Authors: Miguel Delibes
Quino, el Manco, sabía que en esta ocasión había que obrar con tiento. El pueblo aborrecía a la Guindilla y la Guindilla era una puritana y la otra Guindilla un gato escaldado. Tenía que actuar, pues, con cautela, sigilo y discreción.
Cambiaba de flor cada día y si la flor era grande introducía solamente un pétalo. Quino, el Manco, no ignoraba que una flor sin intención se la lleva el viento y una flor intencionada encierra más fuerza persuasiva que un filón de oro. Sabía también que la asiduidad y la constancia terminan por mellar el hierro.
Al mes, todo este caudal de ternuras acabó revertiendo, como no podía menos, en don José, el cura, que era un gran santo.
Dijo la Guindilla:
—Don José, ¿es pecado desear desmayarse en los brazos de un hombre?
—Depende de la intención —dijo el párroco.
—Sin más intención que desmayarse, don José.
—Pero, hija, ¿a tus años?
—Qué quiere, señor cura. Ninguna sabe cuándo le va a llegar la hora. El amor y la muerte, a traición. Y si es pecado desear desmayarse en los brazos de un hombre, yo vivo empecatada, don José, se lo advierto. Y lo mío no tiene remedio. Yo no podré desear otra cosa aunque usted me diga que ése es el mayor pecado del mundo. Ese deseo puede más que yo.
Y lloraba.
Don José movía la cabeza de un lado a otro maquinalmente, como un péndulo.
—Es Quino, ¿verdad? —dijo.
El pellejo de la Guindilla mayor se ahogó en rubores.
—Sí, él es, don José.
—Es un buen hombre, hija; pero es una calamidad —dijo el cura.
—No importa, don José. Todo tiene remedio.
—¿Qué dice tu hermana?
—No sabe nada aún. Pero ella no tiene fuerza moral para hablarme. Sería inútil que me diera consejos.
Irene, la Guindilla menor, se enteró al fin.
—Parece mentira, Lola. ¿Has perdido el juicio? —dijo.
—¿Por qué me dices eso?
—¿No lo sabes?
—No. Pero tú tampoco ignoras que en casa necesitamos un hombre.
—Cuando lo mío con Dimas no necesitábamos un hombre en casa.
—Es distinto, hermana.
—Ahora la que ha perdido la cabeza has sido tú; no hay otra diferencia.
—Quino tiene vergüenza.
—También Dimas parecía que la tenía.
—Iba por tu dinero. Dimas duró lo que las cinco mil pesetas. Tú lo dijiste.
—¿Es que crees que Quino va por tu persona?
La Guindilla mayor saltó, ofendida:
—¿Qué motivos tienes para dudarlo?
La Guindilla menor concedió:
—A la vista ninguno, desde luego.
—Además, yo no he de esconderme como tú. Yo someteré mi cariño a la ley de Dios.
Le brillaban los ojos a la Guindilla menor:
—No me hables de aquello; te lo pido por la bendita memoria de nuestros padres.
Aún en el pueblo no se barruntaba nada del noviazgo. Fue preciso que la Guindilla y Quino, el Manco, recorrieran las calles emparejados, un domingo por la tarde, para que el pueblo se enterase al fin. Y contra lo que Quino, el Manco, suponía, no se marchitaron los geranios en los balcones, ni se estremecieron las vacas en sus establos, ni se hendió la tierra, ni se desmoronaron las montañas al difundirse la noticia. Apenas unas sonrisas incisivas y unas insinuaciones de doble sentido. Menos no podía esperarse.
Dos semanas después, la Guindilla mayor fue a ver de nuevo a don José.
—Señor cura, ¿es pecado desear que un hombre nos bese en la boca y nos estruje entre sus brazos con todo su vigor, hasta destrozarnos?
—Es pecado.
—Pues yo no puedo remediarlo, don José. Peco a cada minuto de mi vida.
