Read El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2 Online
Authors: Nalini Singh
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico
Sin embargo, decidió relajarse en lugar de luchar. Rafael, pensó, resultaba lo bastante aterrador como para hacer desaparecer la peor de las pesadillas.
Cuando el arcángel apretó los dientes sobre el pulso de su cuello, cuando desgarró su camiseta con las manos para dejar su torso al descubierto, Elena se aferró a sus hombros.
Y al instante, esos dientes fuertes y blancos comenzaron a descender.
Sintió un vuelco en el estómago, una mezcla adictiva de miedo y deseo.
—Rafael... —El arcángel tenía una mano en su espalda, y con la otra sujetaba el pecho para poder lamer el pezón con tanta meticulosidad que Elena se tensó a causa de la expectación—. ¿Piensas morderme? —Una pregunta ronca.
Quizá.
Al percibir el tono frío de la respuesta, Elena titubeó. Su cuerpo ansiaba el contacto masculino, pero aun así vaciló. ¿Era lo bastante fuerte como para soportar al arcángel de Nueva York cuando estaba de ese humor?
Eres mi compañera, Elena. No te queda otro remedio que aprender a hacerlo
.
Estaba en su mente; se había colado en su cabeza cuando el deseo provocó un cortocircuito en sus defensas.
—¿Alguna vez comprenderás la necesidad de establecer ciertos límites? —Le mordió el labio. Estaba tan frustrada que actuó por instinto.
Los ojos de Rafael adquirieron el color de la medianoche, pero no dejó de acariciarle el pezón que había excitado.
—No.
—Lo siento. —Le rodeó el cuello con los brazos—. Pero conmigo no te servirán de nada esas respuestas despóticas. —Y no iba a permitir que la ira que la consumía creara una grieta entre ellos. Lo que los unía (esa emoción áspera y dolorosa) era algo por lo que merecía la pena luchar—. Y jamás aceptaré que me conviertan en una marioneta. No dejaré que lo haga Lijuan, y mucho menos el ser a quien considero mío.
Él no respondió. Se limitó a observarla con esa mirada distante. Tenía el mismo aspecto que el día que se conocieron. En aquel entonces, Elena temió por su vida. Ahora sabía que no la mataría, aunque podía hacerle daño de formas que solo un inmortal conocía. Debería haber cedido, pero nunca había sido de las que se rendían.
—¿Qué es —preguntó al tiempo que frotaba la nariz contra la de él en respuesta a su silencioso afecto, demostrando una confianza que él podría destrozar con un simple acto descuidado— lo que te ha puesto de tan mal humor?
La esencia del mar se intensificó hasta tal punto que a Elena le dio la sensación de que podía acariciar la espuma. La pausa, llena de palabras no pronunciadas, fue como una hoja de acero situada sobre sus cabezas. El sudor comenzó a empaparle la espalda, pero siguió aferrada a él, siguió luchando por una relación que había surgido de la nada para convertirse en lo más importante en su universo.
Elena
.
Ella sintió una caricia en la mente antes de que Rafael apoyara la cabeza en la curva de su cuello.
Su corazón dio un suspiro de alivio al ver que el peligro había pasado. Comenzó a acariciarle el cabello, a frotar su cara contra la de él.
—Tú tienes tus propias pesadillas —le dijo. La idea surgió en su mente con la claridad que aparece tras la tormenta—. Y hoy han sido muy malas.
Rafael la abrazó con más fuerza. Ella se lo permitió, ya que necesitaba su calidez tanto como él la de ella. ¿No era extraño? ¿No era extraño que el arcángel de Nueva York la necesitara? A ella, a Elena Deveraux, cazadora del Gremio e hija repudiada.
Lo estrechó con ternura y apretó los labios contra su sien, contra su mejilla, contra todas las partes de su cuerpo que pudo alcanzar.
—Debe de ser algo que hay en el ambiente —dijo de pronto en una voz tan baja que apenas se oía—, porque yo no puedo dejar de pensar en mi madre, en mis hermanas. —Era la primera vez que hablaba de sus pesadillas en voz alta. Ni siquiera su mejor amiga conocía lo que había ocurrido en su infancia, la maldad que la acosaba hasta tal punto que algunos días apenas podía respirar.
—Dime sus nombres. —Un aliento cálido sobre la piel de su cuello. Unos brazos fuertes alrededor de su cintura.
—Ya sabes cómo se llaman.
—Para mí, son solo datos de un informe.
—Mi madre —dijo Elena mientras se aferraba a él con todas sus fuerzas— se llamaba Marguerite.
Elena
.
Un beso mental. Su esencia la envolvía de una forma tan protectora como sus brazos.
Elena sintió que su labio inferior empezaba a temblar, así que se lo mordió para impedirlo.
—Había vivido en Estados Unidos desde que se casó con mi padre, pero aún tenía un ligero acento parisino. Había algo fascinante y adorable en su risa, en su forma de gesticular con las manos. Me encantaba sentarme en la cocina, o en su taller, para escucharla mientras trabajaba.
