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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (34 page)

BOOK: El caballero Galen
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Andrew y Bayard intercambiaron miradas, disimulando una turbada sonrisa.

También Brandon sonrió, con un meneo de cabeza.

—Aun así, estoy convencido de que es obra de enanos, y bien ingeniosa por cierto. ¿No opináis igual, caballeros? ¡Como si no fuera ya bastante fabuloso que ese aparato se encuentre aquí abajo!

—¡Adelante, Brandon! —apremió sir Robert—. Describidnos la máquina. No es cosa de venir ahora con conocimientos que nadie comparte.

Brandon resopló divertido.

—Pues bien... —comenzó de nuevo, sin apartar los ojos de las veladas sombras mientras los hombres de cierta edad estaban pendientes de sus palabras—. En esa cosa hay unos círculos concéntricos, algo parecidos al blanco de un arquero.

Por primera vez, Marigold demostró interés en la conversación.

Apartó el rostro de la bolsa cargada de sedas y cosméticos y alzó la vista, llena de apasionada curiosidad.

—¿El...
qué
de un arquero? —preguntó en tono inocente, a la par que sacudía los cabellos, ahora peinados al estilo de un velero.

—Se trata sólo de la diana de un arquero, prima Marigold —le explicó Enid brevemente, sin desviar los ojos de la lobreguez.

—¡Ah!

Algo decepcionada, la corpulenta mujer volvió a contemplar sus pertenencias.

—O digamos que parecen un ojo —continuó Brandon—. En efecto, sí, son como ojos. Alrededor del blanco hay una antigua pintura rupestre: un escorpión que se traga la cola. El círculo y ciclo de la vida, tal como nos lo cuentan las leyendas —dijo, y su voz se alzó excitada, al referirse a la mitología—. Pero es el centro del objeto lo que atrae nuestra atención. Dentro de esos círculos concéntricos hay un centro oscuro e inmóvil, tan oscuro que en comparación con él, la negrura que lo rodea resulta gris, casi clara.

—Como si condujese a una nada absoluta —murmuró Bayard.

—Bien pudiera ser así, sir, por lo poco que yo logro distinguir —asintió Brandon.

Y se volvió para mirar directamente a Bayard.

—Sea una cosa u otra —contestó éste—, su peligro aumenta de manera constante. El artefacto está colocado aquí con el fin de despertar al gusano; de eso estoy seguro. Pero, cómo ha de conseguirlo, es cosa que sólo acierto a imaginarme.

Enid tomó la mano de su esposo, como si fuera a guiarlo a través de las inescrutables tinieblas.

—¿Y por qué, en el nombre de los veintisiete dioses, següimos apiñados al borde del abismo, que al fin y al cabo no es tal, como un rebaño de bordadoras —tronó sir Robert— cuando podríamos estar mucho mejor enterados si uno de nosotros tuviera la entereza necesaria para acercarse a echar un vistazo?

Sostuvo en alto una linterna de brillante luz y dio un paso hacia el pequeño puente. Iba decidido a descubrir la incógnita del sonido.

—¡Esperad! —exclamó Bayard, intentando detener al arriesgado anciano.

Pero le falló la pierna y cayó, con lo que arrastró consigo a Brandon. Sir Robert avanzó diez pasos, y desapareció de súbito cuando la roca cedió bajo sus pies. Sin soltar el farol, se hundió en la oscuridad como una pequeña estrella fugaz subterránea.

—¡Padre! —gritó Enid, precipitándose hacia el desigual borde de la grieta.

—¡Quietos todos! —voceó Bayard y, apoyado en Brandon, agarró a su mujer para sostenerla.

Detrás de ellos, Marigold chilló consternada.

—¡El tío Robert se ha perdido de vista, y lleva mis salchichas! ¡Si estamos atrapados aquí, me moriré de hambre!

Enid echó una gélida mirada a su lejana prima, y los hombres retrocedieron de modo involuntario.

