El camino (13 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El camino
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La sombra de la Mica acompañaba a Daniel, el Mochuelo, en todos sus quehaceres y devaneos. La idea de la muchacha se encajonó en su cerebro como una obsesión. Entonces no reparaba en que la chica le llevaba diez años y sólo le preocupaba el hecho de que cada uno perteneciera a una diferente casta social. No se reprochaba más que el que él hubiera nacido pobre y ella rica y que su padre, el quesero, no se largase, en su día, a las Américas, con Gerardo, el hijo menor de la señora Micaela. En tal caso, podría él disponer, a estas alturas, de dos restaurantes de lujo, un establecimiento de receptores de radio y tres barcos de cabotaje o siquiera, siquiera, de un comercio de aparatos eléctricos como el que poseían en la ciudad los «Ecos del Indiano». Con el comercio de aparatos eléctricos sólo le separarían de la Mica los dos restaurantes de lujo y los tres barcos de cabotaje. Ahora, a más de los restaurantes de lujo y los barcos de cabotaje, había por medio un establecimiento de receptores de radio que tampoco era moco de pavo.

Sin embargo, a pesar de la admiración y el arrobo de Daniel, el Mochuelo, pasaron años antes de poder cambiar la palabra con la Mica, aparte de la amable reprimenda del día de las manzanas. Daniel, el Mochuelo, se conformaba con despedirla y darle la bienvenida con una mirada triste o radiante, según las circunstancias. Eso sólo, hasta que una mañana de verano le llevó hasta la iglesia en su coche, aquel coche negro y alargado y reluciente que casi no metía ruido al andar. Por entonces, el Mochuelo había cumplido ya los diez años y sólo le restaba uno para marcharse al colegio a empezar a progresar. La Mica ya tenía diecinueve para veinte y los tres años transcurridos desde la noche de las manzanas, no sólo no lastimaron su piel, ni su rostro, ni su cuerpo, sino, al contrario, sirvieron para que su piel, su cuerpo y su rostro entrasen en una fase de mayor armonía y plenitud.

Él subía la varga agobiado por el sol de agosto, mientras flotaban en la mañana del valle los tañidos apresurados del último toque de la misa. Aún le restaba casi un kilómetro, y Daniel, el Mochuelo, desesperaba de alcanzar a don José antes de que éste comenzase el Evangelio. De repente, oyó a su lado el claxon del coche negro de la Mica y volvió la cabeza asustado y se topó, de buenas a primeras, con la franca e inesperada sonrisa de la muchacha. Daniel, el Mochuelo, se sintió envarado, preguntándose si la Mica recordaría el frustrado hurto de las manzanas. Pero ella no aludió al enojoso episodio.

—Pequeño —dijo—. ¿Vas a misa?

Se le atarantó la lengua al Mochuelo y no acertó a responder más que con un movimiento de cabeza. Ella misma abrió la portezuela y le invitó:

—Es tarde y hace calor. ¿Quieres subir?

Cuando reparó en sus movimientos, Daniel, el Mochuelo, ya estaba acomodado junto a la Mica, viendo desfilar aceleradamente los árboles tras los cristales del coche. Notaba él la vecindad de la muchacha en el flujo de la sangre, en la tensión incómoda de los nervios. Era todo como un sueño, doloroso y punzante en su misma saciedad. «Dios mío —pensaba el Mochuelo—, esto es más de lo que yo había imaginado», y se puso rígido y como acartonado e insensible cuando ella le acarició con su fina mano el cogote y le preguntó suavemente:

—¿Tú de quién eres?

Tartamudeó el Mochuelo, en un forcejeo desmedido con los nervios:

—De... del quesero.

—¿De Salvador?

Bajó la cabeza, asintiendo. Intuyó que ella sonreía. El fino contacto de su piel en la nuca le hizo sospechar que la Mica tenía también cutis en las palmas de las manos.

Se divisaba ya el campanario de la iglesia entre la fronda.

—¿Querrás subirme un par de quesos de nata luego, a la tarde? —dijo la Mica.

