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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (33 page)

BOOK: El caballero Galen
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—¡Diantre! —exclamó Dannelle, furiosa, vaciando las alforjas para ver si encontraba un látigo, una fusta o, al menos, unas espuelas, mas no halló nada, ya que, al fin y al cabo, había sido un Hombre de las Llanuras quien había ensillado al caballo.

Por último, desconsolada, desmontó, se tambaleó por el perro que llevaba a la espalda, y resbaló en el barro. Manoteó frenética para cogerse a las riendas que pendían encima de su cabeza, pero no pudo evitar caer de narices.

Birgis
le lamió el fango de la oreja, emitió un quedo bufido y se acomodó para dormir encima de Dannelle. Sin duda soñaba con conejos o con los restos de comida que caían de una mesa en un amplio salón...

La muchacha tuvo su trabajo para alzarse apoyada en los codos, y murmuró un reniego famoso entre los soldados de infantería, referente a las monturas de los miembros de caballería y. su pretendida ascendencia. No era una frase bonita. Galen habría quedado pasmado de haber sabido que ella conocía semejantes palabras, y todavía mucho más si hubiera sabido que había tenido ocasión de pronunciarlas. Hasta
Birgis
se agitó ante su sonido, y el veneno y la rabia que encerraban le hicieron poner los pelos de punta.

—Es una triste excusa para un rescate —confesó Dannelle, a la vez que intentaba ponerse de pie.

Pero el peso del perro dormido se lo impidió.

* * *

Mientras los temblores que sacudían el Castillo Di Caela habían hundido parte del laberinto subterráneo y atrapado a sir Bayard y sus seguidores, otros salían mucho mejor parados de la destrucción.

Los ingenieros, por ejemplo, cansados de realizar inspecciones y ofendidos por haber sido enviados de nuevo a la superficie por el señor feudal, habían acordado tomarse la tarde libre y, con un barril de Águila de Thorbardin que tenían en sus aposentos de la planta baja de la Torre de los Gatos, resistieron el terremoto cantando e intercambiando bravatas, y ninguno se preocupó por nada durante varios días.

Hay que hablar aquí también de
Carnifex,
el famoso semental de Robert Di Caela.

En el estrecho confinamiento de las cuadras del castillo, el voluminoso animal se había visto limitado por su propio tamaño. Donde un caballo más pequeño habría podido moverse en su compartimiento, corcovear y dar coces,
Carnifex
tenía que permanecer de pie, cambiando de postura de vez en cuando, y sólo le cabía observar el ir y venir de los descarados mozos.

Éso fue hasta que el terremoto sacudió la tierra y sacó de sus goznes la puerta de la cuadra.

Fue como si el semental hubiera planeado, repetido en su imaginación y perfeccionado al máximo, durante años, lo que entonces siguió.
Camifex
salió de su compartimiento sin problemas, retrocedió hacia la puerta del establo y, de una tremenda coz, todo el maldito sistema de acceso —consistente en la cerradura, el pestillo y los gruesos maderos— estalló en miles de astillas que volaron al empapado patio.

Los mozos que estaban fuera quedaron helados, como si hubieran sido atrapados en un grave robo.
Carnifex
dio media vuelta y salió a medio galope de la oscuridad que tanto olía a heno. Resoplaba y agitaba la cabeza nervioso, y en sus negros ojos había un vivo centelleo.

Los cuatro chicos encargados de los caballos no se atrevieron a sacar la nariz hasta que estuvieron a salvo en lo alto de las escaleras de obra o de mano, temblando en las almenas después de desafiar el peligro del seísmo, de un paso en falso o de una fatal caída de las herrumbrosas escalas.

Uno de los atolondrados jóvenes escaló la pared occidental con ayuda de la cadena del puente levadizo, y estaba agarrado al enrejado que había encima de la gran puerta cuando
Carnifex
arremetió contra ella y, cual poderoso ingenio como los empleados en los asedios, sometió el macizo portal al mismo salvaje tratamiento con que había destrozado la entrada de las cuadras.

—¡Eh,
Fexy!
¡Sooo! ¡Cálmate! —jadeó con voz débil el mozuelo.

Y los dientes le rechinaron cuando la robusta puerta saltó en mil pedazos y
Carnifex,
libre por fin, saltó al foso y cruzó las turbias aguas entre relinchos, con una calma casi absurda, para salir al otro lado chorreando agua estancada y musgo, y luego seguir a galope tendido hacia las llanuras solámnicas.

—Por mí, ya está bien —murmuró el chico, pensativo, cuando el colosal caballo se alejó como una fiera, una borrosa forma roja que, en el horizonte occidental, se redujo finalmente a una diminuta mancha—. Siempre fuiste demasiado brutal para cuidar de ti.

* * *

Desde luego tenían que encontrarse. Es lo que siempre sucede en las aventuras e historias.

