Authors: Miguel Delibes
Pudo bautizarle con mil nombres diferentes, pero el quesero prefirió Daniel.
—¿Sabes que Daniel era un profeta que fue encerrado en una jaula con diez leones y los leones no se atrevieron a hacerle daño? —le decía, estrujándole amorosamente.
El poder de un hombre cuyos ojos bastaban para mantener a raya a una jauría de leones, era un poder superior al poder de todos los hombres; era un acontecimiento insólito y portentoso que desde niño había fascinado al quesero.
—Padre, ¿qué hacen los leones?
—Morder y arañar.
—¿Son peores que los lobos?
—Más feroces.
—¿Queeeé?
El quesero facilitaba la comprensión del Mochuelo como una madre que mastica el alimento antes de darlo a su hijito.
—Hacen más daño que los lobos, ¿entiendes? —decía.
Daniel, el Mochuelo, no se saciaba:
—¿Verdad que los leones son más grandes que los perros?
—Más grandes.
—¿Y por qué a Daniel no le hacían nada?
Al quesero le complacía desmenuzar aquella historia:
—Les vencía sólo con los ojos; sólo con mirarles; tenía en los ojos el poder de Dios.
—¿Queeeé?
Apretaba al hijo contra sí:
—Daniel era un santo de Dios.
—¿Qué es eso?
La madre intervenía, precavida:
—Deja al chico ya; le enseñas demasiadas cosas para la edad que tiene.
Se lo quitaba al padre y le acostaba. También su madre hedía a boruga y a cuajada. Todo, en su casa, olía a cuajada y a requesón. Ellos mismos eran un puro y decantado olor. Su padre llevaba aquel tufo hasta en el negro de las uñas de las manos. A veces, Daniel, el Mochuelo, no se explicaba por qué su padre tenía las uñas negras trabajando con leche o por qué los quesos salían blancos siendo elaborados con aquellas uñas tan negras.
Pero luego, su padre se distanció de él; ya no le hacía arrumacos ni carantoñas. Y eso fue desde que el padre se dio cuenta de que el chico ya podía aprender las cosas por sí. Fue entonces cuando comenzó a ir a la escuela y cuando se arrimó al Moñigo en busca de amparo. A pesar de todo, su padre, su madre y la casa entera, seguían oliendo a boruga y a requesón. Y a él seguía gustándole aquel olor, aunque Roque, el Moñigo, dijese que a él no le gustaba, porque olía lo mismo que los pies.
Su padre se distanció de él como de una cosa hecha, que ya no necesita de cuidados. Le daba desilusión a su padre verle valerse por sí, sin precisar de su patrocinio. Pero, además, el quesero se tornó taciturno y malhumorado. Hasta entonces, como decía su mujer, había sido como una perita en dulce. Y fue el cochino afán del ahorro lo que agrió su carácter. El ahorro, cuando se hace a costa de una necesidad insatisfecha, ocasiona en los hombres acritud y encono. Así le sucedió al quesero. Cualquier gasto menudo o el menor desembolso superfluo le producían un disgusto exagerado. Quería ahorrar, tenía que ahorrar por encima de todo, para que Daniel, el Mochuelo, se hiciera un hombre en la ciudad, para que progresase y no fuera como él, un pobre quesero.
Lo peor es que de esto nadie sacaba provecho. Daniel, el Mochuelo, jamás lo comprendería. Su padre sufriendo, su madre sufriendo y él sufriendo, cuando el quitarle el sufrimiento a él significaría el fin del sufrimiento de todos los demás. Pero esto hubiera sido truncar el camino, resignarse a que Daniel, el Mochuelo, desertase de progresar. Y esto no lo haría el quesero; Daniel progresaría aunque fuese a costa del sacrificio de toda la familia, empezando por él mismo.
