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Authors: C.S. Lewis

El caballo y su niño (11 page)

BOOK: El caballo y su niño
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—¡Tash nos libre! —murmuró Lasaralín—.
¡Qué
vamos a hacer si viene para acá! ¿Podremos escondernos?

Había una blanda alfombra bajo sus pies. Entraron a la pieza a tientas y tropezaron con un sofá.

—Tendámonos detrás de él —lloriqueó Lasaralín—. Ay,
ojalá
no hubiéramos venido.

Apenas había espacio entre el sofá y las cortinas de la muralla y las niñas se acurrucaron entremedio. Lasaralín se las arregló para acomodarse en la mejor postura y quedó totalmente oculta. La parte de arriba de la cara de Aravis sobresalía del sofá, de modo que si alguien entraba en ese cuarto con una luz y acertaba a mirar exactamente al lugar preciso, la vería de inmediato. Claro que, como usaba velo, lo que verían no les parecería a primera vista que fuera una frente y un par de ojos. Aravis empujaba con desesperación tratando de que Lasaralín le diera un poquito más de espacio. Pero Lasaralín, muy egoísta en su pánico, se defendió y le pellizcó los pies.

Dejaron de luchar y se quedaron inmóviles, jadeando un poco. Su propio aliento les parecía horriblemente ruidoso, pero no había ningún otro ruido.

—¿Estaremos a salvo? —preguntó Aravis por fin, en el más tenue de los susurros.

—Cr-cre-creo que sí —empezó a decir Lasaralín—. Pero mis pobres nervios...

Y entonces se escuchó el más temible ruido que pudieran oír en ese momento: el ruido de la puerta al abrirse. Y entró un rayo de luz. Y como Aravis no podía inclinar la cabeza detrás del sofá, pudo ver todo.

Primero entraron los dos esclavos (sordos y mudos, como supuso Aravis con toda razón, y por lo tanto utilizados en los consejos más secretos) caminando para atrás y llevando sus velas. Tomaron colocación parados a cada extremo del sofá. Esto fue muy bueno, porque ahora había menos posibilidades de ver a Aravis una vez que frente a ella había un esclavo y que ella miraba por entre sus talones. Luego entró un anciano, muy gordo, que usaba un rarísimo sombrero apuntado, por el cual Aravis supo de inmediato que se trataba del Tisroc. La joya más pequeña de las que lo cubrían valía más que todas las vestimentas y armas de todos los nobles narnianos juntos; pero era tan gordo y era tal la masa de vuelos y plisados y lazos y botones y borlas y talismanes que Aravis no podía dejar de pensar que las modas narnianas (por lo menos las de los hombres) eran más elegantes. Detrás de él venía un joven alto con un turbante enjoyado y emplumado sobre su cabeza y una cimitarra en vaina de marfil colgando de su cintura. Se le veía muy excitado y sus ojos y dientes resplandecían fieramente a la luz de las velas. Al último entró un anciano de baja estatura, jorobado y apergaminado en quien Aravis, con un escalofrío, reconoció al nuevo Gran Visir y a su propio prometido, Ahoshta Tarkaan.

En cuanto los tres entraron al cuarto y se hubo cerrado la puerta, el Tisroc se sentó en el diván con un suspiro de satisfacción, el joven tomó su lugar de pie ante él, y el Gran Visir se arrodilló, apoyó sus codos y dejó caer su gorda cara sobre la alfombra.

En casa del Tisroc

—Oh padre mío y oh la delicia de mis ojos —comenzó el joven, musitando las palabras rápidamente y de mala gana y como si el Tisroc no fuera en absoluto la delicia de sus ojos—. Que vivas para siempre, pero a mí me has destruido completamente. Si me hubieras dado la más veloz de las galeras al amanecer cuando recién reparé en que el barco de los malditos bárbaros ya no estaba en su sitio, tal vez habría podido alcanzarlos. Pero tú me persuadiste de enviar a ver si no se trataba solamente de que hubieran cambiado de posición a un mejor ancladero. Y así hemos perdido todo el día. ¡Y se han ido... se han ido... fuera de mi alcance! ¡Esa falsa mujerzuela, esa...! —y aquí agregó unas cuantas descripciones de la reina Susana que no se ven muy bonitas impresas. Este joven era, claro está, el Príncipe Rabadash y, claro está, la falsa mujerzuela era Susana de Narnia.

—Tranquilízate, oh hijo mío —dijo el Tisroc—. Porque la partida de los invitados deja una herida que cicatriza fácilmente en el corazón de un huésped juicioso.

—Pero la quiero a ella —gritó el Príncipe—. Debo tenerla. Moriré si no la logro, ¡Esa falsa, orgullosa hija de perro de negro corazón! No puedo dormir y mi comida no tiene sabor y mis ojos se han oscurecido por culpa de su belleza. Tengo que conseguir a la reina bárbara.