—En ese caso, lo único que puedo sugerir es que bajéis a ver qué hay delante de nosotros, Marigold —dijo Enid entre dientes—, y que lo recuperéis todo, ¡tripas de embutidos y cartílagos inclusive! Además rescatad a mi padre, si os sobra tiempo.

Pero Marigold se le había anticipado. Ya estaba metida hasta la cintura en el hueco, penetrando en la arremolinada negrura con la torpeza de un manatí. La voluminosa joven había desaparecido casi por completo, con su bolsa de cosméticos a cuestas, cuando su peinado en forma de velero se hundió en el tenebroso mundo.

* * *

Sir Robert Di Caela se hallaba esparrancado sobre una mesa de piedra, preguntándose cómo era posible que la dura superficie hubiese amortiguado su caída.

Hasta la luz de su linterna estaba intacta.

El hidalgo respiró de alivio al comprobar que había salvado la vida. Al instante se sintió más joven, treinta o cuarenta años más joven, al menos tanto como se sentía cuando, delgado y peligroso espadachín, se había dirigido al este de Solamnia para unirse a un grupo de caballeros en las montañas Khalkist. Más exactamente, en el pequeño paso de Chaktamir.

Casi había olvidado ya esa sensación, dada la vida que llevaba a su avanzada edad.

Robert Di Caela inhaló con ansia la grisácea neblina. Era fresca y parecía contener el límpido olor azul del ozono y de aguas muy próximas, como si, contra toda posibilidad, el abismo se encontrase debajo del mar.

¿Acaso eran los restos de un naufragio lo que lo rodeaba? El caballero entrecerró los ojos y se puso en pie como pudo, para verlo todo mejor.

Desde arriba le llegaron unos gritos, como si todos sus compañeros le hablaran a través de gruesas mantas. Alguien bajaba. Sin duda, estaban preocupados por su suerte.

«¡Y pensar que hace décadas que no me sentía tan bien!», se dijo sir Robert con una sonrisa.

En torno a él, todo estaba lleno de vidrios y duelas de barril. De pronto apareció en el aire un cierto olor agrio, que le trajo el recuerdo de los centauros y de ciertos cantos.

¿Cómo era el texto de esa canción?

Tan hambriento de oro como un enano,

como los centauros por el vino barato...

Estaba en una bodega, o en lo que quedaba de una. Robert se abrió paso entre los escombros. Primero se apoyó en un estante roto y, despacio, se examinó a sí mismo en busca de contusiones o fracturas. Las sombras se arremolinaron encima de él, y una forma descendió a través de la oscuridad hasta que, por fin, logró distinguir su gordura y el absurdo peinado.

—¡Marigold! —jadeó exasperado.

Robert siguió palpándose los añosos miembros. Era sorprendente que estuviese intacto. Casi llegó a pensar que aquel sótano poseía una magia sanadora.

Parecía ser que el sótano se había hundido. De su lugar previo en la base de la Torre de los Gatos, donde un solo tramo de escalera conducía desde la planta baja a donde, a no más de seis metros de profundidad, se conservaban los mejores vinos del sur de Solamnia, la bodega había caído al abismo con todos sus barriles y estantes.

Fragmentos de vidrio, cubiertos de añejos caldos, se pegaban a las suelas de sus botas. No había allí nada entero.

«Debió de caer decenas de metros», pensó.

Instintivamente miró hacia arriba, como si desde la sima y la oscuridad, por no hablar ya de la neblina, pudiera ver las paredes de la bodega, que habrían quedado colgadas al hundirse el suelo.

Un tubo de arcilla surgía del suelo a su lado y se perdía en la negrura. Pero, allí donde el tubo asomaba y parecía atravesar la roca, había un enorme escudo, también de arcilla, cuya circunferencia presentaba inscripciones hechas por los gnomos.

