Authors: Miguel Delibes
La niña despertaba en la madre de Daniel, el Mochuelo, el instinto de la maternidad prematuramente truncada. Ella deseaba una niña, aunque hubiera tenido la carita llena de pecas como la Mariuca-uca. Pero eso ya no podría ser. Don Ricardo, el médico, le dijo que después del aborto le había quedado el vientre seco. Su vientre, pues, envejecía sin esperanzas. De aquí que la madre de Daniel, el Mochuelo, sintiese hacia la pequeña huérfana una inclinación casi maternal. Si la veía pindongueando por las inmediaciones de la quesería, la llamaba y la sentaba a la mesa.
—Mariuca-uca, hija —decía, acariciándola—, querrás un poco de boruga, ¿verdad?
La niña asentía. La madre del Mochuelo la atendía solícita.
—Pequeña, ¿tienes bastante azúcar? ¿Te gusta?
Volvía a asentir la niña, sin palabras. Al concluir la golosina, la madre de Daniel se interesaba por los pormenores domésticos de la casa de Quino:
—Mariuca-uca, hija, ¿quién te lava la ropa?
La niña sonreía:
—El padre.
—¿Y quién te hace la comida?
—El padre.
—¿Y quién te peina las trenzas?
—El padre.
—¿Y quién te lava la cara y las orejas?
—Nadie.
La madre de Daniel, el Mochuelo, sentía lástima de ella. Se levantaba, vertía agua en una palangana y lavaba las orejas de la Mariuca-uca y, después, le peinaba cuidadosamente las trenzas. Mientras realizaba esta operación musitaba como una letanía: «Pobre niña, pobre niña, pobre niña...» y, al acabar, decía dándole una palmada en el trasero:
—Vaya, hija, así estás más curiosita.
La niña sonreía débilmente y entonces la madre de Daniel, el Mochuelo, la cogía en brazos y la besaba muchas veces, frenéticamente.
Tal vez influyera en Daniel, el Mochuelo, este cariño desmedido de su madre hacia la Mariuca-uca para que ésta no fuese santo de su devoción. Pero no; lo que enojaba a Daniel, el Mochuelo, era que la pequeña Uca quisiera meter la nariz en todas las salsas e intervenir activamente en asuntos impropios de una mujer y que no le concernían.
Cierto es que Mariuca-uca disfrutaba de una envidiable libertad, una libertad un poco salvaje, pero, al fin y al cabo, la Mariuca-uca era una mujer, y una mujer no puede hacer lo mismo que ellos hacían ni tampoco ellos hablar de «eso» delante de ella. No hubiera sido delicado ni oportuno. Por lo demás, que su madre la quisiera y la convidase a boruga los domingos y días festivos, no le producía frío ni calor. Le irritaba la incesante mirada de la Mariuca-uca en su cara, su afán por interceptar todas las contingencias y eventualidades de su vida.
—Mochuelo, ¿dónde vas a ir hoy?
—Al demonio. ¿Quieres venir?
—Sí —afirmaba la niña, sin pensar lo que decía.
Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, se reían y le mortificaban, diciéndole que la Uca-uca estaba enamorada de él.
Un día, Daniel, el Mochuelo, para zafarse de la niña, le dio una moneda y le dijo:
—Uca-uca, toma diez y vete a la botica a pesarme.
Ellos se fueron al monte y, al regresar, ya de noche, la Mariuca-uca les aguardaba pacientemente, sentada a la puerta de la quesería. Se levantó al verles, se acercó a Daniel y le devolvió la moneda.
—Mochuelo —dijo—, dice el boticario que para pesarte has de ir tú.
Los tres amigos se reían espasmódicamente y ella les miraba con sus intensos ojos azules, probablemente sin comprenderles.
Uca-uca, en ocasiones, había de echar mano de toda su astucia para poder ir donde el Mochuelo.
Una tarde, se encontraron los dos solos en la carretera.
—Mochuelo —dijo la niña—. Sé dónde hay un nido de rendajos con pollos emplumados.