Sólo pocas horas después, el semental ebrio de libertad, que hacía cabriolas por las mojadas tierras bajas, se detuvo al pie de una azulada aeterna, donde había una extraña y ruidosa maraña de diez piernas o patas, formada por una muchacha, un poni y un perro. El semental se paró, ya fuera por confusión o curiosidad o, simplemente, para recobrar el aliento.

La enlodada joven se desenredó de aquel lío y avanzó hacia él llevando a la espalda un perro grande, desgarbado y —cosa sorprendente— seco.

—Tú eres el que me trajo hasta aquí —le dijo Dannelle al caballo—. Bueno, no lo hiciste directamente, pero sí fuiste la causa de todos los problemas.

Y se puso a manejar con torpeza la complicada red de correas y nudos con que Caminador Incansable había atado a ella y a
Birgis.

—A pesar de las veces que le dije a mi tío Robert que estaba dispuesta a montarte, nunca creí que se me presentara la oportunidad y... que no tuviera otra solución que la de cabalgar en ti.

Birgis
gruñó por encima de su hombro. Fue un gruñido breve y perezoso, revelador de poca convicción. Poco a poco, la muchacha se acercó a
Camifex
y levantó la mano.

—En el mundo de los deseos resultabas mucho menos... amedrentador.

Dannelle alargó los dedos a través de la incertidumbre del espacio que los separaba, y finalmente acarició el alargado, amenazador y aterciopelado hocico.

—Dicen que eres más veloz en carne y hueso que en las leyendas —musitó—. Y que no se puede expresar con palabras la agilidad con que te mueves.

Ahora, la mano de Dannelle se había deslizado hasta la cruz del animal.

—Has de demostrar que eres más rápido que las palabras,
Camifex...
Más rápido que el tiempo y la catástrofe.

Con delicada precaución, como si se aproximase a una víbora, la joven se colocó junto a la ijada del enorme caballo y, de un esforzado salto, logró sentarse a horcajadas sobre aquel semental jamás montado, jamás ensillado ni embridado.

Los dos quedaron asombrados. De momento,
Camifex
se plantó con firmeza en medio del enfangado camino, tiesas las orejas y los ojos muy abiertos en su orgullosa y linajuda cabeza.

Y luego, contrariamente a lo que el semental se proponía y, desde luego, del modo que menos esperaba Dannelle,
Carnifex
echó a galopar en dirección al castillo, alargando el paso hasta tal extremo que Dannelle tuvo la sensación de que los dos volaban sobre las inundadas tierras, y de que cien kilómetros se habían reducido a uno solo.

«¡Móntalo!», le susurró una voz al oído. «¡Móntalo!», creyó percibir la joven en el ruido de los cascos y en el aullido del viento.

Pero apoyado en su hombro estaba sólo
Birgis,
cerrados los ojos y la nariz metida entre sus cabellos.

* * *

Bajo los sótanos del Castillo Di Caela no había descanso ni movimiento. Bayard y los caballeros removían los escombros en una inútil busca del sepultado Gileandos, pero lo único que hallaron fue una bota, unos anteojos y fragmentos de un frasco de cerámica que aún conservaba el inconfundible olor a ginebra.

Pronto abandonaron la tarea, abatidos los rostros. El tutor nunca había sido muy estimado por ninguno de ellos, y menos aún por Andrew, que conocía mejor que nadie al anciano. Sin embargo se retiraron con verdadera reluctancia, y quien más deprimido estaba era Bayard, ya que se consideraba hasta cierto punto responsable de lo ocurrido a Gileandos.

—Hicimos todo lo posible —trató de consolarlo sir Robert, apoyando una mano en el hombro del jefe de la expedición—. Ahora debemos dedicarnos a buscar la forma de salir de aquí, si es que existe.

—¡Ah, pero es que aún no hemos terminado, Robert! —protestó Bayard, volviendo los enrojecidos ojos hacia el caballero ya mayor, que como él se hallaba moteado entre sombras por la oscilante luz de la linterna que sostenía el joven Raphael—. Nuestro siguiente deber consistirá en impedir que el gusano dé la vuelta. Así como lo digo. Y, como no puedo haceros regresar a los demás, nos encaminaremos todos al corazón de estos túneles, para ver si descubrimos el artilugio del Escorpión.

No hubo quien no guardase silencio ante la idea de enfrentarse al horrible mecanismo. La idea había permanecido al acecho durante un día entero, si no dos, en sus peores imaginaciones, porque las horas se alargaban y encogían a la vez en aquella permanente oscuridad subterránea. Cada uno se figuraba, sin duda, una complicada y monstruosa máquina que emitía silbidos, producía tremendos retumbos y arrojaba chispas y salpicaduras de aceite, como una pesadilla propia de gnomos.

Por otra parte, Bayard recordaba bien al Escorpión, y sabía que ningún ingenio creado por él sería una cosa ruidosa y dramática. Y, si causaba algún ruido, sería con el único objeto de llamar la atención sobre algo que no tenía sentido y sólo había de servir para despistar. La rueda o el engranaje o mecanismo que parecía hacer funcionar todo lo demás podía no ser esencial y hasta impropio del aparato, apareciendo en cambio el problema donde menos lo esperaba uno.

