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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (28 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—Tal vez eso se deba —prosiguió—, en parte, a la gran simplicidad de nuestra comida, una comida que nos sirven a intervalos regulares y sin que hagamos ningún esfuerzo por conseguirla, mientras que en tierra se piensa a menudo en comer y los jugos gástricos se segregan constantemente. Pero, sin duda, el factor más importante es la presencia en tierra de otro sexo, que despierta otro apetito, y la aparición de un conjunto de reglas sociales e incluso de valores morales diferentes.

—Bueno, por lo que respecta a eso… —dijo Jack mientras estiraba el cuello para ver mejor la cruceta, con el pensamiento en otra parte, y luego, volviéndose hacia un guardiamarina que estaba en el lado de sotavento, ordenó—: Señor Rowbotham, suba a la cruceta del mastelero de proa y transmita mis saludos al señor Jagiello y dígale que me gustaría hablar con él cuando lo considere oportuno. Y escúcheme bien, señor Rowbotham, debe bajar por la boca de lobo, ¿me ha oído? No quiero que haga travesuras entre la jarcia ni que se deslice por las burdas.

—No, señor. Sí, señor —dijo Rowbotham y subió a la jarcia con la misma rapidez, aunque no con la misma gracia, que su primo el lémur de cola anillada.

—Lo siento, Stephen, pero no puedo permitir de ninguna manera que se pasee por la jarcia, sobre todo con la mano herida. Es un hombre desafortunado y podría matarse.

Era cierto. Jagiello ya se las había arreglado para caer al mar por un espacio libre que temporalmente había quedado en la batayola, y le habían sacado con el cordel de la corredera mientras él se reía alegremente; había caído a la bodega la única vez que una escotilla se había quedado destapada, y pudo salvarse porque cayó encima de un montón de sacos vacíos; había estado a punto de ser destrozado cuando Moses
el Torpe
había dejado caer la cuña del mastelero de perico ante sus pies desde una gran altura, y la enorme pieza de hierro había quedado clavada en la cubierta como una bala de cadena; y apenas el día anterior, cuando observaba cómo funcionaba la llave del cañón de nueve libras, el pestillo se había deslizado, le había magullado los dedos y había estado a punto de cortarle uno. Era un hombre muy popular entre la tripulación. Los marineros le tenían simpatía no sólo porque había rogado que no azotaran a Moses
el Torpe
, sino también porque siempre estaba alegre y, aparentemente, no tenía miedo; los oficiales le tenían simpatía porque escuchaba atentamente sus anécdotas y apreciaba su ingenio. Aunque los oficiales más estúpidos, como el señor Hyde, todavía le hablaban en voz alta, muy despacio y en el tono en que se habla a los niños tontos y los extranjeros, Graham, el cirujano, un hombre de gran agudeza cuando estaba sobrio, y Fenton, el segundo oficial, decían que era un disparate decir: «Esto se llama perro muerto. Es puré de guisantes, en realidad, pero le llamamos perro muerto. ¿Te gusta el perro muerto?» a un hombre que sabía jugar muy bien al
whist
y ganaba a todos al ajedrez. Y era indudable que su extraordinaria belleza y sus modales delicados influían en ambas actitudes.

—¡Ah, señor Jagiello! —exclamó Jack—. Gracias por venir. Quería preguntarle, en primer lugar, si tendría la bondad de acompañarnos en la cena. También voy a invitar al señor Hyde. Y, en segundo lugar, si conoce a algún militar en Gotemburgo, porque la pólvora de los barriles que están en el nivel más bajo del sollado se ha humedecido y me gustaría reemplazarla por otra.

—Con mucho gusto, señor —dijo Jagiello—. Muchas gracias. Y por lo que respecta a Gotemburgo, conozco al comandante. Estoy seguro de que estará encantado de darle pólvora, sobre todo porque su madre es escocesa.

Stephen había hablado de la simplicidad de la comida, y la cena fue un buen ejemplo. El banquete empezó con gachas al estilo marinero, condimentadas con jerez y espesadas con trozos de galleta; siguió con un pollo raquítico con la piel arrugada y sabor a brea, que Stephen pudo dividir en cuatro pedazos perfectos, y con un poco de puré de guisantes del día anterior, que habían sido preparados hirviéndolos dentro de un trapo hasta que se deshicieron y se convirtieron en una masa homogénea; y continuó con la misma carne de caballo salada y las mismas galletas que habían servido de alimento a los oficiales, los guardiamarinas y los marineros un poco antes. Es que la
Ariel
había tenido que zarpar tan rápido, y en un momento tan inoportuno, que los tripulantes no habían tenido tiempo de llevar a bordo sus propias provisiones, y las pocas que les quedaban ya las habían devorado antes de que la corbeta alcanzara los 54°N y ahora todos tenían que contentarse con lo que el Ministerio de Avituallamiento les había asignado, por lo menos hasta que llegaran a aguas suecas.