—Dime dónde está —dijo él.
—Ven conmigo y te lo enseño —dijo ella.
Y, esa vez, se fue con la Uca-uca. La niña no le quitaba ojo en todo el camino. Entonces sólo tenía nueve años. Daniel, el Mochuelo, sintió la impresión de sus pupilas en la carne, como si le escarbasen con un punzón.
—Uca-uca, ¿por qué demonios me miras así? —preguntó.
Ella se avergonzó, pero no desvió la mirada.
—Me gusta mirarte —dijo.
—No me mires, ¿oyes?
Pero la niña no le oyó o no le hizo caso.
—Te dije que no me mirases, ¿no me oíste? —insistió él.
Entonces ella bajó los ojos.
—Mochuelo —dijo—. ¿Es verdad que te gusta la Mica?
Daniel, el Mochuelo, se puso encarnado. Dudó un momento, notando como un extraño burbujeo en la cabeza. Ignoraba si en estos casos procedía enfadarse o si, por el contrario, debía sonreír. Pero la sangre continuaba acumulándose en la cabeza y, para abreviar, se indignó. Disimuló, no obstante, fingiendo dificultades para saltar la cerca de un prado.
—A ti no te importa si me gusta la Mica o no —dijo.
Uca-uca insinuó débilmente:
—Es más vieja que tú; te lleva diez años.
Se enfadaron. El Mochuelo la dejó sola en un prado y él se volvió al pueblo sin acordarse para nada del nido de rendajos. Pero en toda la noche no pudo olvidar las palabras de Mariuca-uca. Al acostarse sintió una rara desazón. Sin embargo, se dominó. Ya en la cama, recordó que el herrero le contaba muchas veces la historia de la Guindilla menor y don Dimas y siempre empezaba así: «El granuja era quince años más joven que la Guindilla...».
Sonrió Daniel, el Mochuelo, en la oscuridad. Pensó que la historia podría repetirse y se durmió arrullado por la sensación de que le envolvían los efluvios de una plácida y extraña dicha.
El tío Aurelio, el hermano de su madre, les escribió desde Extremadura. El tío Aurelio se marchó a Extremadura porque tenía asma y le sentaba mal el clima del valle, húmedo y próximo al mar. En Extremadura, el clima era más seco y el tío Aurelio marchaba mejor. Trabajaba de mulero en una gran dehesa, y si el salario no daba para mucho, en cambio tenía techo gratis y frutos de la tierra a bajos precios. «En estos tiempos no se puede pedir más», les había dicho en su primera carta.
De su tío sólo le quedaba a Daniel, el Mochuelo, el vago recuerdo de un jadeo ahogado, como si resollase junto a su oído una acongojada locomotora ascendente. El tío se ponía compresas en la parte alta del pecho y respiraba siempre en su habitación vapores de eucaliptos. Mas, a pesar de las compresas y los vapores de eucaliptos, el tío Aurelio sólo cesaba de meter ruido al respirar en el verano, durante la quincena más seca.
En la última carta, el tío Aurelio decía que enviaba para el pequeño un Gran Duque que había atrapado vivo en un olivar. Al leer la carta, Daniel, el Mochuelo, sintió un estremecimiento. Se figuró que su tío le enviaba, facturado, una especie de don Antonino, el marqués, con el pecho cubierto de insignias, medallas y condecoraciones. Él no sabía que los grandes duques anduvieran sueltos por los olivares y, mucho menos, que los muleros pudieran atraparlos impunemente como quien atrapa una liebre.
Su padre se rió de él cuando le expuso sus temores. Daniel, el Mochuelo, se alegró íntimamente de haber hecho reír a su padre, que en los últimos años andaba siempre con cara de vinagre y no se reía ni cuando los húngaros representaban comedias y hacían títeres en la plaza. Al acabar de reírse, su padre le aclaró:
—El Gran Duque es un búho gigante. Es un cebo muy bueno para matar milanos. Cuando llegue te llevaré conmigo de caza al Pico Rando.
