y aún no hablaba nada. A la Sara la llevaban los demonios al constatar el choque inútil de su amenaza con la indiferencia burlona del pequeñuelo.

Poco a poco, el Moñigo fue creciendo y su hermana Sara apeló a otros procedimientos. Solía encerrar a Roque en el pajar si cometía una travesura, y luego le leía, desde fuera, lentamente y con voz sombría y cavernosa, las recomendaciones del alma.

Daniel, el Mochuelo, aún recordaba una de las primeras visitas a casa de su amigo. La puerta de la calle estaba entreabierta y, en el interior, no se veía a nadie, ni se oía nada, como si la casa estuviera deshabitada. La escalera que conducía al piso alto se alzaba incitante ante él, pero él la miró, tocó el pasamano, pero no se atrevió a subir.

Conocía ya a la Sara de referencias y aquel increíble silencio le inspiraba un vago temor. Se entretuvo un rato atrapando una lagartija que intentaba escabullirse por entre las losas del zaguán. De improviso oyó una retahíla de furiosos improperios, en lo alto, seguidos de un estruendoso portazo. Se decidió a llamar, un poco cohibido:

—¡Moñigo! ¡Moñigo!

Al instante se derramó sobre él un diluvio de frases agresivas. Daniel se encogió sobre sí mismo.

—¿Quién es el bruto que llama así? ¡Aquí no hay ningún Moñigo! Todos en esta casa llevamos nombre de santo. ¡Hale, largo!

Daniel, el Mochuelo, nunca supo por qué en aquella ocasión se quedó, a pesar de todo, clavado al suelo como si fuera una estatua. El caso es que se quedó tieso y mudo, casi sin respirar. Entonces oyó hablar arriba a la Sara y prestó atención. Por el hueco de la escalera se desgranaban sus frases engoladas como una lluvia lúgubre y sombría:

—Cuando mis pies, perdiendo su movimiento, me adviertan que mi carrera en este mundo está próxima a su fin...

Y, detrás, sonaba la voz del Moñigo, opaca y sorda, como si partiera de lo hondo de un pozo:

—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

De nuevo las inflexiones de Sara, cada vez más huecas y extremosas:

—Cuando mis ojos vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte, fijen en vos sus miradas lánguidas y moribundas...

—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Se iba adueñando de Daniel, el Mochuelo, un pavor helado e impalpable. Aquella tétrica letanía le hacía cosquillas en la médula de los huesos. Sin embargo, no se movió del sitio. Le acuciaba una difusa e impersonal curiosidad.

—Cuando perdido el uso de los sentidos —continuaba, monótona, la Sara— el mundo todo desaparezca de mi vista y gima yo entre las angustias de la última agonía y los afanes de la muerte...

Otra vez la voz amodorrada y sorda y tranquila del Moñigo, desde el pajar:

—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Al concluir Sara su correctivo verbal, se hizo impaciente la voz de Roque:

—¿Has terminado?

—Sí —dijo Sara.

—Hale, abre.

La interrogación siguiente de la Sara envolvía un despecho mal reprimido:

—¿Escarmentaste?

—¡No!

—Entonces no abro.

—Abre o echo la puerta abajo. El castigo ya se terminó.

Y Sara le abrió a su pesar. El Moñigo le dijo al pasar a su lado:

—Me metiste menos miedo que otros días, Sara.

La hermana perdía los estribos, furiosa:

—¡Calla, cerdo! Un día... un día te voy a partir los hocicos o yo no sé lo que te voy a hacer.

—Eso no; no me toques, Sara. Aún no ha nacido quien me ponga la mano encima, ya lo sabes —dijo el Moñigo.

Daniel, el Mochuelo, esperó oír el estampido del sopapo, pero la Sara debió pensarlo mejor y el estampido previsto no se produjo. Oyó Daniel, en cambio, las pisadas firmes de su amigo al descender los peldaños, y acuciado por un pudoroso instinto de discreción, salió por la puerta entornada y le esperó en la calle. Ya a su lado, el Moñigo dijo:

—¿Oíste a la Sara?

Daniel, el Mochuelo, no se atrevió a mentir:

—La oí —dijo.

—Te habrás fijado que es una maldita pamplinera.

—A mí me metió miedo, la verdad —confesó, aturdido, el Mochuelo.

—¡Bah!, no hagas caso. Todo eso de los ojos vidriados y los pies que no se mueven son pamplinas. Mi padre dice que cuando la diñas no te enteras de nada.

Movió el Mochuelo, dubitativo, la cabeza.

—¿Cómo lo sabe tu padre? —dijo.

A Roque, el Moñigo, no se le había ocurrido pensar en eso. Vaciló un momento, pero en seguida aclaró:

—¡Qué sé yo! Se lo diría mi madre al morirse. Yo no me puedo acordar de eso.

Desde aquel día, Daniel, el Mochuelo, situó mentalmente al Moñigo en un altar de admiración. El moñigo no era listo, pero, ¡ahí era nada mantenérselas tiesas con los mayores! Roque, a ratos, parecía un hombre por su aplomo y gravedad. No admitía imposiciones ni tampoco una justicia cambiante y caprichosa. Una justicia doméstica, se sobreentiende. Por su parte, la hermana le respetaba. La voluntad del Moñigo no era un cero a la izquierda como la suya; valía por la voluntad de un hombre; se la tenía en cuenta en su casa y en la calle. El Moñigo poseía personalidad.