—Esté eso en un sitio u otro —dijo Bayard—, el único camino a seguir es el que conduce túnel abajo. ¡Brandon!

El castellano alargó el brazo, y el joven caballero pasó su hombro por debajo, ofreciéndose de nuevo para servir de muleta a Bayard. Poco a poco, el grupo se apiñó otra vez.

Enid se situó al otro lado de su marido, y Raphael iba detrás con la linterna.

Sin dejar de murmurar algo referente a sobrinas testarudas como mulas, sir Roben empujó a la robusta y reacia Marigold para que observara el debido orden de marcha y siguiera a los Brightblade y su escolta.

Sólo sir Andrew quedó atrás, hundiéndose en la oscuridad cuando los otros torcieron hacia el corredor y, pronto, no fueron más que un débil resplandor en la distancia.

—¡Dichoso Gileandos! —musitó—. ¿Por qué tuviste que ser tan torpe de dejarte sepultar?

Dio media vuelta sobre sus talones y, a grandes zancadas, corrió a reunirse con los demás, al mismo tiempo que añadía con un gruñido:

—¡Te cedería la casa del foso, con tal de que tuvieses el buen sentido de reaparecer vivo!

* * *

En alguna parte, un millón de años debajo de ellos, allí donde las distancias se enlazaban entre sí y la altura y la profundidad eran engullidas por las tinieblas, el gran dios se agitó.

«Ese Brightblade sólo está a unos cien metros del artefacto del Escorpión —pensó Sargonnas, y una ráfaga de estancado aire que olía a piedra y matanzas lo hizo subir a un nivel de oscuridad más elevado—. Sólo a cien metros.»

En el enorme ojo rapiñador del dios hubo algo que vaciló un instante. Si uno lo hubiera visto en un ojo humano, lo habría reconocido como recelo, pero un dios no está acostumbrado a recelar ni dudar de nada, y la vacilación cesó pronto, dispersándose cual humo en el Abismo que rodeaba a Sargonnas.

«Cien metros o cien kilómetros —se dijo el dios—. Tanto da, si uno avanza en dirección equivocada.»

Sargonnas canturreó algo, satisfecho, y en el borde del Abismo se formó una capa de hielo.

Al cabo de una hora, y pese a la opinión contraria de Enid y a la insistencia de los caballeros de más edad, Bayard había conducido el grupo a una profundidad todavía mayor. Ahora, el túnel se ensanchó hasta convertirse en una grandiosa sala abovedada llena de estalagmitas y estalactitas, tanto enteras como rotas, que esparcieron un resplandor amarillo al ser iluminadas por los faroles.

Brandon quedó boquiabierto y se paró en seco. Sir Robert, que caminaba distraído detrás de ellos, tropezó con sus espaldas antes de que Enid pudiera impedirlo. Los tres hombres chocaron entre sí y reanudaron la marcha...

Pero se detuvieron de repente, fija la vista en una grieta que se abría delante de ellos. Un estrecho puente de roca, de apenas treinta centímetros de ancho, salvaba el vacío y ascendía hacia una espesa penumbra.

Imposible descubrir el fondo de la grieta. Sir Robert cogió un pequeño fragmento de piedra caliza y lo arrojó a la negra fisura.

El sonido llegó enseguida a ellos, porque la piedra ya había tocado fondo. La grieta no tenía ni diez metros de profundidad.

—Entonces... —formuló Bayard en voz alta la pregunta que todos se hacían— ¿por qué parece tan insondable?

Los allí reunidos estudiaron la hendedura, pero sólo pudieron distinguir la parte cercana al borde. Lo demás era absoluta negrura.

En la extensa sala empezaron a sentir frío. Y a cierta distancia, no lejos del otro lado de la pasarela, percibieron un quedo zumbido, semejante a un coro de cigarras. Bayard escudriñó las sombras en busca del origen de aquel sonido, mas no logró averiguar nada.

—Es el ingenio, sir —afirmó Brandon con sentido práctico, a la vez que se protegía los ojos de la luz de la linterna y trataba de descubrir qué había allí—. ¡No puede ser otra cosa, por todos los dioses!

—Temo que la luz que lleva Raphael me haya cegado momentáneamente, Brandon —murmuró Bayard, ruborizado—. ¿Seríais tan amable de describirme el ingenio en cuestión? En beneficio de quienes nos siguen, quiero decir.

—Creo..., creo que es algo metálico, y muy brillante —aventuró el joven su opinión—, aunque resulta imposible asegurarlo desde aquí. Para haber durado tanto tiempo en la humedad de estas cavernas, tiene que ser obra de los enanos.

—¿Obra de enanos, decís? —intervino sir Andrew, uniéndose a los demás caballeros en el borde del misterioso abismo—. ¿Cómo podéis decir tal cosa, a cincuenta metros de distancia?

—¡A cien metros! —lo corrigió Brandon—. Y no aseguro nada. Mis ojos ya no ven tanto como cuando era niño.

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