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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero Galen (39 page)

BOOK: El caballero Galen
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—Te hiciste un lío con todos aquellos sátiros de nuestro pantano —contestó, aunque retrocediendo ante el troll, que se acercaba con repugnantes chasquidos de sus labios después de arrancar del suelo una larga estalagmita, que ahora blandía por encima de su cabeza como un bastón.

Yo miré a mi alrededor. De repente, las rocas que yo podía coger y arrojar me parecían demasiado pequeñas; me dije que mi hermano resultaría un aliado demasiado débil, y pensé que toda la pomposa formación solámnica era equiparable a las clases de equitación recibidas por Dannelle: una cosa adecuada y correcta en teoría, pero peligrosa frente a la realidad.

El troll se precipitó entre nosotros y golpeó el suelo con fuerza estremecedora. Toda la cámara tembló, y en el primer momento creí que el causante era el troll. Pero la sacudida se repitió, y él mismo perdió el equilibrio y, al trastabillar de un lado a otro, dejó en el aire un hilo de baba.

Con toda serenidad, Brithelm alzó una piedra y, con gesto inocente, la tiró más allá de la coriácea nariz del troll. Los ojos del monstruo bizquearon, llenos de consternación, y el horrible ser se puso a buscar ansioso a su atacante.

—¡Aquí! —canturreó Brithelm.

«¡Aquí!», repitió el eco. Su voz resonó espeluznante en la cavernosa cámara, y el aborto del infierno se volvió con expresión estúpida hacia aquel sonido.

Brithelm me hizo otro guiño y volvió a gritar.

—¡Uh, uh...!

El troll giró sobre sí mismo, tambaleante.

Yo me agaché para coger un par de piedras, y entonces me di cuenta de que mi hermano hacía dar vueltas lentamente a la criatura para acercarla a la pared de roca y al túnel.

Brithelm se dejó caer sentado, emitió una especie de cacareo, y sus manos echaron unos destellos verdes al moverse. El troll, que se había acurrucado con el fin de saltar sobre el adversario, quedó un momento inmóvil, desconcertado y expectante.

En el acto comprendí la táctica de Brithelm.

El monstruo se agazapó todavía más, y su nudosa espalda gris formó una especie de pendiente. Los hombros del troll no quedaban a más distancia de la boca del elevado túnel que la que el salto de un buen atleta pudiera salvar. Antes de pensarlo más, me vi corriendo cada vez más aprisa a través de la caverna, y la horrible criatura sólo había empezado a volverse cuando salté sobre su lomo como un acróbata kender, todavía agitando piernas y brazos. El ímpetu me hizo resbalar por su espalda hasta los hombros de la bestia y, de un salto, más impulsado por el miedo que por la energía o la destreza, entré de cabeza en el túnel.

* * *

El hecho de que Firebrand se pusiera la corona había significado algo más que extraer trolls de las paredes. Supe luego que, abajo, donde Shardos y Ramiro perdían la batalla contra los innumerables que-tana, la escaramuza acabó tan súbitamente como había comenzado. Agotados y sorprendidos, los Hombres de las Llanuras se miraron boquiabiertos entre sí, desorientados por una ola de oscuridad que atravesaba sus corazones. Entre grandes retumbos cayeron al suelo de la biblioteca todos los palos y las hondas y las lanzas, antes de que los guerreros que-tana se hubiesen restablecido.

Ramiro, desde luego, era lo suficientemente ducho para reconocer una ventaja cuando la veía. Pese a su fatiga y a todas las magulladuras, agarró a Shardos por la muñeca y, aunque a trompicones, intentó partir en la dirección seguida por nosotros y abrirse camino entre los Hombres de las Llanuras.

Pero el ciego no quiso saber nada de eso. Para sorpresa general, aunque sobre todo de Ramiro, el viejo juglar se plantó con firmeza en el rocoso suelo de la cámara. El caballero se detuvo jadeante, dispuesto a reñirlo, cuando vio que los miraban incontables ojos oscuros, todos muy abiertos.

En ese preciso momento empezaron a inclinarse y a temblar las paredes, al mismo tiempo que un ominoso estruendo lo llenaba todo.

—El un-ojo —dijo vacilante un Hombre de las Llanuras, recorriendo con la vista lo que lo rodeaba, ahora que de la bóveda se desprendían el polvo y la grava—. El un-ojo. El namer. No está...

El pálido y encorvado que-tana se interrumpió, fruncido el entrecejo.

—Yo no recuerdo a ningún namer —agregó—. ¿Qué se supone que es?

—Mira a tu alrededor —dijo Shardos, sin alterarse—. ¿Dónde se encuentra el un-ojo cuando el mundo tiembla?

—¡Ah, pero él es el namer! —protestó una mujer joven—. Y mantiene..., mantiene...

Y su rostro expresó profunda incertidumbre.

—¿Mantiene
qué? —
insistió Shardos, soltándose de Ramiro.

—No..., yo no me acuerdo, pero el namer lo sabe... —tartajeó ella—. También conoce el camino de las Tierras Luminosas.