Era la primera vez que su padre le prometía llevarle de caza con él. A pesar de que a su padre no se le ocultaba su avidez cinegética.
Todas las temporadas, al abrirse la veda, el quesero cogía el mixto en el pueblo, el primer día, y se marchaba hasta Castilla. Regresaba dos días después con alguna liebre y un buen racimo de perdices que, ineluctablemente, colgaba de la ventanilla de su compartimiento. A las codornices no las tiraba, pues decía que no valían el cartucho y que a los pájaros o se les mata con el tirachinas o se les deja vivir. Él les dejaba vivir. Daniel, el Mochuelo, los mataba con el tirachinas.
Cuando su padre regresaba de sus cacerías, en los albores del otoño, Daniel, el Mochuelo, salía a recibirle a la estación. Cuco, el factor, le anunciaba si el tren venía en punto o si traía algún retraso. De todas las maneras, Daniel, el Mochuelo, aguardaba a ver aparecer la fumosa locomotora por la curva con el corazón alborozado y la respiración anhelante. Siempre localizaba a su padre por el racimo de perdices. Ya a su lado, en el pequeño andén, su padre le entregaba la escopeta y las piezas muertas. Para Daniel, el Mochuelo, significaba mucho esta prueba de confianza, y aunque el arma pesaba lo suyo y los gatillos tentaban vivamente su curiosidad, él la llevaba con una ejemplar seriedad cinegética.
Luego no se apartaba de su padre mientras limpiaba y engrasaba la escopeta. Le preguntaba cosas y más cosas y su padre satisfacía o no su curiosidad según el estado de su humor. Pero siempre que imitaba el vuelo de las perdices su padre hacía «Prrrr», con lo que Daniel, el Mochuelo, acabó convenciéndose de que las perdices, al volar, tenían que hacer «Prrrr» y no podían hacer de otra manera. Se lo contó a su amigo, el Tiñoso, y discutieron fuerte porque Germán afirmaba que era cierto que las perdices hacían ruido al volar, sobre todo en invierno y en los días ventosos, pero que hacían «Brrrr» y no «Prrrr» como el Mochuelo y su padre decían. No resultaba viable convencerse mutuamente del ruido exacto del vuelo de las perdices y aquella tarde concluyeron regañando.
Tanta ilusión como por ver llegar a su padre triunfador, con un par de liebres y media docena de perdices colgadas de la ventanilla, le producía a Daniel, el Mochuelo, el primer encuentro con Tula, la perrita «cocker», al cabo de dos o tres días de ausencia. Tula descendía del tren de un brinco y, al divisarle, le ponía las manos en el pecho y, con la lengua, llenaba su rostro de incesantes y húmedos halagos. Él la acariciaba también, y le decía ternezas con voz trémula. Al llegar a casa, Daniel, el Mochuelo, sacaba al corral una lata vieja con los restos de la comida y una herrada de agua y asistía, enternecido, al festín del animalito.
A Daniel, el Mochuelo, le preocupaba la razón por la que en el valle no había perdices. A él se le antojaba que de haber sido perdiz no hubiera salido del valle. Le entusiasmaría remontarse sobre la pradera y recrearse en la contemplación de los montes, los espesos bosques de castaños y eucaliptos, los pueblos pétreos y los blancos caseríos dispersos, desde la altura. Pero a las perdices no les agradaba eso, por lo visto, y anteponían a las demás satisfacciones la de poder comer, fácil y abundantemente.
Su padre le relataba que una vez, muchos años atrás, se le escapó una pareja de perdices a Andrés, el zapatero, y criaron en el monte. Meses después, los cazadores del valle acordaron darles una batida. Se reunieron treinta y dos escopetas y quince perros. No se olvidó un solo detalle. Partieron del pueblo de madrugada y hasta el atardecer no dieron con las perdices. Mas sólo restaba la hembra con tres pollos escuálidos y hambrientos. Se dejaron matar sin oponer resistencia. A la postre, disputaron los treinta y dos cazadores por la posesión de las cuatro piezas cobradas y terminaron a tiros entre los riscos. Casi hubo aquel día más víctimas entre los hombres que entre las perdices.
