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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (28 page)

BOOK: El caballero Galen
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Un tenebral pasó como una flecha por delante de la antorcha para desaparecer en la oscuridad.

16

—Entre tanto —salmodió el namer, reduciendo la voz a un susurro, que no obstante llegó hasta el más apartado de los fuegos, ya fuera gracias a su habilidad, a la magia o al viento—; entre tanto, el joven desciende a las tinieblas, donde hay ojos entre las piedras.

Tranquilamente introdujo la mano entre los pliegues de su túnica y extrajo de allí un puñado de oscuras gemas.

* * *

Cuando el sendero empezó a ensancharse por fin y las rocas adquirieron un aspecto familiar, confié en que lo visto en los ópalos y oído del viejo Shardos fuese todo erróneo. Cabía la posibilidad de que los sentidos de la gente se hubieran confundido a causa del fuego, las inundaciones y el terremoto. Y de que, cuando llegásemos al calvero donde yo había visto por última vez a Brithelm, todo estuviera como lo habíamos dejado: el campamento, sorprendentemente igual; mi soñador hermano en lo alto de una de sus chozas levantadas sobre estacas, a punto de caerse y dedicado a atraer a los pájaros con puñados de semillas y sebo, con el fin de leer los augurios en su forma de volar...

Pero el poblado había desaparecido. Los maderos y las estacas, los restos de tejados de paja y las lonas eran testimonio de su anterior existencia. En el calvero, un bote pendía solitario de una deshilachada soga. A su alrededor formaban un círculo los restos de una cabaña.

No quedaba nada más en pie. En el centro del claro se veía una gran mancha negra, fresca e implacable como una herida. Todavía humeaba, y yo me pregunté qué podía haber, en el campamento de mi hermano, que valiera la pena ser quemado. En otro lado del suelo socarrado había escombros, tristes vestigios de una comunidad extraña pero maravillosa.

Todos nosotros seguimos a caballo, enmudecidos. Fue Shardos quien, por último, se puso de pie, apoyado en los estribos, y respiró profundamente.

—El lugar entero huele a polvo y ruina —dijo en voz demasiado alta—. Tened paciencia conmigo, compañeros. Nuestro lugar de destino se halla a menos de dos kilómetros de aquí. Como reza la historia, «es donde crecen cuatro vallenwoods, entretejidas sus ramas por encima de un antiguo dolmen. Una senda conduce por entre las piedras hasta desembocar en una maraña de enredaderas que cubre... un agujero en la pared de roca. Un agujero de gran oscuridad en su fondo».

En un lugar como ése, desnudo, incoloro y desmantelado, Brithelm hubiese visto un paraje de esperanza y promesas.

«Mira a tu alrededor, hermano —me pareció oírle decir, de forma tan clara como si él, y no Dannelle, se hallase a caballo junto a mí—. ¡Fíjate en... la ausencia de distracción!»

Y pensé en la cantidad de veces que había escuchado mis quejas referentes a las negras circunstancias en que me veía, y en cómo, a lo largo de los años de mi niñez, yo le había confiado todos mis problemas: las tiranías de Alfric, la estupidez y las injusticias de Gileandos y, no en último lugar, la cabezonería de padre.

Así como mi irrefrenable actitud de comadreja.

Recordaba yo que Brithelm parecía no prestarme atención y que, en cambio, procuraba señalarme los pájaros que revoloteaban por el patio, algún afortunado detalle arquitectónico de la casa del foso o una otoñal salida de la luna especialmente hermosa. Después de esas distracciones, yo regresaba con nuevos ánimos para enfrentarme a las arbitrariedades de Alfric, Gileandos o padre.

Brithelm era el mejor de toda mi parentela. En ningún caso podía volver al castillo sin él.

—Esto me trae a la memoria otra leyenda —dijo Shardos con una sonrisa.

Yo debí de lanzar un suspiro, porque él alzó la cabeza para mirarme con curiosidad. Su buen oído no cesaba de asombrarme.

No era que me importase demasiado. Porque, desde que habíamos abandonado el campamento de Caminador Incansable, Shardos había constituido una serie viviente de relatos que nos exponía en un elaborado tejido donde el hilo de una trama enlazaba con el de otra, donde el héroe de una saga de minotauros bandidos se enredaba los cuernos, por así decirlo, con el hermano de un mago de ojos como relojes de arena en un conflicto de gladiadores que se producía o no, según la versión de la historia que uno escuchara. Shardos conocía leyendas de fenómenos en el hielo, lo sucedido a Huma en el apogeo de sus poderes, e incluso un idilio protagonizado por kenders, en el que intervenía la busca de una vara de cristal por parte de los Hombres de las Llanuras, y nos explicó asimismo un asedio solámnico en lo más duro del invierno. Todas esas historias iban ligadas de algún modo entre sí, aunque ninguno de nosotros era capaz de seguirlas a través de sus muchas complicaciones para ver cómo la leyenda encajaba con la fábula, y la fábula con el cuento. Shardos le veía sentido a todo, evidentemente, y manejaba los relatos con tanta habilidad como hacía con sus objetos de loza, antorchas o cuchillos.