Varios que-tana volvieron a mirar nerviosos el techo de la cámara.

—Si alguien... —comenzó Shardos con cautela, haciendo caso omiso de los impacientes tirones de manga que le daba Ramiro y los estremecimientos del suelo—, si alguien supiera enseñarnos el camino de las Tierras Luminosas... y conociese lo que el namer guarda...

Todos los ojos se posaron ansiosos en el juglar.

—¡Entonces, él sería el namer! —pió una niña pequeña.

Era exactamente lo que Shardos deseaba oír.

—No estoy seguro de que se llegara a tal conclusión, hija —contestó el ciego, después de una profunda respiración—. Pero de lo que sí estoy seguro es de que existe más de una versión de cada historia y, asimismo, más de un camino para salir de cada caverna. Incluso, a veces, más de dos caminos y dos versiones. Estas cuevas son viejas, y el agua las ha corroído. Yo conozco más de una manera de salir de ellas.

—¡Shardos! —lo reprendió Ramiro—. ¿Qué diantre...?

—¿Os gustaría que os mostrase uno de esos caminos? —preguntó el juglar, sin apartar su vacía mirada de los que-tana.

—Sigamos a este hombre —dijo la mujer con voz tranquila.

El Hombre de las Llanuras que había hablado primero se unió al grupo, seguido de la niña, de un feo y achaparrado hachero que había permanecido junto al atril quemado por la furiosa mano de Firebrand, y de dos de nuestros guardias.

Shardos se volvió risueño hacia Ramiro.

—¡Preparaos, mi corpulento compañero! Vamos a dirigir un caso de emergencia y salvar el abismo que hay entre la oscuridad y la luz.

El caballero soltó un bufido.

—Si eso significa salir de este maldito lugar, sería el primero en secundaros, Shardos. Pero hay que contar con el Juramento, y un miembro de la Orden corre grave peligro a manos de Firebrand, en estos momentos.

—¡Hay cosas más importantes que vuestro dichoso Juramento, Ramiro! —replicó el juglar, muy severo—. ¡Haced lo que os dé la gana, pero mirad antes a vuestro alrededor y cercioraos de que el Juramento no profundiza más de lo que os imaginabais!

Ramiro examinó los rostros de los Hombres de las Llanuras que tenía delante y advirtió la vulnerabilidad de su pálida piel y su terrible fragilidad. Tembló de nuevo el suelo, y entre él y el pasadizo descendente que nos había visto seguir, se abrió una tremenda grieta.

—En cuanto a Firebrand... —dijo Shardos en tono bajo—, pues... ¡ya es hora de que confiéis en los dioses y en Galen!

—Ninguno de ellos ha resultado muy digno de confianza, que yo recuerde —gruñó el hombretón, y, tomando la mano de una niña que-tana en su enorme y carnosa manaza, siguió al juglar cuando la biblioteca se llenó de polvo y cascotes detrás de ellos.

Juntos emprendieron el camino, el juglar, el sibarita y un centenar de perplejos Hombres de las Llanuras. A ese centenar se unió otro, y los doscientos se convirtieron en mil cuando el terremoto sacudió los corredores a punto de derrumbarse.

* * *

Mientras tanto, yo yacía apoyado en la pared del túnel, mis pies todavía resentidos por el duro aterrizaje. Abajo, Brithelm voceaba contento. El troll resoplaba, furioso, y el ruido se alejó cuando los dos se desplazaron por el cuarto del namer en su arriesgado juego de mutua persecución.

La pared que yo tenía detrás tembló una vez, y luego quedó quieta. Cerca de mí se desprendió grava, y el ruido resonó en toda la galería. Yo me sujeté a la roca, me puse de pie lentamente y... noté que la coriácea pared pulsaba bajo mi mano, como si en sus profundidades latiera un enorme corazón.

¡Aquella pared vivía! Y estaba agitándose.

—¡Tellus! —musité, recordando la antigua leyenda, aquel relato de Caminador Incansable referente al gigantesco gusano dormido debajo del continente de Ansalon, cuyos movimientos sacudían las montañas.

Y que sin duda se revolcaría de nuevo al final de los tiempos, para deshacer lo creado.

No sé cuánto habría permanecido yo allí, atontado, de no haber sido por el brazo del troll, que de repente penetró por la boca del túnel para engancharme con su garra.

Por lo visto, Brithelm ya no podía distraer más la atención del monstruo. Algo debió de despertarse en la memoria del espantajo, y sin duda recordó que, poco antes, otra criatura menuda había pasado por encima de él.

El roce de sus palpantes dedos en mi tobillo me arrancó de toda meditación.

Lancé un grito y di un salto como si una enorme araña acabase de correr por encima de mi pie; fui a parar varios metros túnel adentro antes de que la asquerosa mano se cerrase alrededor de la nada.

La oscuridad era allí absoluta, y resultaba peligroso avanzar. Tragué saliva y agucé el oído.

De alguna parte más adelante, y transportado hasta mí como a lomos de un ventoso eco, llegó el ruido de alguien que caía y soltaba un reniego.