Y, a medida que transcurría el tiempo, fue aumentando la admiración de Daniel por el Moñigo. Éste se peleaba con frecuencia con los rapaces del valle y siempre salía victorioso y sin un rasguño. Una tarde, en una romería, Daniel vio al Moñigo apalear hasta hartarse al que tocaba el tamboril. Cuando se sació de golpearle le metió el tambor por la cabeza como si fuera un sombrero. La gente se reía mucho. El músico era un hombre ya de casi veinte años y el Moñigo sólo tenía once. Para entonces, el Mochuelo había comprendido que Roque era un buen árbol donde arrimarse y se hicieron inseparables, por más que la amistad del Moñigo le forzaba, a veces, a extremar su osadía e implicaba algún que otro regletazo de don Moisés, el maestro. Pero, en compensación, el Moñigo le había servido en más de una ocasión de escudo y paragolpes.

A pesar de todo esto, la madre de Daniel, don José el cura, don Moisés el maestro, la Guindilla mayor y las Lepóridas, no tenían motivos para afirmar que Roque, el Moñigo, fuese un golfante y un zascandil. Si el Moñigo entablaba pelea era siempre por una causa justa o porque procuraba la consecución de algún fin utilitario y práctico. Jamás lo hizo a humo de pajas o por el placer de golpear.

Y otro tanto ocurría con su padre, el herrero. Paco, el herrero, trabajaba como el que más y ganaba bastante dinero. Claro que para la Guindilla mayor y las Lepóridas no existían más que dos extremos en el pueblo: los que ganaban poco dinero y de éstos decían que eran unos vagos y unos holgazanes, y los que ganaban mucho dinero, de los cuales afirmaban que si trabajaban era sólo para gastarse el dinero en vino. Las Lepóridas y la Guindilla mayor exigían un punto de equilibrio muy raro y difícil de conseguir. Pero la verdad es que Paco, el herrero, bebía por necesidad. Daniel, el Mochuelo, lo sabía de fundamento, porque conocía a Paco mejor que nadie. Y si no bebía, la fragua no carburaba. Paco, el herrero, lo decía muchas veces: «Tampoco los autos andan sin gasolina». Y se echaba un trago al coleto. Después del trago trabajaba con mayor ahínco y tesón. Esto, pues, a fin de cuentas, redundaba en beneficio del pueblo. Mas el pueblo no se lo agradecía y lo llamaba sinvergüenza y borracho. Menos mal que el herrero tenía correa, como su hijo, y aquellos insultos no le lastimaban. Daniel, el Mochuelo, pensaba que el día que Paco, el herrero, se irritase no quedaría en el pueblo piedra sobre piedra; lo arrasaría todo como un ciclón.

No era tampoco cosa de echar en cara al herrero el que piropease a las mozas que cruzaban ante la fragua y las invitase a sentarse un rato con él a charlar y a echar un trago. En realidad, era viudo y estaba aún en edad de merecer. Además, su exuberancia física era un buen incentivo para las mujeres. A fin de cuentas, don Antonino, el marqués, se había casado tres veces y no por ello la gente dejaba de llamarle don Antonino y seguía quitándose la boina al cruzarse con él, para saludarle. Y continuaba siendo el marqués. Después de todo, si Paco, el herrero, no se casaba lo hacía por no dar madrastra a sus hijos y no por tener más dinero disponible para vino como malévolamente insinuaban la Guindilla mayor y las Lepóridas.

Los domingos y días festivos, Paco, el herrero, se emborrachaba en casa del Chano hasta la incoherencia. Al menos eso decían la Guindilla mayor y las Lepóridas. Mas si lo hacía así, sus razones tendría el herrero, y una de ellas, y no desdeñable, era la de olvidarse de los últimos seis días de trabajo y de la inminencia de otros seis en los que tampoco descansaría. La vida era así de exigente y despiadada con los hombres.

A veces, Paco, cuyo temperamento se exaltaba con el alcohol, armaba en la taberna del Chano trifulcas considerables. Esto sí, jamás tiraba de navaja aunque sus adversarios lo hicieran. A pesar de ello, las Lepóridas y la Guindilla mayor decían de él —de él, que peleaba siempre a pecho descubierto y con la mayor nobleza concebible— que era un asqueroso matón. En realidad, lo que mortificaba a la Guindilla mayor, las Lepóridas, al maestro, al ama de don Antonino, a la madre de Daniel, el Mochuelo, y a don José, el cura, eran los músculos abultados del herrero; su personalidad irreductible; su hegemonía física. Si Paco y su hijo hubieran sido unos fifiriches al pueblo no le importaría que fuesen borrachos o camorristas; en cualquier momento podrían tumbarles de un sopapo. Ante aquella inaudita corpulencia, la cosa cambiaba; habían de conformarse con ponerles verdes por la espalda. Bien decía Andrés, el zapatero: «Cuando a las gentes les faltan músculos en los brazos, les sobran en la lengua».

Don José, el cura, que era un gran santo, a pesar de censurar abiertamente a Paco, el herrero, sus excesos, sentía hacia él una secreta simpatía. Por mucho que tronase no podría olvidar nunca el día de la Virgen, aquel año en que Tomás se puso muy enfermo y no pudo llevar las andas de la imagen. Julián, otro de los habituales portadores de las andas, tuvo que salir del lugar en viaje urgente. La cosa se ponía fea. No surgían sustitutos. Don José, el cura, pensó, incluso, en suspender la procesión. Fue entonces cuando se presentó, humildemente, en la iglesia Paco, el herrero.

—Señor cura, si usted quiere, yo puedo pasear la Virgen por el pueblo. Pero ha de ser a condición de que me dejen a mí solo —dijo.

Don José sonrió maliciosamente al herrero.

—Hijo, agradezco tu voluntad y no dudo de tus fuerzas. Pero la imagen pesa más de doscientos kilos —dijo.

Paco, el herrero, bajó los ojos, un poco avergonzado de su enorme fortaleza.

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