El caballo y su niño (12 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: El caballo y su niño
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—Escuchar es obedecer —gimió el miserable—. Has de saber entonces, oh muy razonable Tisroc, que, en primer lugar, el peligro del Príncipe no es del todo tan grande como podría parecer. Porque los dioses han negado a los bárbaros la luz de la discreción, por lo cual su poesía no está, como la nuestra, llena de escogidos apotegmas y útiles máximas, sino llena de puro amor y guerra. Por consiguiente, nada les parecerá más noble y admirable que una loca empresa como ésta de... ¡ay!

Pues el Príncipe, a la palabra “loca”, le dio nuevamente de puntapiés.

—Déjalo, ¡oh hijo mío! —dijo el Tisroc—. Y tú, estimable Visir, te deje él o no, no debes por ningún motivo permitir que se interrumpa el flujo de tu elocuencia. Porque nada es más idóneo a personas de gran seriedad y decoro que tolerar inconvenientes menores con fidelidad.

—Escuchar es obedecer —respondió el Visir, culebreando un poco con el fin de poner sus partes traseras lejos de los pies de Rabadash—. Nada, decía, será considerado tan digno de perdón, si no estimable a sus ojos como este... ar... arriesgado intento, especialmente si se lleva a cabo por el amor de una mujer. Por eso, si por desgracia el Príncipe cae en sus manos, es seguro que no lo matarán. No, incluso puede suceder que, a pesar de que él hubiese fracasado en su intento de llevarse a la reina, al ver su gran valor y los extremos de su pasión, el corazón de dicha reina se incline hacia él.

—Ese es un buen argumento, viejo charlatán —dijo Rabadash—. Muy bueno, a pesar de haber salido de tu repugnante cabeza.

—El elogio de mis amos es la luz de mis ojos —dijo Ahoshta—. Y segundo, ¡oh Tisroc!, cuyo reinado debe ser y será interminable, creo que con la ayuda de los dioses es muy probable que Anvard caiga en manos del Príncipe. Y si así ocurre, tenemos a Narnia por el cuello.

Hubo una larga pausa y la habitación quedó tan en silencio que las dos niñas apenas se atrevían a respirar. Por fin el Tisroc habló.

—Ve, hijo mío —dijo—. Y haz como dices. Mas no esperes ayuda ni apoyo de mi parte. No te vengaré si te dan muerte y no te libertaré si los bárbaros te ponen en prisión. Y si, ya sea en el éxito o en el fracaso, derramas una gota más de la necesaria de la noble sangre narniana y por tal causa se desata una guerra, jamás volverás a tener mi favor y tu hermano menor tomará tu lugar en Calormen. Y ahora, ve. Sé veloz, discreto y afortunado. Que la fuerza de Tash el inexorable, el irresistible, esté en tu espada y en tu lanza.

—Escuchar es obedecer —gritó Rabadash, y después de arrodillarse por un momento para besar las manos de su padre, se precipitó fuera de la habitación. Para gran desilusión de Aravis, que se sentía terriblemente acalambrada, el Tisroc y el Visir se quedaron.

—Oh Visir —dijo el Tisroc—, ¿estás seguro de que ni un alma viviente sabe de este consejo que hemos celebrado aquí esta noche?

—Oh mi amo —repuso Ahoshta—, es imposible que alguien lo sepa. Por esa precisa razón fue que yo sugerí, y tú en tu infalible sabiduría aceptaste, que deberíamos reunimos aquí, en el Antiguo Palacio, donde no se celebran jamás consejos y nadie de tu familia tiene oportunidad de venir.

—Está bien —dijo el Tisroc—. Si algún hombre lo supiera, haría que él muriese antes de una hora. Y tú también, oh prudente Visir, deberás olvidarlo. Yo borro de mi propio corazón y del tuyo todo conocimiento de los planes del Príncipe. El se ha marchado sin mi conocimiento ni mi consentimiento, no se adonde, motivado por su violencia y la impetuosa y desobediente disposición de la juventud. Nadie se asombrará tanto como tú y yo al oír que Anvard está en sus manos.