—Brithelm —dije—. Mi hermano Brithelm está secuestrado en alguna parte, bajo tierra, y...

No pude contener las lágrimas y me cubrí la cara con la capucha.

—¡Calma, muchacho, calma! —trató de serenarme Shardos, y sus lechosos ojos se volvieron hacia mí con una inquietante mirada vacía—. Si el paradero de vuestro hermano es todo lo que os preocupa, os conduciré directamente a donde está.

—¡Basta, juglar! —intervino Ramiro y, volviéndose hacia mí, añadió—: No es éste un lugar para excesivas esperanzas ni para bromas. No estoy dispuesto a perder lo que queda de nuestro grupo porque vos estéis empeñado en llevarnos a ese mundo subterráneo. Si tenéis que arriesgar cinco vidas para salvar una, lo más sensato es admitir que Firebrand hizo lo peor que podía hacer, pero dejadlo así.

—¡No tenemos por qué retirarnos así como así, sir Ramiro! —protesté yo, cortante—. Yo seguiré adelante. He decidido que, si Shardos asegura poder encontrar a mi hermano, lo menos que puedo hacer es escucharlo.

Ramiro se volvió pesadamente hacia mi persona, mirándome con una mezcla de candidez y cierto enojo.

—Espero vuestras órdenes —contestó entre dientes.

Llamé a Shardos, y el ciego dio unos pasos adelante.

—La puesta de sol está próxima —dijo el malabarista, animado—. Cambia el canto de los pájaros, y el viento amaina. Es el mejor momento para emprender nuestra búsqueda.

Ramiro inició la agotadora desmontadura. Oliver se apresuró a asistirlo y, gruñendo, lo bajó como pudo. En lo alto de las rocas que nos rodeaban ulularon los buhos y, a un gesto de Ramiro, Oliver se apartó del fuego y encaminó rápidamente sus pasos hacia los caballos; al regresar por el camino para proteger a los asustadizos animales de los ominosos sonidos de la noche que se acercaba, arrancó una larga rama que sobresalía de una aeterna. Uno de los caballos relinchó, inquieto, y pronto oímos cómo el joven trataba de consolarlo con chasquidos de la lengua y amables susurros.

Sólo Dannelle permaneció a mi lado. Sentía sus ojos posados en mí.

Hice una honda inspiración, y el enrarecido aire de las montañas, fresco, con un toque de hielo y saturado del aroma de las aeternas, inundó mis pulmones.

—Seguiremos a Shardos, pues —ordené—. Ya veremos qué ocurre. Dejad las monturas aquí, ni atadas ni con el ronzal puesto. No nos serían de utilidad bajo tierra, y quizás encuentren el camino de las llanuras, si no se lo impedimos sujetándolas.

—Hubo poca táctica en esa decisión —murmuró Dannelle en broma, cuando Shardos cruzó el campamento para tomar un angosto sendero que se adentraba en la maleza. Ramiro y Oliver lo siguieron de mala gana.

—Es toda la táctica que supe emplear —confesé.

* * *

Así pues, nos pusimos en camino, todos cargados con cuerdas y linternas, además de hachas y pitones. Habíamos cogido de las alforjas cuanto nos parecía necesario, ya que dejábamos a los caballos. No era aún del todo oscuro cuando alcanzamos la arboleda. El pequeño Oliver, el de los ojos de lince, iba con Shardos a la cabeza de la columna, y fue quien regresó hasta nosotros con las noticias.

—¡Realmente hay un sitio como el que dijo el juglar, sir Galen! —anunció jadeante.

Era la frase más larga que pronunciaba desde que habíamos abandonado el Castillo Di Caela y, por lo visto, había quedado sin aliento.

—Allí están los árboles y el dolmen y la abertura en la roca... —añadió—, y algo salió volando de la oscuridad.

—¿Volando?

—Sí, sir. Algunos de esos animales cayeron al suelo apenas salidos. Fue como si se tiraran de cabeza, o algo así. Primero echaron a volar y, de repente, se doblaron y... No sé, diría que algo los aplastó en el aire. Cayeron de cabeza, como digo. Vistos de cerca, parecen ardillas quemadas...

—Tenebrales —nos informó Shardos, que había vuelto atrás en silencio.

—¿Qué? —pregunté.

—Son inofensivos —agregó el juglar—. Tengo entendido que esos seres resplandecen bajo tierra. Su sangre es luminosa, pero son unos animales torpes. Me contaron que salen a docenas de las cuevas, antes de que se ponga el sol, y el efecto de la luz es fatal para su piel. Ignoro qué explicación científica tiene ese fenómeno, pero eso es ya otra historia, para la que ahora no es momento.

Shardos hizo una pausa e inclinó la cabeza como si prestara atención a los movimientos y a la respiración de Oliver.

—Tened él máximo cuidado ahora, amigos —nos recomendó—, porque muy pronto pasaremos las puertas de los que-tana, y de la habilidad con que procedáis dependerá la vida del hermano de sir Galen.

