El bailarín de la muerte (26 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El bailarín de la muerte
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—Con un talón, no —Stephen se echó a reír—. En efectivo.

Los ojos brillantes parecían reflexionar.

—¿Cuánto?

El tipejo negociaba.

—Cinco mil.

El miedo permaneció en los ojos pero fue desplazado por la conmoción.

—¿De veras? ¿No me estás jodiendo?

—No.

—¿Qué pasa si te a ayudo a salir y me matas para no tener que pagarme?

Stephen rió nuevamente.

—A mí me pagan mucho más que eso. Cinco mil no son nada para mí. De todos modos, si salimos de aquí, me podrías ayudar en otra ocasión.

—Yo…

Un sonido a la distancia. Pisadas que se acercaban.

Era el policía de S&S que lo andaba buscando.

Sólo uno, supuso Stephen, al oír las pisadas. Tenía sentido. Estarían esperando que fuera a la oficina de la primera planta, la que tenía la ventana abierta y donde Lincoln el Gusano habría apostado a la mayoría de los guardias.

Stephen volvió a colocar la pistola en su bolsa de libros y sacó su cuchillo.

—¿Me vas a ayudar?

Una pregunta estúpida, por supuesto. Si Jodie no lo ayudaba estaría muerto en sesenta segundos. Y lo sabía.

—Vale —y le tendió la mano.

Stephen la ignoró y preguntó:

—¿Cómo salimos?

—Mira esos bloques de hormigón. Se pueden sacar. ¿Ves, allí? La abertura que queda conduce a un túnel antiguo. Estos túneles de distribución corren por debajo de la ciudad. Nadie los conoce.

—¿Ah, sí? —Stephen deseó haberlo sabido antes.

—Nos llevará hasta el metro. Allí es donde vivo. En una vieja estación de metro.

Habían pasado dos años desde que Stephen trabajara con un socio. A veces deseaba no haberlo asesinado.

Jodie se encaminó a los bloques de hormigón.

—No —murmuró Stephen—. Quiero que hagas lo siguiente. Te pones contra esa pared. Allí —señaló un muro en el lado opuesto a la puerta.

—Pero me verá. Entra con su linterna e ilumina el cuarto. ¡Seré lo primero que vea!

—Limítate a ponerte contra la pared y levanta los brazos.

—Me disparará —gimoteó Jodie.

—No. No lo hará. Debes confiar en mí.

—Pero… —Sus ojos se dirigieron hacia la puerta. Se limpió la cara.

¿Se echará atrás este hombre, soldado?

Es un riesgo, señor, pero he considerado las posibilidades y pienso que no lo hará. Es un hombre muy necesitado de dinero.

—Debes confiar en mí.

—Vale, vale… —suspiró Jodie.

—Acuérdate de levantar bien los brazos o te disparará.

—¿Así? —levantó los brazos.

—Retrocede, así tu cara queda en la sombra. Así. No quiero que te vea la cara… Bien. Perfecto.

Ahora las pisadas estaban más cerca. El policía caminaba sin hacer mucho ruido. Vacilaba.

Stephen se llevó los dedos a los labios y se tiró boca abajo. Desapareció en las sombras.

Las pisadas se hicieron inaudibles y luego se detuvieron. Una figura apareció en la puerta. Tenía el uniforme antibalas y llevaba una cazadora del FBI.

Entró en el cuarto y lo examinó con la linterna que estaba unida al extremo de su H&K. Cuando la luz iluminó el torso de Jodie, hizo algo que asombró a Stephen.

Comenzó a apretar el gatillo.

Era un movimiento muy sutil. Pero Stephen había disparado a tantos animales y personas que conocía el estremecimiento de los músculos, la tensión de la postura, en el momento anterior al disparo.

Stephen se movió con rapidez. Saltó hacia arriba, alejó la ametralladora y desconectó el micrófono del agente. Luego hundió el cuchillo en el tríceps del policía y paralizó su brazo derecho. El hombre aulló de dolor.