Marguerite confeccionaba edredones, piezas únicas y hermosas con las que había conseguido dinero suficiente como para ahorrar cierta cantidad. Nada comparable con la fortuna de su padre, por supuesto, pero esa herencia había pasado a sus hijas con amor, mientras que la de Jeffrey...
—Ese hombre sigue con vida solo porque sé que lo amas.
—No debería hacerlo, pero no puedo evitarlo. —Ese amor estaba arraigado a mucha profundidad, a tanta que ni siquiera los años de negligencia lo habían sofocado por completo—. Antes deseaba que hubiera muerto él y no mi madre, pero sé que mamá me habría odiado por pensar una cosa así.
—Tu madre te habría perdonado.
Elena deseaba tanto creer eso que casi le dolía.
—Ella era el corazón de nuestra familia. Después de su muerte, todo murió.
—Háblame de las hermanas que perdiste.
—Si mamá era el corazón de la familia, Ari y Belle eran la paz y la tormenta. —Todas habían dejado un hueco en la familia Deveraux cuando su sangre se derramó en el suelo.
El rostro apuesto de Slater. Sus labios teñidos de rojo brillante.
Se aferró a Rafael y descartó esa detestable imagen con todas sus fuerzas.
—Yo era la hija intermedia, y me gustaba serlo. Beth era la pequeña, pero Ari y Belle me permitían a veces hacer cosas con ellas. —Se había quedado sin palabras. Sentía una opresión tan intensa en el pecho que le faltaba el aire.
—Yo no tengo parientes.
Esas palabras la pillaron tan de sorpresa que aplacaron la angustia. Se dispuso a escuchar en la posición en la que estaba: enredada contra el cuerpo del arcángel como si fuera una rama de hiedra.
—Los nacimientos angelicales son muy raros, y mis padres ya tenían miles de años cuando yo nací. —Todos los nacimientos eran motivo de celebración, pero aquel se festejó particularmente—. Fui el primer hijo concebido por dos arcángeles en varios milenios.
Elena, su cazadora, confiaba en que él la mantuviera a salvo. Lo abrazaba en silencio, pero Rafael podía sentir su atención, y también la calidez de su palma a través del tejido de la camisa. Deslizó una de sus manos con mucha lentitud por la espalda femenina antes de seguir hablando sobre cosas que no había compartido con nadie en una eternidad.
—Sin embargo, hay quienes dijeron que yo no debería haber nacido jamás.
—¿Por qué? —Elena alzó la cabeza y se frotó los ojos con los nudillos—. ¿Por qué dijeron algo así?
—Porque Nadiel y Caliane eran demasiado viejos. —La estrechaba con tanta fuerza que los senos femeninos se aplastaban contra su pecho con cada respiración. Alzó las manos hasta la curva de su cintura, hasta su caja torácica, mientras saboreaba el contacto de su piel—. Corría el rumor de que habían empezado a degenerar.
Elena frunció el ceño.
—No lo entiendo. Los inmortales son inmortales.
—Pero evolucionamos —replicó él—. Y algunos de nosotros involucionamos.
—Lijuan... —susurró la cazadora—. ¿Ella ha involucionado?
—Eso creemos, pero ni siquiera la Cátedra sabe en qué se está convirtiendo. —En una pesadilla, eso seguro. Sin embargo, ¿sería una pesadilla privada o una que destruiría el mundo?
Elena no era ninguna estúpida. Lo comprendió en cuestión de segundos.
—Esa es la razón por la que tu madre ejecutó a tu padre.
—Sí. Él fue el primero.
—¿Les ocurrió a los dos? —Dolor... Una compasión por él que llenó sus expresivos ojos.
—Al principio no. —Vio los últimos momentos de vida de su padre con tanta claridad como si las imágenes estuvieran dibujadas en el iris de sus ojos—. La vida de mi padre acabó en llamas.
—Ese tapiz... —dijo Elena—. El que hay en el pasillo de nuestra ala, representa su muerte.
—Un recordatorio de lo que me espera.
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Jamás. No permitiré que te ocurra eso.
Su humana, pensó Rafael. Su cazadora. Era muy joven, y sin embargo, había un núcleo de fuerza en ella que lo fascinaba, que seguiría fascinándolo con el paso de las eras. Elena ya había conseguido cambiarlo de muchas formas que ni siquiera él comprendía. Tal vez, se dijo, ella pudiera salvarlo de la locura de Nadiel.
—Incluso si fracasas —respondió el arcángel—, tengo la certeza de que encontrarás una forma de poner fin a mi vida antes de que mancille el mundo con mi maldad.
La rebelión brilló en los ojos femeninos.
—Moriremos —replicó Elena—. Moriremos juntos. Ese es el trato.
Rafael recordó lo que había pensado mientras caía con ella en Nueva York, con su cuerpo destrozado en los brazos. En aquel entonces, la voz de Elena no era más que un susurro en su mente. No había considerado, ni por un segundo, aferrarse a su eternidad; había decidido morir con ella, con su cazadora. Y ella elegiría hacer lo mismo. Apretó las manos hasta cerrarlas en puños.
—Moriremos —repitió él—. Moriremos juntos.