—Tú y Quino debéis casaros —dijo, sin más, el cura.
Irene, la Guindilla menor, puso el grito en el cielo al conocer la sentencia de don José:
—Le llevas diez años, Lola; y tú tienes cincuenta. Sé sensata; reflexiona. Por amor de Dios, vuelve en ti antes de que sea tarde.
La Guindilla mayor acababa de descubrir que había una belleza en el sol escondiéndose tras los montes y en el gemido de una carreta llena de heno, y en el vuelo pausado de los milanos bajo el cielo límpido de agosto, y hasta en el mero y simple hecho de vivir. No podía renunciar a ella ahora que acababa de descubrirla.
—Estoy decidida, hermana. Tú tienes la puerta abierta para marchar cuando lo desees —dijo.
La Guindilla menor rompió a llorar, luego le dio un ataque de nervios, y, por último, se acostó con fiebre. Así estuvo una semana. El domingo había desaparecido la fiebre. La Guindilla mayor entró en la habitación de puntillas y descorrió las cortinas alborozada.
—Vamos, hermana, levántate —dijo—. Don José leerá hoy, en la misa, mi primera amonestación. Hoy debe ser para ti y para mí un día inolvidable.
La Guindilla menor se levantó sin decir nada, se arregló y marchó con su hermana a oír la primera amonestación. De regreso, ya en casa, Lola dijo:
—Anímate, hermana, tú serás mi madrina de boda.
Y, efectivamente, la Guindilla menor hizo de madrina de boda. Todo ello sin rechistar. A los pocos meses de casada, la Guindilla mayor, extrañada de la sumisión y mudez de Irene, mandó llamar a don Ricardo, el médico.
—Esta chica ha sufrido una impresión excesiva. No razona. De todos modos no es peligrosa. Su trastorno no da muestra alguna de violencia —dijo el médico. Luego le recetó unas inyecciones y se marchó.
La Guindilla mayor se puso a llorar acongojada.
Pero a Daniel, el Mochuelo, nada de esto le causó sorpresa. Empezaba a darse cuenta de que la vida es pródiga en hechos que antes de acontecer parecen inverosímiles y luego, cuando sobrevienen, se percata uno de que no tienen nada de inextricables ni de sorprendentes. Son tan naturales como que el sol asome cada mañana, o como la lluvia, o como la noche, o como el viento.
Él siguió la marcha de las relaciones de la Guindilla y Quino, el Manco, por la Uca-uca. Fue un hecho curioso que tan pronto conoció estas relaciones, sintió que se desvanecía totalmente su vieja aversión por la chiquilla. Y en su lugar brotaba como un vago impulso de compasión.
Una mañana la encontró hurgando entre la maleza, en la ribera del río.
—Ayúdame, Mochuelo. Se ha escondido aquí un malvís que casi no vuela.
Él se afanó por atrapar al pájaro. Al fin lo consiguió, pero el animalito, forcejeando por escapar, se precipitó insensatamente en el río y se ahogó en un instante. Entonces la Mariuca-uca se sentó en la orilla, con los pies sumergidos en la corriente. El Mochuelo se sentó a su lado. A ambos les entristecía la inopinada muerte del pájaro. Luego, la tristeza se disipó.
—¿Es verdad que tu padre se va a casar con la Guindilla? —dijo el Mochuelo.
—Eso dicen.
—¿Quién lo dice?
—Ellos.
—¿Tú qué dices?
—Nada.
—Tu padre, ¿qué dice?
—Que se casa para que yo tenga una madre.
—Ni pintada querría yo una madre como la Guindilla —dijo el Mochuelo.
—El padre dice que ella me lavará la cara y me peinará las trenzas.
Volvió a insistir el Mochuelo:
—Y tú, ¿qué dices?
—Nada.
Daniel, el Mochuelo, presentía la tribulación inexpresada de la pequeña, el valor heroico de su hermetismo, tan dignamente sostenido.