Daniel, el Mochuelo, tornó a asentir mecánicamente con la cabeza, incapaz de articular palabra. Durante la misa no supo de qué lado le daba el aire y por dos veces se santiguó extemporáneamente, mientras Ángel, el cabo de la Guardia Civil, se reía convulsivamente a su lado, cubriéndose el rostro con el tricornio, de su desorientación.

Al anochecer se puso el traje nuevo, se peinó con cuidado, se lavó las rodillas y se marchó a casa del Indiano a llevar los quesos. Daniel, el Mochuelo, se maravilló ante el lujo inusitado de la vivienda de la Mica. Todos los muebles brillaban y su superficie era lisa y suave, como si también ellos tuvieran cutis.

Al aparecer la Mica, el Mochuelo perdió el poco aplomo almacenado durante el camino. La Mica, mientras observaba y pagaba los quesos, le hizo muchas preguntas. Desde luego era una muchacha sencilla y simpática y no se acordaba en absoluto del desagradable episodio de las manzanas.

—¿Cómo te llamas? —dijo.

—Da... Daniel.

—¿Vas a la escuela?

—Ssssí.

—¿Tienes amigos?

—Sí.

—¿Cómo se llaman tus amigos?

—El Mo... Moñigo y el Ti... Tiñoso.

Ella hizo un mohín de desagrado.

—¡Uf, qué nombres tan feos! ¿Por qué llamas a tus amigos por unos nombres tan feos? —dijo.

Daniel, el Mochuelo, se azoró. Comprendía ahora que había contestado estúpidamente, sin reflexionar. A ella debió decirle que sus amigos se llamaban Roquito y Germanín. La Mica era una muchacha muy fina y delicada y con aquellos vocablos había herido su sensibilidad. En lo hondo de su ser lamentó su ligereza. Fue en ese momento, ante el sonriente y atractivo rostro de la Mica, cuando se dio cuenta de que le agradaba la idea de marchar al colegio y progresar. Estudiaría denodadamente y quizá ganase luego mucho dinero. Entonces la Mica y él estarían ya en un mismo plano social y podrían casarse y, a lo mejor, la Uca-uca, al saberlo, se tiraría desnuda al río desde el puente, como la Josefa el día de la boda de Quino. Era agradable y estimulante pensar en la ciudad y pensar que algún día podría ser él un honorable caballero y pensar que, con ello, la Mica perdía su inasequibilidad y se colocaba al alcance de su mano. Dejaría, entonces, de decir motes y palabras feas y de agredirse con sus amigos con boñigas resecas y hasta olería a perfumes caros en lugar de a requesón. La Mica, en tal caso, cesaría de tratarle como a un rapaz maleducado y pueblerino.

Cuando abandonó la casa del Indiano era ya de noche. Daniel, el Mochuelo, pensó que era grato pensar en la oscuridad. Casi se asustó al sentir la presión de unos dedos en la carne de su brazo. Era la Uca-uca.

—¿Por qué has tardado tanto en dejarle los quesos a la Mica, Mochuelo? —inquirió la niña.

Le dolió que la Uca-uca vulnerase con este desparpajo su intimidad, que no le dejase tranquilo ni para madurar y reflexionar sobre su porvenir.

Adoptó un gracioso aire de superioridad.

—¿Vas a dejarme en paz de una vez, mocosa?

Andaba de prisa y la Mariuca-uca casi corría, a su lado, bajando la varga.

—¿Por qué te pusiste el traje nuevo para subirle los quesos, Mochuelo? Di —insistió ella.

Él se detuvo en medio de la carretera, exasperado. Dudó, por un momento, si abofetear a la niña.

—A ti no te importa nada de lo mío, ¿entiendes? —dijo, finalmente.

Le tembló la voz a la Uca-uca al indagar:

—¿Es que te gusta más la Mica que yo?

El Mochuelo soltó una carcajada. Se aproximó mucho a la niña para gritarle:

—¡Óyeme! La Mica es la chica más guapa del valle y tiene cutis y tú eres fea como un coco de luz y tienes la cara llena de pecas. ¿No ves la diferencia?