¡Tienen luz verde para matar!, pensó Stephen. No existe la opción de la rendición. Si me ven, disparan. Esté armado o no.

Jodie gritó.

—¡Oh, Dios! —Se dirigió hacia delante, inseguro, con los brazos todavía levantados, con un gesto casi cómico.

Stephen hizo caer al agente de rodillas, le colocó el casco Kevlar sobre los ojos y lo amordazó con un pedazo de tela.

—Oh, Dios, lo acuchillaste —dijo Jodie, bajando los brazos y acercándose.

—Cállate —dijo Stephen—. Haz lo que dijimos. La salida.

—Pero…

—Ahora.

Jodie se limitó a mirarlo fijamente.

—¡Ahora! —dijo Stephen con furia.

Jodie corrió hacia el agujero en la pared mientras Stephen ponía de pie al agente y lo llevaba por el pasillo.

Luz verde para matar…

Lincoln el Gusano había decidido que tenía que morir. Stephen estaba furioso.

—Espera allí —le ordenó a Jodie.

Stephen enchufó nuevamente los auriculares al receptor del hombre y escuchó. Estaban en el canal de Operaciones Especiales y debería haber una docena o más de policías, que pasaban informes a medida que registraban el edificio.

No tenía mucho tiempo, pero tenía que entretenerlos.

Stephen condujo al aturdido agente por el pasillo amarillo.

Sacó de nuevo el cuchillo.

Capítulo 20: Hora 23 de 45

—¡Maldita sea! —exclamó Rhyme y se salpicó de saliva el mentón. Thom se acercó a la silla y lo limpió, pero Lincoln, enfadado, le hizo señas para que se fuera—. ¿Bo? —llamó por el micrófono.

—Adelante —dijo Haumann, desde la furgoneta de mando.

—Creo que nos ha engañado y va a pelear para poder salir. Di a tus agentes que formen grupos de defensa. No quiero que nadie esté solo. Haz que todos entren al edificio. Pienso…

—Espera… Espera. Oh, no…

—¿Bo? ¿Sachs?… ¿Hay alguien?

Pero nadie contestó.

Rhyme escuchó por la radio voces que gritaban. La transmisión cesó. Luego exclamaciones intermitentes:

—…ayuda. Tenemos un rastro de sangre… En el edificio de oficinas. Correcto, correcto… no… escaleras abajo… Sótano. Innelman no contesta. Estaba… sótano. Todas las unidades, moveos, moveos. ¡Vamos, moveos!…

—¿Bell, me escuchas? —gritó Rhyme—. Pon doble guardia a los testigos. No, repito, no los dejes sin custodia. El Bailarín anda suelto y no sabemos dónde está.

De la línea surgió la voz calma de Roland Bell:

—Los tenemos bajo nuestras alas. Nadie puede entrar.

Una espera irritante. Insoportable. Rhyme quería aullar de frustración.

¿Dónde estaba?

Una víbora en un cuarto oscuro…

Luego, uno a uno, los policías y agentes se reportaron, informando a Haumann y Dellray que habían registrado una planta tras otra.

Por fin, Rhyme escuchó:

—El sótano está limpio. Pero por Dios, hay mucha sangre en el lugar. E Innelman desapareció. ¡No lo podemos encontrar! ¡Dios, cuánta sangre!

*****

—¿Rhyme, puedes oírme?

—Adelante.

—Estoy en el sótano del edificio de oficinas —dijo Amelia Sachs al micrófono, mirando a su alrededor.

Las paredes eran de un sucio hormigón amarillo y el suelo estaba pintado de color gris, como los barcos de guerra. Pero era difícil prestar atención al decorado de ese lugar tan húmedo y oscuro; había sangre por todas partes, como en una horrorosa pintura de Jason Pollock.

Pobre agente, pensó. Innelman. Mejor que lo encontremos enseguida. Alguien que pierde tanta sangre no puede durar más de quince minutos.

—¿Tienes el equipo? —preguntó Rhyme.