—¿Tendría la amabilidad de cortarle la carne al señor Jagiello? —le preguntó Jack al señor Hyde, señalando con la cabeza la mano vendada de su invitado.

—Por supuesto, señor —respondió el oficial y empezó su laboriosa tarea.

La carne había hecho un viaje de ida y vuelta a las Indias Orientales y ahora se podía tallar y convertir en un montón de adornos duraderos, y aun después de pasar varias horas en remojo y cocinándose en las ollas, le quedaba el sabor a roble. Stephen notó que Hyde era zurdo y que eso le hacía parecer más torpe; sin embargo, era obvio que tenía mucha fuerza en la mano izquierda y que estaba acostumbrado a cortar carne de caballo salada. Y mientras Hyde, haciendo una gran presión, estaba partiendo la carne en pedazos de tamaño razonable, murmuró:

—Espero que no le duela mucho, señor Jagiello.

—Es usted muy amable, señor —respondió Jagiello—. No es nada. Pero confieso que esta mañana tuve dificultades para afeitarme, aunque el doctor Maturin —señaló con la cabeza a Stephen— y el doctor Graham…

En ese momento un pedazo de carne chocó contra el pecho de Jack con asombrosa fuerza, y aunque todos se rieron y Jack dijo que seguramente le ahorcarían por lanzar un arma letal a un oficial superior, todo fue en vano, el pobre hombre apenas pudo sonreír. Cuando se reanudó la comida, Hyde le pasó el puré de guisantes a Jagiello mientras, en voz baja y en tono melancólico, decía:

—Un poco de perro tuerto, señor, digo… perro muerto.

Esa no era la primera vez que Stephen había notado que Hyde tenía la costumbre de cambiar las letras y se preguntó si eso tendría algo que ver con el hecho de que fuera zurdo, si la confusión entre la derecha y la izquierda (había visto que Hyde pasaba el vino por el lado contrario) estaría relacionada con el cambio de sonidos, sobre todo en un momento en que la mente estaba turbada. Pero no siguió reflexionando sobre esa cuestión, sino que dijo:

—Hace poco estábamos hablando de sexo. Y ahora que lo pienso, tal vez ese no sea un tema adecuado para tratar en la mesa de un capitán, de donde se han excluido la política y la religión. ¿Acaso es un tema bien acogido en la cubierta y prohibido debajo de ella?

—Me parece que he oído hablar de él en alguna ocasión —respondió Jack.

—La idea de la libertad y la de la simplicidad son las que me han impulsado a hacer esa observación. En esta arca, en esta comunidad flotante, todos somos del mismo sexo, pero, ¿qué pasaría si hubiera personas de los dos sexos, como en tierra?

Al decir esto último había mirado a Jagiello, que se sonrojó y respondió que no sabía.

—Conozco poco a la mujeres, señor —dijo—. Uno no puede tener amistad con ellas: son como los judíos.

—¿Como los judíos, señor Jagiello? —inquirió Jack.

Y luego, sonriendo, pensó: «Me extrañaría que alguien pudiera demostrar que son corderos, ¿sabe?».

—Sí, judíos —dijo Jagiello—. Uno no puede ser amigo de los judíos. Les han perseguido y maldecido durante tanto tiempo que son enemigos de todos, como los ilotas. Las mujeres han sido ilotas domésticas durante mucho tiempo. No es posible que llegue a haber amistad entre los enemigos, ni siquiera durante una tregua, porque siempre están vigilantes. Y si uno no es amigo de alguien, ¿cómo va a conocerle realmente?

—Algunos hablan del amor… —dijo Stephen.

—¿El amor? —inquirió el joven—. Pero el amor es fruto del tiempo y, en cambio, la amistad no. Como Shakespeare decía…

Los marinos nunca se enteraron de lo que Shakespeare decía, pues en ese momento entró un guardiamarina que había sido enviado por el oficial de guardia para informar que la lluvia había cesado a sotavento y habían podido divisar veintiocho jarcias de mercantes y, además, una fragata y un bergantín que parecían ser la
Melampus
y el
Dryad.

—Es un convoy del Báltico, no cabe duda —dijo Jack—. Nadie podría confundir la
Melampus
. No obstante, creo que sería mejor que echáramos un vistazo. Doctor, ¿puedes contarle algo a Jagiello para entretenerle mientras volvemos? Tengo muchas esperanzas de terminar la cena con algo mejor que el condenado queso de Essex.