Reanudó la marcha hacia su casa. La Mariuca-uca ya no le seguía. Se había sentado en la cuneta derecha del camino y, ocultando la pecosa carita entre las manos, lloraba con un hipo atroz.

XIV

Podían decir lo que quisieran; eso no se lo impediría nadie. Pero lo que decían de ellos no se ajustaba a la verdad. Ni Roque, el Moñigo, tenía toda la culpa, ni ellos hacían otra cosa que procurar pasar el tiempo de la mejor manera posible. Que a la Guindilla mayor, al quesero, o a don Moisés, el maestro, no les agradase la forma que ellos tenían de pasar el tiempo era una cosa muy distinta. Mas ¿quién puede asegurar que ello no fuese una rareza de la Guindilla, el quesero y el Peón y no una perversidad diabólica por su parte?

La gente en seguida arremete contra los niños, aunque muchas veces el enojo de los hombres proviene de su natural irritable y suspicaz y no de las travesuras de aquéllos. Ahí estaba Paco, el herrero. Él les comprendía porque tenía salud y buen estómago, y si el Peón no hacía lo mismo era por sus ácidos y por su rostro y su hígado retorcidos. Y su mismo padre, el quesero, porque el afán ávido de ahorrar le impedía ver las cosas en el aspecto optimista y risueño que generalmente ofrecen. Y la Guindilla mayor, porque, a fin de cuentas, ella era la dueña del gato y le quería como si fuese una consecuencia irracional de su vientre seco. Mas tampoco ellos eran culpables de que la Guindilla mayor sintiera aquel afecto entrañable y desordenado por el animal, ni de que el gato saltara al escaparate en cuanto el sol, aprovechando cualquier descuido de las nubes, asomaba al valle su rostro congestionado y rubicundo. De esto no tenía la culpa nadie, ésa es la verdad. Pero Daniel, el Mochuelo, intuía que los niños tienen ineluctablemente la culpa de todas aquellas cosas de las que no tiene la culpa nadie.

Lo del gato tampoco fue una hazaña del otro jueves. Si el gato hubiese sido de Antonio, el Buche, o de las mismas Lepóridas, no hubiera ocurrido nada. Pero Lola, la Guindilla mayor, era una escandalosa y su amor por el gato una inclinación evidentemente enfermiza y anormal. Porque, vamos a ver, si la trastada hubiese sido grave o ligeramente pecaminosa, ¿se hubiera reído don José, el cura, con las ganas que se rió cuando se lo contaron? Seguramente, no. Además, ¡qué diablo!, el bicho se lo buscaba por salir al escaparate a tomar el sol. Claro que esta costumbre, por otra parte, representaba para Daniel, el Mochuelo, y sus amigos, una estimable ventaja económica. Si deseaban un real de galletas tostadas, en la tienda de las Guindillas, la mayor decía:

—¿De las de la caja o de las que ha tocado el gato?

—De las que ha tocado el gato —respondían ellos, invariablemente.

Las que «había tocado el gato» eran las muestras del escaparate y, de éstas, la Guindilla mayor daba cuatro por un real, y dos, por el mismo precio, de las de la caja. A ellos no les importaba mucho que las galletas estuvieran tocadas por el gato. En ocasiones estaban algo más que tocadas por el gato, pero tampoco en esos casos les importaba demasiado. Siempre, en cualesquiera condiciones, serían preferibles cuatro galletas que dos.

En lo concerniente a la lupa, fue Germán, el Tiñoso, quien la llevó a la escuela una mañana de primavera. Su padre la guardaba en el taller para examinar el calzado, pero Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», apenas la utilizaba porque tenía buena vista. La hubiera usado si las lupas poseyeran la virtud de levantar un poco las sayas de las mujeres, pero lo que él decía: «Para ver las pantorrillas más gordas y accidentadas de lo que realmente son, no vale la pena emplear artefactos».