No. Daniel, el Mochuelo, no entendería nunca estas cosas, estas tozudeces de los hombres y que se justificaban como un anhelo lógico de liberarse. Liberarse, ¿de qué? ¿Sería él más libre en el colegio, o en la Universidad, que cuando el Moñigo y él se peleaban a boñigazo limpio en los prados del valle? Bueno, quizá sí; pero él nunca lo entendería.
Su padre, por otra parte, no supo lo que hizo cuando le puso el nombre de Daniel. Casi todos los padres de todos los chicos ignoraban lo que hacían al bautizarles. Y también lo ignoró el padre del maestro y el padre de Quino, el Manco, y el padre de Antonio, el Buche, el del bazar. Ninguno sabía lo que hacía cuando don José, el cura, que era un gran santo, volcaba la concha llena de agua bendita sobre la cabeza del recién nacido. O si sabían lo que hacían, ¿por qué lo hacían así, a conciencia de que era inútil?
A Daniel, el Mochuelo, le duró el nombre lo que la primera infancia. Ya en la escuela dejó de llamarse Daniel, como don Moisés, el maestro, dejó de llamarse Moisés a poco de llegar al pueblo.
Don Moisés, el maestro, era un hombre alto, desmedrado y nervioso. Algo así como un esqueleto recubierto de piel. Habitualmente torcía media boca como si intentase morderse el lóbulo de la oreja. La molicie o el contento le hacían acentuar la mueca de tal manera que la boca se le rasgaba hasta la patilla, que se afeitaba muy abajo. Era una cosa rara aquel hombre, y a Daniel, el Mochuelo, le asustó y le interesó desde el primer día de conocerle. Le llamaba Peón, como oía que le llamaban los demás chicos, sin saber por qué. El día que le explicaron que le bautizó el juez así en atención a que don Moisés «avanzaba de frente y comía de lado», Daniel, el Mochuelo, se dijo que «bueno», pero continuó sin entenderlo y llamándole Peón un poco a tontas y a locas.
Por lo que a Daniel, el Mochuelo, concernía, es verdad que era curioso y todo cuanto le rodeaba lo encontraba nuevo y digno de consideración. La escuela, como es natural, le llamó la atención más que otras cosas, y más que la escuela en sí, el Peón, el maestro, y su boca inquieta e incansable y sus negras y espesas patillas de bandolero.
Germán, el hijo del zapatero, fue quien primero reparó en su modo de mirar las cosas. Un modo de mirar las cosas atento, concienzudo e insaciable.
—Fijaos —dijo—; lo mira todo como si le asustase.
Y todos le miraron con mortificante detenimiento.
—Y tiene los ojos verdes y redondos como los gatos —añadió un sobrino lejano de don Antonino, el marqués.
Otro precisó aún más y fue el que dio en el clavo:
—Mira lo mismo que un mochuelo.
Y con Mochuelo se quedó, pese a su padre y pese al profeta Daniel y pese a los diez leones encerrados con él en una jaula y pese al poder hipnótico de los ojos del profeta. La mirada de Daniel, el Mochuelo, por encima de los deseos de su padre, el quesero, no servía siquiera para apaciguar a una jauría de chiquillos. Daniel se quedó para usos domésticos. Fuera de casa sólo se le llamaba Mochuelo.
Su padre luchó un poco por conservar su antiguo nombre y hasta un día se peleó con la mujeruca que traía el fresco en el mixto; pero fue en balde. Tratar de impedir aquello era lo mismo que tratar de contener la impetuosa corriente del río en primavera. Una cosa vana. Y él sería, en lo sucesivo, Mochuelo, como don Moisés era el Peón; Roque el Moñigo; Antonio, el Buche; doña Lola, la tendera, la Guindilla mayor, y las de Teléfonos, las Cacas y las Lepóridas.
Aquel pueblo administraba el sacramento del bautismo con una pródiga y mordaz desconsideración.