—¡No tenemos tiempo! ¡Con toda esta sangre, tenemos que encontrarlo!

—Cálmate, Sachs. El equipo. Abre el equipo.

—¡Está bien! —suspiró ella—. Lo tengo.

El equipo para examinar la sangre en una escena de crimen contenía una regla, un transportador con cordón incluido, una cinta métrica y el presuntivo análisis de campo Kastle–Meyer Reagent. También había Luminol, que detecta el residuo de óxido ferroso de la sangre aun cuando el criminal haya lavado toda huella visual.

—Esto es un desastre, Rhyme —dijo Sachs—. No voy a poder estudiar nada.

—Oh, la escena nos dirá más de lo que crees, Sachs. Nos dirá muchas cosas.

Bueno. Si alguien podía hallar alguna pista en aquel decorado macabro, ése era Rhyme; Sachs sabía que él y Mel Cooper eran miembros veteranos de la Asociación Internacional de Analistas de Grupos Sanguíneos. (No sabía qué podía ser más perturbador: las espantosas salpicaduras de sangre en las escenas de crimen o el hecho de que hubiera un grupo de personas especializadas en el tema). Pero ahora se sentía desmoralizada.

—Tenemos que encontrarlo…

—Sachs, cálmate… ¿Estás conmigo?

—Bueno —dijo ella, después de un momento.

—Todo lo que necesitas por ahora es la regla —dijo Rhyme—. Primero, dime lo que ves.

—Hay gotas salpicadas por todos lados.

—Las salpicaduras de sangre son muy reveladoras. Pero no tienen sentido a menos que la superficie en que se encuentren sea uniforme. ¿Cómo es el suelo?

—Liso, de hormigón.

—Bien. ¿Qué tamaño tienen las gotas? Mídelas.

—Se está
muriendo
, Rhyme.

—¿Qué
tamaño
? —aulló.

—Todos son distintas. Hay cientos de gotas de cerca de dos centímetros. Algunas son más grandes. Tienen cerca de tres centímetros. Hay miles de otras más pequeñas. Como pulverizadas.

—Olvida las pequeñas. Son gotas «proyectadas», satélites de las otras. Describe las más grandes. ¿Qué forma tienen?

—La mayoría son redondas.

—¿Con bordes festoneados?

—Sí —murmuró Sachs—. Pero hay algunas que tienen los bordes lisos. Tengo frente a mí algunas de estas. Sin embargo, son más pequeñas.

¿Dónde está? se preguntó la chica. Innelman. Un hombre que no conocía. Desaparecido y sangrando como un grifo.

—¿Sachs?

—¿Qué? —exclamó.

—¿Qué me dices de las gotas más pequeñas? Cuéntame.

—¡No tenemos tiempo para hacerlo!

—No tenemos tiempo para no hacerlo —dijo Rhyme, tranquilo.

Maldito seas, Rhyme, pensó Sachs, y luego respondió:

—Muy bien.

Midió.

—Tienen alrededor de un centímetro. Son perfectamente redondas. No tienen bordes festoneados…

—¿Dónde están? —preguntó Rhyme, con urgencia—. ¿En un extremo del pasillo o en el otro?

—La mayoría en el medio. Hay un almacén al final del vestíbulo. Dentro y cerca de él son más grandes y tienen bordes festoneados o deshilachados. En el otro extremo del pasillo son más pequeñas.

—Bien, bien —dijo Rhyme, distraído y luego anunció—. He aquí lo sucedido… ¿Cómo se llama el agente?

—Innelman. John Innelman. Es un amigo de Dellray.

—El Bailarín metió a Innelman en el depósito y lo acuchilló una vez, en la parte superior del cuerpo. Lo debilitó, quizá fuera en un brazo o en el cuello. Esas son las gotas grandes y desparejas. Luego lo llevó por el pasillo y lo acuchilló otra vez, más abajo. Esas son las gotas más pequeñas y redondas. Cuanto más corta es la distancia a la que cae la sangre, más lisos son los bordes.

—¿Por qué lo haría?