—¡Ah, la tapa del pozo! —exclamó Robert, entusiasmado—. ¡El sótano tuvo que desplomarse sobre esa dichosa cosa!

La tapa estaba resquebrajada y mohosa. De la grieta goteaba el agua y, debajo de la estropeada superficie, Robert percibió el fragor del gran pozo.

«Esta es una cámara milagrosa —pensó triunfante—. Ahora, la pérdida de los documentos del castillo pesará menos sobre estos pobres hombros, ya tan viejos.»

Y alzó la vista hacia Marigold, que aún descendía, y hacia los demás compañeros, dispuesto a anunciar orgulloso su descubrimiento.

Alguien —¿Brandon, Bayard?— le hacía frenéticas señales. Algo iba terriblemente mal, arriba.

Entonces, Robert oyó los aullidos procedentes de las paredes de la fisura. Miró a su alrededor y distinguió más de una docena de ágiles seres blancos, de ojos anaranjados, que entre bufidos salían, a cuatro patas, de los escombros, el polvo, las hendeduras y los agujeros de la piedra.

—¡Los gatos de Mariel! —gritó—. Por todos los dioses... ¡Yo tenía razón!

Pero no era el momento de congratularse. Rápidamente desenvainó la espada y se agachó, sosteniendo en alto la linterna con la mano izquierda y, con la derecha, la agüerrida hoja, que sin embargo resultaba demasiado ligera para una mano experimentada...

Robert bajó la vista. La espada estaba rota.

Enid vigilaba desde arriba cuando las blancas formas se acercaron a su padre, vacilantes y entre gemidos.

—¡En el nombre de Hiddukel! Pero qué... —empezó a decir Andrew.

—¡No es momento de conjeturas! —intervino Brandon, rotundo—. ¡Los voy a matar!

La primera flecha atravesó la ondulante niebla y espetó a uno de los gatos contra un barril volcado. El animal chilló como una criatura y produjo un sonido estridente y rechinador, como cuando algo raspa el vidrio. Dos de sus congéneres se precipitaron sobre el cuerpo y lo devoraron hambrientos hasta dejar únicamente los huesos.

Brandon se movió para apartarse del borde de la grieta, como si, de pronto, el suelo en que se apoyaba le resultase demasiado caliente.

—¡Volved, diantre! —dijo Enid entre dientes, a la vez que agarraba al caballero por el brazo—. ¡Matar a uno no servirá para detener a los demás!

Sir Robert se colocó sobre la tapa del pozo, agachado como requería una antigua postura solámnica de lucha. Los gatos correteaban a su alrededor entre el barril y la mesa y un cajón. Imposible observarlos a todos, pero sí veía el hombre claramente a los dos que acababan de despedazar al compañero.

Eran paliduchos, sin pelo, con una piel semejante a la de un gusano o a la de la cola de una rata. Tenían las orejas grandes y de forma ahuecada, parecidas a las de los murciélagos, y sus anaranjados ojos eran enormes, saltones...

Asimismo se veían enormes sus colmillos, como si, al hallarse perdidas en la subterránea oscuridad, aquellas criaturas hubiesen retrocedido muchas generaciones hasta volverse como los felinos de dientes en forma de sable, cuyos cráneos descubrían de cuando en cuando los mineros y enterradores.

Una de las fieras saltó de un hueco en la pared y corrió hacia Robert, quien enseguida levantó la linterna para asustarla.

El gato aminoró el paso, dio una vuelta alrededor del viejo caballero y se lanzó a toda velocidad contra el muro de enfrente, donde chocó con un crujido desagradable.

Sir Robert miró hacia allí, apartó la vista y miró de nuevo. El animal se había matado con su propio ímpetu.

En el acto, otro gato se le plantó encima del brazo para arañarlo y morderlo furioso. Su piel parecía arder a la clara luz de la linterna. El caballero logró arrancarse al repelente felino y lo arrojó al otro extremo de la cueva, donde el bicho fue a dar contra un saliente y, medio atontado, desapareció en la negrura.