Firebrand. Trastabillando en la negrura, y aún no fuera de mi alcance.

A ciegas eché a correr hacia el origen del ruido.

Si realmente estaba allí Tellus, aletargado entre las cavernas que surcaban las montañas Vingaard, ¿significaban esos movimientos y retumbos que el monstruoso gusano se preparaba para despertar?

Preferí no pensar en ello. Al menos, no de momento.

Una débil luz resplandeció entonces delante de mí, y noté olor de azufre. El namer debía de haber tocado algo seco e inflamable.

A toda prisa corrí hacia allí en silencio, con renovadas energías. Me sentía como una comadreja en su propia madriguera.

El suelo se agitó debajo de mis pies, y yo perdí el equilibrio y me di un golpe en la rodilla. No; era mejor no pensar ahora en nada.

Firebrand no había ganado mucho tiempo. Al envolverlo la oscuridad y no poder avanzar de forma segura, se había arrimado a las paredes y allí había encontrado restos de antorchas, secas por el paso de los años, en antiguos y herrumbrosos soportes.

Pero las antorchas se inflamaban como los tejados de paja en el incendio de una aldea. El namer debía de haberlas contemplado fascinado, sin duda alguna convencido de que la criatura que había soltado contra sus perseguidores estaba en la cámara, llevando a cabo una escalofriante faena.

En consecuencia, creía disponer de todo el tiempo del mundo.

Yo seguí las luces medio apagadas y el olor a humo, y doblé una esquina del pasadizo a tiempo de verlo a unos veinte metros de distancia, con una antorcha de extrañas llamas en las manos.

Se volvió hacia mí, y su único ojo brilló como un ópalo, como otra antorcha de enojo y rabia.

—Sois perseverante, ¿eh? —dijo sin alzar la voz—. ¡Casi todas las sabandijas lo son!

Yo di un furioso paso hacia él, pero entonces recordé que iba desarmado. Agachado, palpé el suelo de la galería en busca de algo duro y cortante que pudiera servirme para atacar, pero mis manos sólo resbalaron sobre piedra lisa y rezumante.

—Las comadrejas, los armiños y esos pequeños animales de dientes finos y afilados son también rastreros —me insultó Firebrand.

—¿Cómo sabíais que...? —jadeé.

—¿Que os llaman «comadreja»? —replicó él, y, aunque la antorcha moteaba las espesas sombras, creí notar una sonrisa en su voz—. ¡Yo sé muchas cosas,
Comadreja!.
Las piedras me las cuentan, y el ojo de las piedras todavía me explica más.

Juntó las manos de manera elegante, casi piadosa, en un gesto que, por tierno, resultaba aún más espantoso.

—El pasado es ineludible,
Comadreja —
entonó, y los ojos de dioses de su corona empezaron a refulgir como antes en la cámara—. No hay modo de ocultarlo o limpiarlo, ni de relegarlo al olvido, y en ningún caso se puede arreglar. Siempre está presente, y, si añadís vuestras pequeñas acciones extravagantes y las comparáis con el desastre que erais, dependeréis de vuestras propias palabras y de vuestros conceptos cuando paséis de la noche...

Aquí hizo una pausa, y en la sombría distancia vi que alzaba las manos.

—...
a tener conciencia de la noche —
salmodió.

Y Marigold salió entonces de la pared del corredor, con su angular peinado en forma de velero naufragado, enfangado y chorreante su largo vestido. Detrás de ella —mejor dicho,
a través
de ella, porque Marigold, luminosa, resultaba misteriosamente translúcida— vi cómo Firebrand daba media vuelta y echaba a correr galería abajo hasta perderse en las tinieblas.

—¡Robert! —chilló ella—. ¿Dónde está sir Robert?

La mujer miró atontada a su alrededor, mientras el agua le caía a riachuelos al suelo, que permanecía completa e inconcebiblemente seco.

—¿Mis peinetas? —preguntó confusa y dolorida, volviéndose despacio hacia mí—. ¿Y mis afeites?

Nuestros ojos se encontraron.

—¿Y la laca? —murmuró, mientras seguíamos mirándonos.

En contra de mi voluntad, tuve que reírme.

En algún punto de mi interior comprendía que aquello era una visión. La translucidez, el paso a través de la pared, el simple hecho de que Marigold de Kayolin tuviera que estar a kilómetros de distancia... Sin embargo, tal realidad no había calado verdaderamente en mi mente. Lo único calado por completo era el horrible velero armado en lo alto de la cabeza de la joven, que parecía una embarcación embarrancada en unas rocas o en un arrecife.

—¡Maldicioooón! —gritó entonces, y sus ojos empezaron a centellear mientras giraban como ruedas de fuego—. ¡Estoy muerta! ¡Estoy muerta! —vociferó, a la vez que sus manos intentaban torpemente arreglar el deshecho peinado—. ¡Y todo por vuestra culpa!

Yo busqué, ansioso, algún túnel lateral por donde poder escapar.

—Pero así es mejor —dijo de pronto Marigold, más calmada—. Es mejor, sí,
Comadreja.
Hum... Sí, sí...

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