—Para entretenernos. Sabe que buscaríamos a un agente herido antes de correr tras él.

Tiene razón, pensó Sachs, ¡pero no lo buscamos con suficiente rapidez!

—¿Cuánto mide el pasillo?

Sachs suspiró y lo observó.

—Cerca de quince metros, más o menos, y el rastro de sangre cubre toda su extensión.

—¿Algunas marcas de pisadas en la sangre?

—Docenas. Van a todas partes. Espera… Aquí hay un ascensor de servicio. No lo vi al principio. ¡El rastro lleva hacia él! El agente debe estar dentro. Tenemos que…

—No, Sachs, espera. Resulta demasiado obvio.

—Tenemos que hacer que abran la puerta del ascensor. Voy a llamar al departamento de bomberos para que manden a alguien con una Halligan
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o con una llave de ascensor. Pueden…

—Escúchame —la interrumpió Rhyme con calma—. ¿Las gotas que llevan al ascensor tienen la forma de lágrimas? ¿Con extremos que apuntan a todas direcciones?

—¡Tiene que estar en el ascensor! Hay manchas en la puerta. ¡Está muriendo, Rhyme! ¡Me quieres escuchar!

—¿Cómo lágrimas, Sachs? —le preguntó él, tratando de tranquilizarla—. ¿Parecen renacuajos?

Sachs miró hacia abajo. Eran como decía Rhyme. Perfectos renacuajos, con sus colas apuntando a una docena de direcciones diferentes.

—Sí, Rhyme, como renacuajos.

—Vuelve hacia atrás hasta que desaparezcan.

Era una locura. Innelman se desangraba en la caja del ascensor. Sachs miró un instante la puerta de metal, pensó en no hacer caso a Rhyme, pero luego se dirigió al trote al extremo del pasillo.

Al lugar en que desaparecían.

—Aquí, Rhyme. Se detienen aquí.

—¿Hay un armario o una puerta?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—¿Y tiene echado el cerrojo por afuera?

—Así es.

¿Cómo diablos lo hace?

—De manera que el grupo de rescate vería el cerrojo echado y pasaría de largo, ya que de ninguna manera podría el Bailarín cerrar desde dentro. Bueno, Innelman está allí. Abre la puerta, Sachs. Usa los alicates con la manija, no el pomo. Hay una posibilidad que obtengamos alguna huella dactilar. Y, ¿Sachs?

—¿Sí?

—No creo que haya puesto una bomba. No tuvo tiempo. Pero cualquiera sea el estado del agente, no será bueno, ignóralo durante un minuto y busca primero si hay alguna trampa.

—Vale.

—¿Lo prometes?

—Sí.

Sacó los alicates… corrió el cerrojo… giró el pomo.

Arriba el Glock. Tira con fuerza. ¡Ahora!

La puerta se abrió.

Pero no había ninguna bomba ni otra trampa. Solo el pálido y exangüe cuerpo de John Innelman, inconsciente, que cayó a sus pies.

Sachs emitió una exclamación ahogada.

—Está aquí. ¡Necesita asistencia médica! Tiene unas heridas muy graves.

Se inclinó sobre él. Dos técnicos del EMS
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y más agentes aparecieron corriendo. Dellray estaba con ellos, con cara apesadumbrada.

—¿Qué te hizo, John? Oh, amigo. —El agente larguirucho retrocedió mientras los médicos trabajaban. Cortaron gran parte de sus ropas y examinaron las heridas. Los ojos de Innelman estaban entreabiertos, vidriosos.

—¿Está …? —preguntó Dellray.

—Vivo, apenas.

Los médicos pusieron comprensas en las heridas, hicieron un torniquete en la pierna y el brazo y luego le pusieron una unidad de plasma.

—Llevadlo a la ambulancia. Tenemos que darnos prisa. ¡Vamos!

Colocaron al agente en una camilla y corrieron por el pasillo. Dellray iba con ellos, cabizbajo, murmurando para sí y apretando un cigarrillo apagado entre sus dedos.

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