Con la lupa de Germán, el Tiñoso, hicieron aquella mañana toda clase de experiencias. Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, encendieron, concentrando con ella los rayos de sol, dos defectuosos pitillos de follaje de patata. Después se analizaron minuciosamente las cicatrices que, agrandadas por el grueso del cristal, asumían una topografía irregular y monstruosa. Luego, se miraron los ojos, la lengua y las orejas y, por último, se cansaron de la lupa y de las extrañas imágenes que ella provocaba.

Fue al cruzar el pueblo hacia sus casas, de regreso de la escuela, que vieron el gato de las Guindillas, enroscado sobre el plato de galletas, en un extremo de la vitrina. El animal ronroneaba voluptuoso, con su negra y peluda panza expuesta al sol, disfrutando de las delicias de una cálida temperatura. Al aproximarse ellos, abrió, desconfiado, un redondo y terrible ojo verde, pero al constatar la protección de la luna del escaparate, volvió a cerrarlo y permaneció inmóvil, dulcemente transpuesto.

Nadie es capaz de señalar el lugar del cerebro donde se generan las grandes ideas. Ni Daniel, el Mochuelo, podría decir, sin mentir, en qué recóndito pliegue nació la ocurrencia de interponer la lupa entre el sol y la negra panza del animal, la idea surgió de él espontánea y como naturalmente. Algo así a como fluye el agua de un manantial. Lo cierto es que durante unos segundos los rayos del sol convergieron en el cuerpo del gato formando sobre su negro pelaje un lunar brillante. Los tres amigos observaban expectantes el proceso físico. Vieron cómo los pelos más superficiales chisporroteaban sin que el bicho modificara su postura soñolienta y voluptuosa. El lunar de fuego permanecía inmóvil sobre su oscura panza. De repente brotó de allí una tenue hebra de humo y el gato de las Guindillas dio, simultáneamente, un acrobático salto acompañado de rabiosos maullidos:

—¡¡Marramiauuuu!! ¡¡Miauuuuuuuu!!

Los maullidos agudos y lastimeros se diluían, poco a poco, en el fondo del establecimiento.

Sin acuerdo previo, los tres amigos echaron a correr. Pero la Guindilla fue más rápida que ellos y su rostro descompuesto asomó a la puerta antes de que los tres rapaces se perdieran varga abajo. La Guindilla blandía el puño en el aire y lloraba de rabia e impotencia:

—¡Golfos! ¡Sinvergüenzas! ¡Vosotros teníais que ser! ¡Me habéis abrasado el gato! ¡Pero ya os daré yo! ¡Os vais a acordar de esto!

Y, efectivamente, se acordaron, ya que fue más leonino lo que don Moisés, el Peón, hizo con ellos que lo que ellos habían hecho con el gato. Así y todo, en ellos se detuvo la cadena de escarmientos. Y Daniel, el Mochuelo, se preguntaba: «¿Por qué si quemamos un poco a un gato nos dan a nosotros una docena de regletazos en cada mano, y nos tienen todo un día sosteniendo con el brazo levantado el grueso tomo de la Historia Sagrada, con más de cien grabados a todo color, y al que a nosotros nos somete a esta caprichosa tortura no hay nadie que le imponga una sanción, consecuentemente más dura, y así, de sanción en sanción, no nos plantamos en la pena de muerte?». Pero, no. Aunque el razonamiento no era desatinado, el castigo se acababa en ellos. Éste era el orden pedagógico establecido y había que acatarlo con sumisión. Era la caprichosa, ilógica y desigual justicia de los hombres.

Daniel, el Mochuelo, pensaba, mientras pasaban lentos los minutos y le dolían las rodillas y le temblaba y sentía punzadas nerviosas en el brazo levantado con la Historia Sagrada en la punta, que el único negocio en la vida era dejar cuanto antes de ser niño y transformarse en un hombre. Entonces se podía quemar tranquilamente a un gato con una lupa sin que se conmovieran los cimientos sociales del pueblo y sin que don Moisés, el maestro, abusara impunemente de sus atribuciones.

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