Un momento de silencio sepulcral en el que dio la sensación de que algo encajaba en su lugar.
Tras descartar aquel doloroso recuerdo, Rafael le dio un beso en el cuello.
—Tenemos que averiguar qué es lo que te ha enviado Lijuan.
Elena se estremeció.
—¿Podrías prestarme la camisa?
Rafael dejó que se apartara de su regazo; permitió que ese cuerpo hermoso, esbelto y... fuerte, se apartara de él. Evaluó su forma física con una mirada crítica mientras ella observaba algo que había sobre el escritorio, y luego tomó una decisión.
—Las lecciones de vuelo comenzarán mañana.
Elena se volvió a tal velocidad que estuvo a punto de tropezar con sus propias alas.
—¿En serio? —Una sonrisa enorme que partió su cara en dos—. ¿Me enseñarás tú?
—Por supuesto. —No le confiaría su vida a nadie más. Se quitó la camisa para entregársela.
Ella se la puso y enrolló las mangas. Le quedaba muy grande, por supuesto, pero no se la metió por dentro de los pantalones. Cuando Rafael dijo algo al respecto, sus mejillas se ruborizaron.
—Es más cómoda así, ¿vale? Venga, ¿dónde está ese estúpido regalo?
E
lena vio que los labios de Rafael se curvaban un poco al escuchar sus palabras airadas, pero él no dijo nada más. En lugar de eso, se acercó a un pequeño armario que había en uno de los rincones. Los músculos de su espalda se movían con una fuerza fluida que hizo que sus hormonas femeninas cobraran vida.
Tras sustituir los vestigios del pasado con el placer sensual que le provocaba ver cómo se movía su arcángel, se acercó a él mientras abría el armario para dejar al descubierto una pequeña caja negra del tamaño propio de las que contienen joyas.
Se estremeció y dio un paso atrás.
—Arroja esa cosa al foso más profundo que puedas encontrar —se apresuró a decirle.
Rafael la miró de reojo.
—¿Qué sientes?
—Me pone los pelos de punta. —Se abrazó y empezó a frotarse los brazos con las manos. Sentía una capa de hielo en el estómago—. No quiero tener eso cerca de mí.
—Interesante... —Rafael metió la mano en el armario y sacó la caja—. Yo no siento nada y, aunque no hay sangre, tú percibes un montón de cosas.
—No lo toques —le ordenó Elena con los dientes apretados—. Te he dicho que te deshagas de esa cosa.
—No podemos hacer algo así, Elena. Y lo sabes.
No quería saberlo.
—Jueguecitos de poder... Bueno, ¿y qué? Le daremos las gracias y le enviaremos cualquier fruslería. Tienes muchas por ahí.
—Eso no servirá. —Sus ojos se ensombrecieron hasta adquirir el tono de la zona más oscura del alba en el momento justo en el que el sol asomaba por el horizonte—. Este es un regalo muy específico. Es una prueba.
—¿Y qué? —repitió Elena—. A los arcángeles les gusta jugar a ver quién es el más fuerte. ¿Por qué coño tengo que hacerlo yo?
Rafael colocó la caja en una esquina del escritorio y rozó las alas de Elena con las suyas.
—Te guste o no, al convertirte en mi amante, has aceptado participar en esos jueguecitos.
Elena tenía una sensación extraña en la piel, como si un millar de arañas corretearan por su cuerpo.
—¿Podemos tirarlo a la basura después de abrirlo?
—Sí.
—¿Eso no se considerará de mala educación?
—Será una declaración. —Le ofreció la mano—. Ven, cazadora. Necesito una gota de tu sangre.
—¿Lo ves? Da escalofríos. —Estremecida, sacó uno de sus cuchillos y se hizo un corte en el dedo índice de la mano izquierda—. Quienes hacen regalos que solo la sangre puede abrir jamás te enviarían toallas de baño.
Rafael tomó su mano y la sostuvo sobre la caja antes de apretarle el dedo con la fuerza suficiente para arrancarle una única y luminosa gota de sangre. Elena observó el líquido rojo, que colgó por un segundo de la yema de su dedo, como si odiara esa cajita de terciopelo, antes de caer con suavidad. La caja pareció consumirse, como una oscuridad voraz hambrienta de vida.
La cazadora apretó los dedos de la otra mano sobre la empuñadura del cuchillo.
—No quiero ir a ese baile, de verdad.
Rafael le besó la yema del dedo antes de soltarle la mano.
—¿Quieres que la abra yo?
—Sí. —No tocaría esa cosa si podía evitarlo.
Rafael levantó la tapa. Al principio, Elena no pudo ver lo que había dentro, ya que su mano se lo impedía, pero cuando la apartó...
Se le puso la piel de gallina. Dejó caer el cuchillo, se volvió y corrió hacia la puerta de lo que esperaba fuera el cuarto de baño. Mientras se desplomaba sobre el suelo de baldosas, el alivio se vio superado por las náuseas que la sacudían. Situó la cabeza sobre la taza del inodoro y vomitó el almuerzo con tanta fuerza que pensó que echaría hasta el estómago.