La niña preguntó de pronto:
—¿Es cierto que tú te marchas a la ciudad?
—Dentro de tres meses. He cumplido ya once años. Mi padre quiere que progrese.
—Y tú, ¿qué dices?
—Nada.
Después de hablar se dio cuenta el Mochuelo de que se habían cambiado las tornas; de que era él, ahora, el que no decía nada. Y comprendió que entre él y la Uca-uca surgía de repente un punto común de rara afinidad. Y que no lo pasaba mal charlando con la niña, y que los dos se asemejaban en que tenían que acatar lo que más convenía a sus padres sin que a ellos se les pidiera opinión. Y advirtió también que estando así, charlando de unas cosas y otras, se estaba bien y no se acordaba para nada de la Mica. Y, sobre todo, que la idea de marchar a la ciudad a progresar, volvía a hacérsele ardua e insoportable. Cuando quisiera volver de la ciudad de progresar, la Mica, de seguro, habría perdido el cutis y tendría, a cambio, una docena de chiquillos.
Ahora se encontraba con la Uca-uca con más frecuencia y ya no la rehuía con la hosquedad que lo hacía antes.
—Uca-uca, ¿cuándo es la boda?
—Para julio.
—Y tú, ¿qué dices?
—Nada.
—Y ella, ¿qué dice?
—Que me llevará a la ciudad, cuando sea mi madre, para que me quiten las pecas.
—Y tú, ¿quieres?
Se azoraba la Uca-uca y bajaba los ojos:
—Claro.
El día de la boda Mariuca-uca no apareció por ninguna parte. Al anochecer, Quino, el Manco, se olvidó de la Guindilla mayor y de todo y dijo que había que buscar a la niña costara lo que costase. Daniel, el Mochuelo, observaba fascinado los preparativos en su derredor. Los hombres con palos, faroles y linternas, con los pies embutidos en gruesas botas claveteadas que producían un ruido chirriante al moverse en la carretera.
Daniel, el Mochuelo, al ver que se pasaba el tiempo sin que los hombres regresaran de las montañas, se fue llenando de ansiedad. Su madre lloraba a su lado y no cesaba de decir: «Pobre criatura». Por lo visto no era partidaria de dar a la Uca-uca una madre postiza. Cuando Rafaela, la Chancha, la mujer del Cuco, el factor, pasó a la quesería diciendo que era probable que a la niña la hubiera devorado un lobo, Daniel, el Mochuelo, tuvo ganas de gritar con toda su alma. Y fue en ese momento cuando se confesó que si a la Uca-uca le quitaban las pecas, le quitaban la gracia y que él no quería que a la Uca-uca le quitaran las pecas y tampoco que la devorase un lobo.
A las dos de la madrugada regresaron los hombres con los palos, las linternas y los faroles y la Mariuca-uca en medio, muy pálida y desgreñada. Todos corrieron a casa de Quino, el Manco, a ver llegar a la niña y a besarla y a estrujarla y a celebrar la aparición. Pero la Guindilla se adelantó a todos y recibió a la Uca-uca con dos sopapos, uno en cada mejilla. Quino, el Manco, contuvo a duras penas una blasfemia, pero llamó la atención a la Guindilla y le dijo que no le gustaba que golpeasen a la niña y doña Lola le contestó irritada que «desde la mañana era ya su madre y tenía el deber de educarla». Entonces Quino, el Manco, se sentó en una banqueta de la tasca y se echó de bruces sobre el brazo que apoyaba en la mesa, como si llorara, o como si acabara de sobrevenirle una gran desgracia.
Germán, el Tiñoso, levantó un dedo, ladeó un poco la cabeza para facilitar la escucha, y dijo:
—Eso que canta en ese bardal es un rendajo.
El Mochuelo dijo:
—No. Es un jilguero.