—Escuchar es obedecer —dijo Ahoshta.

—Es por eso que no pensarás jamás, ni siquiera en lo más secreto de tu corazón, que soy el padre de corazón más duro que así manda a su hijo primogénito a una empresa que probablemente será su muerte; que ha de ser muy grata para ti que no amas al Príncipe. Pues yo veo en la profundidad de tu mente.

—¡Oh intachable Tisroc! —dijo el Visir—. En comparación contigo yo no amo ni al Príncipe, ni a mi propia vida, ni al pan, ni al agua ni a la luz del sol.

—Tus sentimientos —dijo el Tisroc— son elevados y correctos. Yo tampoco amo ninguna de esas cosas en comparación con la gloria y la fuerza de mi trono. Si el Príncipe triunfa, tendremos Archenland, y tal vez en el futuro Narnia. Si fracasa... tengo otros dieciocho hijos y Rabadash, como gran parte de los hijos mayores de los reyes, está empezando a ser peligroso Más de cinco Tisrocs en Tashbaan han muerto antes de que llegara su hora porque sus hijos mayores, príncipes muy inteligentes, se cansaron de esperar su trono. Es mejor que vaya a enfriar su sangre al extranjero antes que le hierva de inacción aquí. Y ahora, oh excelente Visir, el exceso de mi ansiedad paternal me induce al sueño. Envía los músicos a mi aposento. Pero antes de que te recuestes, retira el perdón que escribimos para el tercer cocinero. Siento en mí los pronósticos manifiestos de una indigestión.

—Escuchar es obedecer —dijo el Gran Visir.

Se arrastró hacia atrás en cuatro patas hasta la puerta, se levantó, hizo una reverencia y salió. Aun entonces el Tisroc permaneció sentado en silencio sobre el diván hasta que Aravis casi empezó a temer que se hubiese quedado dormido. Pero finalmente, con grandes crujidos y suspiros, alzó su enorme cuerpo, hizo señas a los esclavos para que lo precedieran con las luces y salió. La puerta se cerró tras él, la habitación volvió a quedar en tinieblas y las dos niñas pudieron respirar con libertad nuevamente.

A través del desierto

—¡Qué espanto! ¡Qué cosa más espantosa! —se quejó Lasaralín—. Oh querida, estoy tan asustada. Tiemblo entera. Tócame.

—Vámonos —respondió Aravis, que también estaba temblando—. Se han ido de vuelta al palacio nuevo. Una vez fuera de esta habitación estaremos a salvo. Pero hemos perdido un montón de tiempo. Llévame abajo hasta esa compuerta lo más rápido que puedas.

—Querida, ¿cómo
puedes
decir eso? —chilló Lasaralín—. No puedo hacer nada... ahora no. ¡Mis pobres nervios! No; debemos descansar un rato y después regresar.

—¿Por qué regresar? —preguntó Aravis.

—Oh, tú no entiendes. Eres tan incomprensiva —dijo Lasaralín, empezando a llorar. Aravis decidió que ésta no era la ocasión para sentir piedad.

—¡Oye! —exclamó, cogiéndola y dándole un buen zamarrón—. Si vuelves a decir una palabra más sobre regresar, y si no me llevas de inmediato a la compuerta, ¿sabes lo que te haré? Me iré corriendo por ese callejón y me pondré a gritar. Y entonces nos capturarán a las dos.

—Pero nos matarán a-a-a las d-d-dos —tartamudeó Lasaralín—. ¿No oíste lo que el Tisroc (que viva para siempre) dijo?

—Sí, y prefiero que me maten antes que casarme con Ahoshta. Así es que
vamos.

—Oh, eres despiadada —dijo Lasaralín—. ¡Y yo en este estado!