El juglar nos condujo al calvero y, una vez dejados atrás los vallenwoods y el dolmen, enfilamos el sendero que descendía entre zarzas y maleza para terminar ante una fisura en la pared de la montaña.

El viejo se detuvo junto a la grieta y nos miró satisfecho.

—Durante un rato, en esta creciente oscuridad veré tan bien como cualquiera de vosotros. Quizá todavía mejor.

Con el perro pisándole los talones, se agarró a las negruzcas rocas que sobresalían de las paredes de la oquedad y empezó a bajar por la pétrea senda.

En los momentos siguientes, todos debimos de intercambiar una docena de miradas, calculando los riesgos de nuestra situación. Luchábamos contra el miedo, los presentimientos y el sentido común. Apenas pronunciamos un par de ahogadas palabras y, sin duda, murmuramos también una o dos oraciones, más supersticiosas que otra cosa. «Sacadme de esto con vida, y prometo correr a la puerta del monasterio más próximo...»

Yo aguardé preocupado unos largos instantes delante de la fisura, diciendo adiós al viento y al crepúsculo. Luego, conteniendo la respiración, entré también, atento el oído a la aparición de pálidos Hombres de las Llanuras o de trolls o de algo todavía mucho peor.

Pero lo único que percibí fue la desigual respiración de Dannelle, que iba detrás de mí. La seguía Oliver y, sobresaliendo por encima de ellos, vi a Ramiro. Y entonces, cuando nos envolvía la más absoluta negrura, dirigí una breve plegaria al dios que protegiera la suerte de los tontos y la entereza de los caballeros vacilantes, y avancé guiado por el sonido de los cuidadosos pasos de Shardos, así como por los bufidos de
Birgis

—Permitidme contaros una historia... —me susurró el ciego, segundos antes de que nos engulleran las tinieblas del interior de la montaña.

* * *

De haber habido suficiente luz para vernos pasar, estoy seguro de que nuestro aspecto habría resultado torpe y extraño.

Shardos descendía delante de mí, agarrándose ágilmente a una roca y otra mientras llevaba bajo el brazo izquierdo a su perro
Birgis.
Por lo visto, el animal odiaba los espacios cerrados, y de vez en cuando llegaba hasta mí, a través del quieto y húmedo aire, uno de sus gruñidos o gimoteos.

Yo mismo hubiese querido soltar un gañido. Ramiro había resbalado en dos ocasiones, haciendo caer sobre los demás una lluvia de polvo y rocalla. Todos nos deteníamos constantemente, entre escalofríos, para elevar una breve oración o soltar un reniego en medio de la oscuridad, antes de continuar. Yo temía que Ramiro diera un traspié en cualquier momento, y confiaba en que, si eso sucedía, hiciera el supremo sacrificio de no agarrarse al primero que encontrara, con lo que lo arrastraría consigo a las profundidades, sino que cayese a plomo y se enfrentase solo y en silencio a la muerte.

Dannelle y Oliver, por su parte, bajaban de manera garbosa y sin hacer ruido, situados entre mi persona y el resollante Ramiro, quien, entre tropezones, maldecía su propia falta de previsión por haberme seguido, sobre todo al centro de la tierra.

El silencio se hizo todavía más intenso a nuestro alrededor. En algún momento, algo echó a volar junto a mi cara entre chillonas voces y zumbidos, acompañado todo ello de un frenético batir de alas en busca de la superficie.

—Tenebrales —susurró Shardos, y yo recordé aquellas extrañas criaturas que emergían de la boca de la fisura para caer como piedras al suelo.

Y por su bien, teniendo en cuenta lo tontos que eran aquellos seres, deseé que afuera hubiese oscurecido ya del todo.

* * *

Casi una hora más tarde, la guía que yo había esperado de Shardos adquirió notables proporciones. Porque a la luz de las velas y linternas, que apenas nos permitían ver nada en aquellos rincones de la tierra, nos movíamos con la torpeza de ciegos, mientras que el único verdaderamente privado de vista sabía servirse de sus otros sentidos.

A unos trescientos metros y pico de profundidad (al menos, eso parecía), Shardos nos conducía mediante el tacto. Sus hábiles manos y pies se abrían paso por encima de cualquier roca sobresaliente, y entonces hacía una pausa para señalarnos un resalto poco seguro o una rendija de la pared, que por su escasa profundidad no nos permitiría sujetarnos.

En dos ocasiones me pasé el farol de una mano a la otra, con objeto de asirme mejor a algún punto de la piedra. Todo lo que se hallase a más de unos seis metros de distancia quedaba sumido en la negrura. Dos veces encontramos túneles que se desviaban de la fisura por la que bajábamos, para perderse en una oscuridad aún más tenebrosa. En la boca de esos túneles, Shardos se detenía y ladeaba la cabeza, como si quisiera escuchar u oler o sentir la humedad del aire. En ambos momentos meneó la cabeza con un gesto dramático.

Era evidente que allí acechaba algún peligro. O, por lo menos, se trataba de un camino sin salida, de un pasadizo que no conduciría a ninguna parte, y desde luego no a donde Brithelm podía estar.

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