—Como bien dice un inspirado poeta —observó el Visir, levantando su rostro (bastante polvoriento) de la alfombra—, beber largos tragos en la fuente de la razón es muy conveniente para extinguir el fuego de un amor juvenil.

Esto pareció exasperar al Príncipe.

—¡Perro! —gritó, dirigiendo una serie de certeros puntapiés al trasero del Visir—. No te atrevas a citarme a los poetas. Me han estado lanzando máximas y versos todo el día y no soporto uno más.

Me temo que Aravis no sintió lástima del Visir.

El Tisroc se hallaba aparentemente sumido en sus pensamientos, pero cuando, luego de una larga pausa, se dio cuenta de lo que pasaba, dijo tranquilamente:

—Hijo mío, por favor deja de seguir dando puntapiés al venerable e ilustrado Visir; pues así como una costosa joya retiene su valor aunque esté escondida en un basurero, la ancianidad y la discreción deben ser respetadas aun en la vil persona de nuestros súbditos. Por lo tanto, desiste y dinos lo que deseas y propones.

—Deseo y propongo, oh padre mío —respondió Rabadash—, que convoques de inmediato a tus invencibles ejércitos e invadas la tres veces maldita tierra de Narnia y la arrases a fuego y espada y la anexes a tu imperio sin límites, mates a su gran Rey y a todos los de su sangre excepto a la reina Susana. Porque he de tenerla por esposa, aunque antes habrá que darle un buen escarmiento.

—Entiende, oh hijo mío —contestó el Tisroc—, que ninguna de tus palabras me impulsará a una guerra abierta contra Narnia.

—Si no fueras mi padre, oh inmortal Tisroc —dijo el Príncipe, haciendo rechinar los dientes—, diría que ésas son las palabras de un cobarde.

—Y si tú no fueras mi hijo, oh inflamabilísimo Rabadash —replicó su padre—, tu vida sería corta y tu muerte lenta por lo que has dicho.

(La voz fría y plácida con que dijo estas palabras heló la sangre en las venas de Aravis.)

—¿Pero por qué, oh padre mío —dijo el Príncipe, esta vez en un tono mucho más respetuoso—, por qué tenemos que pensar dos veces antes de castigar a Narnia más que en ahorcar un esclavo holgazán o en ordenar que un caballo viejo se utilice como alimento para perros? No es ni la cuarta parte del tamaño de una de tus provincias más pequeñas. Unas mil lanzas podrían conquistarla en cinco semanas. Es un borrón indecoroso en las afueras de tu imperio.

—Sin ninguna duda —dijo el Tisroc—. Estos paisillos bárbaros que se dicen
libres
(que es como decir holgazanes, desordenados e improductivos) son aborrecidos por los dioses y por toda persona de discernimiento.

—¿Entonces por qué hemos soportado que un país como Narnia permanezca un tiempo tan largo sin ser dominado?

—Has de saber, oh esclarecido Príncipe —dijo el Gran Visir—, que hasta el año en que tu eminente padre comenzó su saludable e interminable reinado, la tierra de Narnia estuvo cubierta de hielo y nieve y, además, era gobernada por la más poderosa hechicera.

—Eso lo sé perfectamente bien, oh locuaz Visir —respondió el Príncipe—. Pero también sé que la hechicera ha muerto. Y que el hielo y la nieve han desaparecido, de modo que ahora Narnia es una tierra sana, fértil y deliciosa.

—Y este cambio, oh cultísimo Príncipe, sin duda ha sido el producto de los poderosos conjuros de aquellos malvados que se hacen llamar Reyes y Reinas de Narnia.

—Yo más bien soy de la opinión —replicó Rabadash— de que todo ha sucedido por la alteración del curso de las estrellas y la intervención de causas naturales.

—Todo esto —intervino el Tisroc— es materia de discusión de hombres letrados. Yo jamás creeré que una tan enorme alteración y la muerte de la vieja hechicera se hayan realizado sin la ayuda de una fuerte magia. Y es natural que tales cosas sucedan en esa tierra, habitada principalmente por demonios con forma de animales que hablan como los hombres, y monstruos que son mitad hombre y mitad bestia. Se dice frecuentemente que el gran Rey de Narnia (a quien los dioses den su eterno repudio) es apoyado por un demonio de horrible aspecto y de irresistible maleficencia que aparece bajo la forma de un León. Por lo tanto, el ataque a Narnia es una empresa tenebrosa e incierta, y estoy determinado a no poner mi mano donde no pueda retirarla.

—¡Qué bendición ha recibido Calormen —dijo el Visir, asomando otra vez su cara—, a cuyo gobernante los dioses han querido otorgar prudencia y circunspección! Con todo, como ha dicho el irrefutable y sapiente Tisroc, es muy lamentable estar obligados a mantener nuestras manos lejos de un bocado exquisito como es Narnia. Talentoso fue el poeta que dijo...

Pero a este punto Ahoshta notó un movimiento de impaciencia en la punta del pie del Príncipe y súbitamente quedó silencioso.