Pero al final se rindió ante Aravis. La guió por el camino bajando los peldaños que ya antes habían descendido y a través de otro corredor y de este modo finalmente salieron al aire libre. Se encontraban ahora en el jardín del palacio que caía en terrazas hasta la muralla de la ciudad. La luna brillaba con todo su esplendor. Uno de los inconvenientes de las aventuras es que cuando llegas a los lugares más lindos estás siempre demasiado ansioso y apurado como para apreciarlos; por lo que Aravis (a pesar de que los recordaba años más tarde) tuvo sólo una vaga impresión de prados grises, fuentes de silencioso burbujear y las largas sombras negras de los cipreses.

Cuando llegaron al fondo y la muralla se alzó amenazadora ante ellas, Lasaralín temblaba de tal modo que no lograba desatrancar la puerta. Aravis lo hizo. Allí, por fin, estaban el río, bañado por el claro de luna, y un pequeño embarcadero y algunos botes de paseo.

—Adiós —dijo Aravis—, y gracias. Siento haber sido maleducada. ¡Pero piensa de lo que estoy huyendo!

—Oh Aravis, querida —dijo Lasaralín—. ¿No cambiarás de opinión? ¿Ahora que has visto qué gran hombre es Ahoshta!

—¡Gran hombre! —exclamó Aravis—. Un repulsivo esclavo rastrero que adula cuando es golpeado pero que guarda todo como un tesoro y espera tener su propia recompensa incitando a ese horrible Tisroc a tramar la muerte de su hijo. ¡Puf! Preferiría casarme con el pinche de cocina de la casa de mi padre antes que con una criatura como esa.

—¡Oh Aravis, Aravis! ¡Cómo puedes decir cosas tan espantosas? Y también contra el Tisroc (que viva para siempre). ¡Tiene que ser correcto ya que
él
lo va a hacer!

—Adiós —dijo Aravis— y tus vestidos me parecieron encantadores. Y tu casa también es encantadora. Estoy segura de que tienes una vida encantadora... aunque a mí no me guste. Cierra con suavidad la puerta detrás de mí.

Se desprendió bruscamente de los cariñosos abrazos de su amiga, se subió a una canoa, cortó amarras, y unos momentos más tarde estaba en el medio del río, con una inmensa luna real arriba y una inmensa luna que se reflejaba abajo, muy muy abajo, en el río. El aire era fresco y puro y a medida que se acercaba a la ribera más distante, oyó el ulular de un búho. “Ah, eso ya está mejor!”, pensó Aravis. Había vivido siempre en el campo y había detestado cada minuto que pasó en Tashbaan.

Cuando pisó tierra, se encontró rodeada de oscuridad debido a que la elevación del terreno y los árboles tapaban la luz de la luna. Pero se ingenió para encontrar el mismo camino que Shasta había encontrado, y, al igual que él, llegó precisamente al lugar donde se terminaba el pasto y comenzaba la arena, y miró (como él) a su izquierda y vio las grandes y negras Tumbas. Y ahora por fin, a pesar de ser una niña tan valiente, su corazón se acobardó. ¡Supongamos que los otros no estén allí! ¡Supongamos que estén los demonios! Pero echó hacia adelante el mentón (y sacó un poquito la lengua) y caminó derecho hacia ellas.

Pero antes de llegar, vio a Bri y a Juin y al mozo.

—Ya puedes regresar donde tu ama —dijo Aravis (olvidando por completo que él no podría hacerlo hasta que se abrieran las puertas de la ciudad a la mañana siguiente)—. Aquí tienes dinero por tus molestias.

—Escuchar es obedecer —dijo el mozo, y de inmediato salió disparado con admirable celeridad rumbo a la ciudad. No había para qué decirle que se apurara: también él había estado pensando muchísimo en los demonios.

Los minutos siguientes Aravis los dedicó a besar las narices y acariciar los cuellos de Juin y Bri, tal como si fueran unos caballos comunes y corrientes.

—¡Y ahí viene Shasta! ¡Gracias sean dadas al León! —dijo Bri.

Aravis miró a su alrededor, y allí, era muy cierto, estaba Shasta, que había salido de su escondite en cuanto vio que se había ido el mozo.

—Y ahora —dijo Aravis—, no hay un minuto que perder.

Y en apresuradas palabras les contó sobre la expedición de Rabadash.