Pero quiso la mala suerte que, al perder Robert el equilibrio, se le cayera la linterna, que quedó encima de un anaquel, se tambaleó durante unos segundos con la mecha chisporroteante, y luego, por milagro, siguió encendida.

—¡Gracias a Huma! —jadeó el pobre hombre y se miró la mano herida mientras los gatos restantes daban lentas vueltas a su alrededor.

Ignorante del peligro que la aguardaba, Marigold puso los pies en el suelo de la cámara.

* * *

Desde la altura parecían fantasmas. Como fuegos fatuos o rayos de luna rielando sobre grises aguas.

Sin embargo, eran seres verdaderos. «¡Bien que nos lo ha demostrado la flecha de Brandon!», pensó Enid.

Verdaderos y feroces, porque el que se había enganchado al brazo de su padre ahora daba vueltas a su alrededor junto al resto de sus semejantes.

Enid veía cada vez más animales de ésos. Pese a que Brandon había seguido disparando y derribando una criatura tras otra con su perfecta puntería, daba la impresión de que, por cada gato eliminado, aparecía uno nuevo.

La joven se estremeció cuando Brandon ensartó dos de aquellos chirriantes animales de un solo disparo. En cuanto a Robert...

Robert Di Caela había extendido la mano herida hacia la hirviente roca que tenía debajo, notó un calor y una humedad desagradables y retiró la mano.

Alzó entonces la derecha y acercó la empuñadura de la espada rota a la inundada superficie de la piedra. Marigold se le aproximó con la falda levantada y el extraño peinado oscilándole en la cabeza. Uno de los gatos surgió súbitamente de la oscuridad para arrojarse sobre ella, pero la estatura de la mujer y la mirada que ésta le dirigió lo hicieron retroceder. Al parecer, ni el hambre ni todas las generaciones de procreación en consanguinidad habían privado al animal de sus más básicos instintos de supervivencia.

Robert resopló divertido y se retiró hacia la tapa del pozo, cuyo calor no le resultaba incómodo en la espalda. Detrás de Marigold, allí donde la pared de roca asomaba por encima de sus hombros, los gatos se habían apiñado de forma curiosa.

Pronto sabrían lo que era bueno.

Con gesto cansado, sir Robert desenganchó los guanteletes que llevaba colgados del cinturón mediante un cordón de cuero. Estaban tachonados de hierro, y el hombre gimió de dolor cuando la piel rozó los cortes y las ampollas que tenía en las manos.

«Ya nada podrá salvarme —pensó—. Aunque Brandon y Bayard realicen el más heroico de sus actos, no llegarán a tiempo. Pero estos guanteletes siempre serán preferibles a unas manos desnudas cuando los gatos se me echen encima.»

Con una sonrisa, el caballero se dispuso a resistir y, al debilitarse la luz de la linterna, se preparó en silencio para ser acogido por Huma.

* * *

Arriba, los amigos de sir Robert contemplaban pasmados cómo el fondo del abismo se llenaba de aquellas criaturas blanquinosas y larvales.

—¿Qué diantre sucede ahí abajo? —murmuró Bayard con creciente furia.

Había estado reuniendo piedras cada vez más pesadas, que arrojaba contra los repelentes seres que corrían de un lado a otro. Pero ahora tuvo que agarrarse la dolorida pierna y buscar apoyo en sir Andrew, pues el sufrimiento le hacía ver las estrellas.

Enid apartó la vista de ellos y miró con desespero a su padre, que permanecía recostado en la tapa del pozo, con amarga y determinada sonrisa, cuando Marigold se colocó valientemente junto a él, sin lanzar más que un fugaz vistazo a las salchichas, probablemente funestas, que había ido a recuperar. Mientras tanto, aquellos bichos sibilantes se acercaban cada vez más.

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