—Es muy lamentable —dijo el Tisroc con su voz profunda y tranquila—. Cada mañana el sol se oscurece ante mis ojos, y cada noche mi sueño es menos reparador, porque recuerdo que Narnia es aún libre.

—Oh padre mío —dijo Rabadash—. ¿Qué dirías si te muestro un camino por el cual puedes extender tu brazo para tomar Narnia y, sin embargo, retirarlo sin sufrir ningún daño, si el intento resulta desafortunado?

—Si puedes mostrarme ese camino, oh Rabadash —contestó el Tisroc—, serás el mejor de mis hijos.

—Escúchame entonces, oh padre. Esta misma noche y en esta hora tomaré solamente doscientos caballos y cabalgaré a través del desierto. Y a todos les parecerá que tú no sabes nada de mi marcha. A la mañana siguiente estaré a las puertas del castillo de Anvard del Rey Lune de Archenland. Ellos viven en paz con nosotros y están desprevenidos y yo tomaré Anvard antes de que puedan moverse. Atravesaré luego por el paso al norte de Anvard y bajaré por Narnia hasta Cair Paravel. El gran Rey no estará allí; cuando yo regresé, él estaba preparando un ataque contra los gigantes de su frontera norte. Es muy probable que encontraré Cair Paravel con sus puertas abiertas de par en par y entraré. Procederé con prudencia y cortesía y derramaré la menor cantidad de sangre narniana que pueda. ¿Y qué más queda sino sentarse allí hasta que toque puerto el
Resplandor Cristalino,
con la reina Susana a bordo, coger a mi novia perdida en cuanto ponga un pie en tierra, subirla con firmeza en la montura, y luego cabalgar, cabalgar, cabalgar de regreso a Anvard?

—Pero ¿no es probable, oh hijo mío —dijo el Tisroc—, que en el rapto de la mujer, o el Rey Edmundo o tú pierdan su vida?

—Ellos serán un grupo pequeño —dijo Rabadash—, y daré orden a diez de mis hombres para que lo desarmen y lo aten, conteniendo mi vehemente deseo de su sangre para que no haya ninguna muerte que cause una guerra entre tú y el gran Rey.

—¿Y qué pasaría si el
Resplandor Cristalino
llega a Cair Paravel antes que tú?

—No lo creo posible con estos vientos, oh padre mío.

—Y por último, oh mi ingenioso hijo —dijo el Tisroc—, has dejado muy en claro cómo todo esto podrá darte la mujer bárbara, pero no cómo me ayudaría a mí a derrocar a los reyes de Narnia.

—Oh padre mío, ¿será que se te ha escapado que aunque yo y mi caballería entremos y salgamos de Narnia como flecha disparada por un arco, habremos conquistado Anvard para siempre? Y cuando te has apoderado de Anvard estás sentado a las puertas mismas de Narnia, y tu guarnición en Anvard puede ir siendo reforzada poco a poco hasta que sea una enorme hueste.

—Has hablado con inteligencia y previsión. ¿Cómo retiro mi brazo si todo esto fracasa?

—Dirás que yo hice todo sin tu conocimiento y contra tu voluntad, y sin tu bendición, impulsado por la violencia de mi amor y la impetuosidad de la juventud.

—Y ¿qué pasa si el gran Rey exige que se le devuelva a la mujer bárbara, su hermana?

—Oh padre mío, debes estar seguro de que no lo hará. Pues, a pesar de que el capricho de una mujer ha rechazado este matrimonio, el gran Rey Pedro es un hombre prudente e inteligente que de ninguna manera querrá perder el alto honor y las ventajas de aliarse con nuestra casa y ver a su sobrino y a su sobrino nieto en el trono de Calormen.

—Lo que no verá si yo vivo para siempre como es, sin duda, tu deseo —dijo el Tisroc en tono aún más seco que lo habitual.

—Y también, ¡oh padre mío y oh la delicia de mis ojos! —dijo el Príncipe, luego de un momento de incómodo silencio—, escribiremos cartas como si fueran de la reina diciendo que me ama y que no desea volver a Narnia. Porque es muy sabido que las mujeres son cambiantes como veletas. E incluso si ellos no creen demasiado lo que dicen las cartas, no se atreverán a venir en armas hasta Tashbaan a buscarla.

—¡Oh, ilustrado Visir! —dijo el Tisroc—, ayúdanos con tu sabiduría en esta extraña proposición.

—¡Oh, eterno Tisroc! —contestó Ahoshta—, la fuerza del amor paternal no me es desconocida y a menudo he oído que los hijos son a ojos de sus padres más preciosos que los diamantes. ¿Cómo, entonces, osaré abrirte con franqueza mi mente en un asunto que puede poner en peligro la vida de este exaltado Príncipe?

—Osarás, sin ninguna duda —replicó el Tisroc—. Porque descubrirás que los peligros de no hacerlo son por lo menos igualmente grandes.

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