—¡Canallas traidores! —exclamó Bri, meneando sus crines y dando patadas con sus cascos—. ¡Un ataque en tiempos de paz, sin haber enviado un desafío! Pero le ganaremos el quien vive. Estaremos allí antes que él.

—¿Podremos? —dijo Aravis, subiéndose de un salto en la montura de Juin. Shasta hubiera querido poder montar así.

—¡Bruhú! —relinchó Bri—. Sube, Shasta. ¡Podremos! ¡Y con una buena ventaja además!

—El dijo que se pondría en marcha inmediatamente —dijo Aravis.

—Esa es la manera de hablar que tienen los humanos —explicó Bri—. Pero no puedes conseguir un ejército de doscientos caballos y jinetes, con sus correspondientes aprovisionamientos de agua y vituallas, sus armas y monturas, y listos para partir, todo en un minuto. Bien, ¿cuál es la dirección? ¿Al norte?

—No —intervino Shasta—. Yo sé por donde es. He dibujado una línea. Les explicaré más tarde. Avancen un poco hacia la izquierda, los dos caballos. ¡Ah, eso es!

—Entonces ahora —dijo Bri—, todo lo que se dice sobre galopar día y noche, como en lo cuentos, en la realidad no puede hacerse. Se debe caminar y trotar, pero trotes rápidos y caminatas cortas. Y cada vez que vayamos al paso, ustedes los dos humanos pueden desmontar y caminar también. ¿Estás lista, Juin? Allá vamos. ¡Narnia y el Norte!

Al comienzo fue delicioso. Había anochecido hacía ya tantas horas que la arena casi había terminado de devolver el calor del sol que había recibido durante el día, y el aire era puro, fresco y claro. A la luz de la luna, en cualquiera dirección y a cualquiera distancia, veían relucir la arena como si fuera agua tersa o una enorme bandeja de plata. Aparte los ruidos que hacían los cascos de Bri y Juin, no se escuchaba el menor sonido.

Shasta casi se hubiese quedado dormido si no hubiera que desmontar y ponerse a caminar de vez en cuando.

Esto pareció durar horas. Luego llegó un momento en que no hubo ya luna. Pareció que cabalgaban en la profunda oscuridad por horas y horas. Y después llegó un momento en que Shasta advirtió que podía ver el cuello de Bri y su cabeza frente a él con un poco más de claridad que antes; y lentamente, muy lentamente, comenzó a vislumbrar la vasta llanura gris a cada lado. Se veía absolutamente desierta, como algo en medio de un mundo muerto; y Shasta se sintió terriblemente cansado y se dio cuenta de que tenía cada vez más frío y de que sus labios estaban secos. Y todo el tiempo
scuic,
crujía el cuero,
tintín,
tintineaban los frenos; y el ruido de los cascos: no el
própatiprópati
como si fueran por camino áspero, sino el
zábadizábadi
sobre la arena seca.

Por fin, después de horas de cabalgar, muy a lo lejos, a su derecha, surgió una sola raya larga de color gris más pálido, muy abajo en el horizonte. Luego una raya de color rojo. Era la mañana, finalmente, pero sin que cantara ni un solo pájaro. Ahora se alegraba de las pequeñas caminatas, pues sentía más frío que nunca.

Y de repente salió el sol y todo cambió en un segundo. La arena gris se volvió amarilla y centelleó como si estuviese sembrada de diamantes. A la izquierda, las sombras de Shasta y Juin y Bri y Aravis, enormemente largas, echaban carrera junto a ellos. La doble punta del Monte Pire, mucho más adelante, relucía a la luz del sol y Shasta advirtió que se estaban apartando un tanto del rumbo. “Un poco más a la izquierda, un poco más a la izquierda”, voceó. Lo mejor era que, al mirar hacia atrás, veías que Tashbaan apenas se vislumbraba empequeñecida y remota. Las tumbas eran totalmente invisibles ya, tragadas por esa única joroba de puntas desiguales que era la ciudad del Tisroc. Todos se sintieron mejor.

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