Es verdad que la Guindilla mayor se tenía bien ganado su apodo por su carita redonda y coloradita y su carácter picante y agrio como el aguardiente. Por añadidura era una cotilla. Y a las cotillas no las viene mal todo lo que les caiga encima. No tenía ningún derecho, por otra parte, a tratar de dominar al pueblo. El pueblo quería ser libre e independiente y a ella ni le iba ni le venía, a fin de cuentas, si Pancho creía o no creía en Dios, si Paco, el herrero, era abstemio o bebía vino, o si el padre de Daniel, el Mochuelo, fabricaba el queso con las manos limpias o con las uñas sucias. Si esto le repugnaba, que no comiera queso y asunto concluido.
Daniel, el Mochuelo, no creía que hacer lo que la Guindilla mayor hacía fuese ser buena. Los buenos eran los demás que le admitían sus impertinencias e, incluso, la nombraban presidenta de varias asociaciones piadosas. La Guindilla mayor era un esperpento y una víbora. A Antonio, el Buche, le asistía la razón al decir esto, aunque el Buche pensaba más, al fallar así, en la competencia comercial que le hacía la Guindilla, que en sus defectos físicos y morales.
La Guindilla mayor, no obstante el tono rojizo de su piel, era alta y seca como una cucaña, aunque ni siquiera tenía, como ésta, un premio en la punta. Total, que la Guindilla no tenía nada, aparte unas narices muy desarrolladas, un afán inmoderado de meterse en vidas ajenas y un vario y siempre renovado repertorio de escrúpulos de conciencia.
A don José, el cura, que era un gran santo, le traía de cabeza.
—Mire usted, don José —le decía, cualquier día, un minuto antes de empezar la misa—, anoche no pude dormir pensando que si Cristo en el Monte de los Olivos se quedó solo y los apóstoles se durmieron, ¿quién pudo ver que el Redentor sudase sangre?
Don José entornaba los ojillos, penetrantes como puntas de alfileres:
—Tranquiliza tu conciencia, hija; esas cosas las conocemos por revelación.
La Guindilla mayor lloriqueaba desazonada y hacía cuatro pucheros. Decía:
—¿Cree usted, don José, que podré comulgar tranquila habiendo pensado esas cosas?
Don José, el cura, debía usar de la paciencia de Job para soportarla:
—Si no tienes otras faltas puedes hacerlo.
Y así un día y otro día.
—Don José, anoche no pegué un ojo dando vueltas al asunto del Pancho. ¿Cómo puede recibir este hombre el sacramento del matrimonio si no cree en Dios?
Y unas horas después:
—Don José, no sé si me podrá absolver usted. Ayer domingo leí un libro pecaminoso que hablaba de las religiones en Inglaterra. Los protestantes están allí en franca mayoría. ¿Cree usted, don José, que si yo hubiera nacido en Inglaterra, hubiera sido protestante?
Don José, el cura, tragaba saliva:
—No sería difícil, hija.
—Entonces me acuso, padre, de que podría ser protestante de haber nacido en Inglaterra.
Doña Lola, la Guindilla mayor, tenía treinta y nueve años cuando Daniel, el Mochuelo, nació. Tres años después, el Señor la castigó en lo que más podía dolerle. Pero no es menos cierto que la Guindilla mayor se impuso a su dolor con la rigidez y destemplanza con que solía imponerse a sus convecinos.
El hecho de que a doña Lola se la conociera por la Guindilla mayor ya hace presumir que hubiese otras Guindillas menores. Y así era; las Guindillas habían sido tres, aunque ahora solamente restasen dos: la mayor y la menor; las dos Guindillas. Eran hijas de un guardia civil, durante muchos años jefe de puesto en el pueblo. Al morir el guardia, que, según malas lenguas, que nunca faltan, falleció de pena por no tener un hijo varón, dejó unos ahorros con los que sus hijas establecieron una tienda. Naturalmente que el sargento murió en unos tiempos en que un suboficial de la Guardia Civil podía, con su sueldo, vivir discretamente y aun ahorrar un poco. Desde la muerte del guardia —su mujer había muerto años antes— Lola, la Guindilla mayor, se hizo cargo de las riendas del hogar. Se impuso a sus hermanas por edad y por estatura.