Germán, el Tiñoso, le explicó que los rendajos tenían unas condiciones canoras tan particulares, que podían imitar los gorjeos y silbidos de toda clase de pájaros. Y los imitaban para atraerlos y devorarlos luego. Los rendajos eran pájaros muy poco recomendables, tan hipócritas y malvados.
El Mochuelo insistió:
—No. Es un jilguero.
Encontraba un placer en la contradicción aquella mañana. Sabía que había una fuerza en su oposición, aunque ésta fuese infundada. Y hallaba una satisfacción morbosa y oscura en llevar la contraria.
Roque, el Moñigo, se incorporó de un salto y dijo:
—Mirad; un tonto de agua.
Señalaba a la derecha de la Poza, tres metros más allá de donde desaguaba El Chorro. En el pueblo llamaban tontos a las culebras de agua. Ignoraban el motivo, pero ellos no husmeaban jamás en las razones que inspiraban el vocabulario del valle. Lo aceptaban, simplemente, y sabían por eso que aquella culebra que ganaba la orilla a coletazos espasmódicos era un tonto de agua. El tonto llevaba un pececito atravesado en la boca. Los tres se pusieron en pie y apilaron unas piedras.
Germán, el Tiñoso, advirtió:
—No dejarle subir. Los tontos en las cuestas se hacen un aro y ruedan más de prisa que corre una liebre. Y atacan, además.
Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, miraron atemorizados al animal. Germán, el Tiñoso, saltó de roca en roca para aproximarse con un pedrusco en la mano. Fue una mala pisada o un resbalón en el légamo que recubría las piedras, o un fallo de su pierna coja. El caso es que Germán, el Tiñoso, cayó aparatosamente contra las rocas, recibió un golpe en la cabeza, y de allí se deslizó, como un fardo sin vida, hasta la Poza. El Moñigo y el Mochuelo se arrojaron al agua tras él, sin titubeos. Braceando desesperadamente lograron extraer a la orilla el cuerpo de su amigo. El Tiñoso tenía una herida enorme en la nuca y había perdido el conocimiento. Roque y Daniel estaban aturdidos. El Mochuelo se echó al hombro el cuerpo inanimado del Tiñoso y lo subió hasta la carretera. Ya en casa de Quino, la Guindilla le puso unas compresas de alcohol en la cabeza. Al poco tiempo pasó por allí Esteban, el panadero, y lo transportó al pueblo en su tartana.
Rita, la Tonta, prorrumpió en gritos y ayes al ver llegar a su hijo en aquel estado. Fueron unos instantes de confusión. Cinco minutos después, el pueblo en masa se apiñaba a la puerta del zapatero. Apenas dejaban paso a don Ricardo, el médico; tal era su anhelante impaciencia. Cuando éste salió, todos los ojos le miraban, pendientes de sus palabras:
—Tiene fracturada la base del cráneo. Está muy grave. Pidan una ambulancia a la ciudad —dijo el médico.
De repente, el valle se había tornado gris y opaco a los ojos de Daniel, el Mochuelo. Y la luz del día se hizo pálida y macilenta. Y temblaba en el aire una fuerza aún mayor que la de Paco, el herrero. Pancho, el Sindiós, dijo de aquella fuerza que era el Destino, pero la Guindilla dijo que era la voluntad del Señor. Como no se ponían de acuerdo, Daniel se escabulló y entró en el cuarto del herido. Germán, el Tiñoso, estaba muy blanco y sus labios encerraban una suave y diluida sonrisa.
El Tiñoso sirvió de campo de batalla, durante ocho horas, entre la vida y la muerte. Llegó la ambulancia de la ciudad con Tomás, el hermano del Tiñoso, que estaba empleado en una empresa de autobuses. El hermano entró en la casa como loco y en el pasillo se encontró con Rita, la Tonta, que salía despavorida de la habitación del enfermo. Se abrazaron madre e hijo de una manera casi eléctrica. La exclamación de la Tonta fue como un chispazo fulminante.
—Tomás, llegas tarde. Tu hermano acaba de morir —dijo.