Cuando el Mochuelo contó esto a Germán, el Tiñoso, éste le dijo que lo de que las perdices se le escaparon a su padre y criaron en la montaña era bien cierto, pero que todo lo demás era una inacabable serie de embustes.
Al recibir la carta del tío Aurelio le entró un nerviosismo a Daniel, el Mochuelo, imposible de acallar. No veía el momento de que el Gran Duque llegase y poder salir con su padre a la caza de milanos. Si tenía algún recelo, se lo procuraba el temor de que sus amigos, con la novedad, dejaran de llamarle Mochuelo y le apodaran, en lo sucesivo, Gran Duque. Un cambio de apodo le dolía tanto, a estas alturas, como podría dolerle un cambio de apellido. Pero el Gran Duque llegó y sus amigos, tan excitados como él mismo, no tuvieron tiempo ni para advertir que el impresionante pajarraco era un enorme mochuelo.
El quesero amarró al Gran Duque por una pata en un rincón de la cuadra y si alguien entraba a verle, el animal bufaba como si se tratase de un gato encolerizado.
Diariamente comía más de dos kilos de recortes de carne, y la madre de Daniel, el Mochuelo, apuntó tímidamente una noche que el Gran Duque gastaba en comer más que la vaca y que la vaca daba leche y el Gran Duque no daba nada. Como el quesero callase, su mujer preguntó si es que tenían al Gran Duque como huésped de lujo o si se esperaba de él un rendimiento. Daniel, el Mochuelo, tembló pensando que su padre iba a romper un plato o una encella de barro como siempre que se enfadaba. Pero esta vez el quesero se reprimió y se limitó a decir con gesto hosco:
—Espero de él un rendimiento.
Al asentarse el tiempo, su padre le dijo una noche, de repente, al Mochuelo:
—Prepárate. Mañana iremos a los milanos. Te llamaré con el alba.
Le entró un escalofrío por la espalda a Daniel, el Mochuelo. De improviso, y sin ningún motivo, su nariz percibía ya el aroma de tomillo que exhalaban los pantalones de caza del quesero, el seco olor a pólvora de los cartuchos disparados y que su padre recargaba con paciencia y parsimonia, una y otra vez, hasta que se inutilizaban totalmente. El niño presentía ya el duelo con los milanos, taimados y veloces, y, mentalmente, matizaba la proyectada excursión.
Con el alba salieron. Los helechos, a los bordes del sendero, brillaban de rocío y en la punta de las hierbas se formaban gotitas microscópicas que parecían de mercurio. Al iniciar la pendiente del Pico Rando, el sol asomaba tras la montaña y una bruma pesada y blanca se adhería ávidamente al fondo del valle. Visto, éste, desde la altura, semejaba un lago lleno de un líquido ingrávido y extraño.
Daniel, el Mochuelo, miraba a todas partes fascinado. En la espalda, encerrado en una jaula de madera, llevaba al Gran Duque, que bufaba rabioso si algún perro les ladraba en el camino.
Al salir de casa, Daniel dijo al quesero:
—¿Y a la Tula no la llevamos?
—La Tula no pinta nada hoy —dijo su padre.
Y el muchacho lamentó en el alma que la perra, que al ver la escopeta y oler las botas y los pantalones del quesero se había impacientado mucho, hubiera de quedarse en casa. Al trepar por la vertiente sur del Pico Rando y sentirse impregnado de la luminosidad del día y los aromas del campo, Daniel, el Mochuelo, volvió a acordarse de la perra. Después, se olvidó de la perra y de todo. No veía más que la cara acechante de su padre, agazapado entre unas peñas grises, y al Gran Duque agitarse y bufar cinco metros más allá, con la pata derecha encadenada. Él se hallaba oculto entre la maleza, frente por frente de su padre.