Daniel, el Mochuelo, no conoció más que a dos Guindillas, pero según había oído decir en el pueblo, la tercera fue tan seca y huesuda como ellas y, en su época, resultó un problema difícil diferenciarlas sin efectuar, previamente, un prolijo y minucioso análisis.
Nada de eso desmiente que las dos Guindillas menores hicieran pasar, en vida, a su hermana mayor un verdadero purgatorio. La del medio era dejada y perezosa y su carácter y manera de ser trascendía al pueblo que, por los gritos y estridentes reconvenciones que a toda hora salían de la trastienda y la casa de las Guindillas, seguía la mala, y aun peor, situación de las relaciones fraternas. Eso sí, decían en el pueblo y debía ser verdad porque lo decían todos, que jamás mientras las tres Guindillas vivieron juntas se las vio faltar un día a la misa de ocho que don José, el cura, que era un gran santo, decía en la parroquia, ante el altar de San Roque. Allí caminaban, tiesas y erguidas, las tres, hiciera frío, lloviera o tronase. Además marchaban regularmente, marcando el paso, porque su padre, aparte de los ahorros, dejó a sus hijas en herencia un muy despierto y preciso sentido del ritmo militar y de otras virtudes castrenses. Un—dos, un—dos, un—dos; allá avanzaban las tres Guindillas, con sus bustos secos, sus caderas escurridas y su soberbia estatura, camino de la iglesia, con los velos anudados a la barbilla y el breviario debajo del brazo.
Un invierno, la del medio, Elena, murió. Se apagó una mañana fosca y lluviosa de diciembre. Cuando la gente acudió a dar el pésame a las dos hermanas supervivientes, la Guindilla mayor se santiguaba y repetía:
—Dios es sabio y justo en sus decisiones; se ha llevado a lo más inútil de la familia. Démosle gracias.
Ya en el pequeño cementerio rayano a la iglesia, cuando cubrían con tierra el cuerpo descarnado de Elena —la Guindilla del medio—, varias plañideras comenzaron a gimotear. La Guindilla mayor se encaró con ellas, áspera y digna y destemplada:
—No la lloréis —dijo—; ha muerto de desidia.
Y, desde entonces, el trío se convirtió en dúo y en la misa de ocho que don José, el cura, que era un gran santo, rezaba ante el altar de san Roque, se echaba de menos el afilado y breve volumen de la Guindilla difunta.
Pero fue aún peor lo que ocurrió con la Guindilla menor. A fin de cuentas lo de la del medio fue designio de Dios, mientras lo de la otra fue una flaqueza de la carne y por lo tanto debido a su libre y despreocupado albedrío.
Por aquel entonces se estableció en el pueblo la pequeña sucursal del Banco que ahora remataba uno de los costados de la plaza. Con el director arribó un oficialito apuesto y bien vestido al que sólo por verle la cara de cerca, a través de la ventanilla, le llevaban sus ahorros las vecinas de la calle. Fue un buen cebo el que utilizó el Banco para atrapar clientela. Un procedimiento que cualquier financiero de talla hubiera recusado, pero que en el pueblo rindió unos resultados formidables. Tanto fue así que Ramón, el hijo del boticario, que empezaba entonces sus estudios jurídicos, lamentó no estar en condiciones todavía de elaborar su tesis doctoral que hubiera hecho muy a gusto sobre el original tema «Influencia de un personal escrupulosamente escogido en las economías de un pueblo». Con lo de «economías» se refería a «ahorros» y con lo de «pueblo», concretamente, a su «pequeña aldea». Lo que ocurría es que sonaba muy bien aquello de «economía de un pueblo» y daba a su hipotético trabajo, y aunque él lo decía en broma, una mayor altura y un alcance mucho más amplio.