—Señor Jagiello —dijo Stephen cuando los demás se fueron—, quisiera que me hablara de los antiguos dioses de Lituania, que, según creo, habitan todavía como fantasmas entre los campesinos, y también del culto al roble, y del águila marina, el castor y el bisonte europeo y de esa enfermedad denominada plica. Pero antes de que se me olvide, quisiera darle un mensaje que me han encargado que le transmita con mucho tacto, diplomáticamente, para que no parezca una orden, porque es impropio dar una orden a un invitado, pero de manera que tenga la misma fuerza y el mismo efecto. La agilidad con que se mueve por la jarcia despierta admiración, estimado amigo, pero, al mismo tiempo, gran intranquilidad y una preocupación proporcional a la estima que le tenemos, y el capitán se alegraría mucho de que no pasara de las plataformas más bajas, conocidas técnicamente como cofas.

—¿Cree que me voy a caer?

—Cree que la gravedad atrae con más fuerza a los soldados que a los marinos y, como usted es un húsar, está convencido de que se caerá.

—Haré lo que desea, por supuesto. Pero se equivoca, ¿sabe?, porque los héroes nunca se caen, o, por lo menos, no mueren al caer.

—No sabía que era usted un héroe, señor Jagiello.

La
Ariel
se inclinó bruscamente para colocarse con el viento por la aleta, desplegó las juanetes y las alas de barlovento y avanzó hacia la
Melampus
con rapidez, a unos diez nudos, con la borda de sotavento enterrada en la espuma. Jagiello se agarró fuertemente de la mesa, pero aquel bandazo a barlovento le hizo resbalarse del asiento y caer al suelo, y durante unos momentos permaneció allí sin poder moverse, pues sus espuelas se habían clavado en la estera que lo cubría.

—Por supuesto que soy un héroe —dijo, levantándose y riendo alegremente—. Cada hombre es el héroe de su propio cuento, doctor Maturin. Sin duda, cada hombre se considera a sí mismo más inteligente, más astuto y más virtuoso que los demás, por tanto, ¿cómo sería posible que se creyera el malo de la obra o tan siquiera un personaje secundario? Y habrá notado usted que los héroes nunca son derrotados. Pueden ser derribados, pero siempre consiguen levantarse de nuevo, y se casan con la joven virtuosa.

—En efecto, lo he notado. Hay algunas excepciones notables, naturalmente, pero estoy de acuerdo con usted en que es así en la mayoría de los casos. Quizá por eso el cuento o la novela de cada hombre sea un poco aburrido.

—¡Ah, doctor Maturin, si pudiera encontrar a una amazona, una de las integrantes de esa tribu de mujeres que nunca han sido oprimidas, una mujer con la que pudiera tener amistad y a la que pudiera tratar como a un igual, cuánto la amaría!

—Desgraciadamente, amigo mío, los hombres mataron a la última amazona hace dos mil años. Me temo que su corazón tendrá que irse virgen a la tumba.

—¿Qué ruido es ese? Parece que hay osos caminado por el techo —dijo Jagiello, interrumpiéndole.

—Están echando un bote al agua, y, a juzgar por los gritos de los marineros, tardaremos en comer el postre. ¿Le gustaría echar una partida de ajedrez mientras esperamos? Tal vez no sirva para demostrar nuestra inteligencia, nuestra astucia y nuestras virtudes, pero no se me ocurre nada mejor.

—Encantado —dijo Jagiello—. Pero si pierdo, no crea que voy a cambiar de opinión.

Tal vez el juego no demostró la inteligencia de los jugadores, pero puso de manifiesto que Jagiello tenía más virtudes o, al menos, más bondad que Stephen. El doctor jugaba para ganar y había lanzado un ataque contra la reina, pero lo había hecho en la jugada anterior a la adecuada (un peón todavía obstaculizaba el paso de su artillería pesada) y Jagiello se preguntaba cómo podría jugar para perder, cómo podría cometer un error que no fuera tan claro que hiriera la sensibilidad de su oponente. Jagiello jugaba mucho mejor que Stephen, pero ocultaba sus sentimientos mucho peor. Stephen observaba con regocijo su fingida expresión estúpida cuando oyó que el bote regresaba. Un momento después entró Jack seguido de su despensero, que traía un pudín de pasas del tamaño de una rueda de carro, y de dos fuertes marineros con una enorme cesta, de la cual salió un ruido de cristales al ser depositada en el suelo. Y en la cubierta se oyó un ruido de cascos y un melancólico balido que revelaron la presencia de al menos un manso cordero. Jagiello, con un gesto de alivio, apartó enseguida el tablero para dejar espacio al pudín, derribando deliberadamente todas las piezas para resolver su problema.

—Siento haber tardado tanto, pero estoy seguro de que pensarán que ha valido la pena —dijo Jack—. En la
Melampus
nunca se han privado de nada. Es como una mansión. Puede servirse más de un pedazo, señor Jagiello. Sólo tiene que durarnos hasta Gotemburgo.

Gotemburgo. Una ciudad melancólica, que había sido quemada casi por completo recientemente. Sus habitantes, hombres y mujeres taciturnos, vestidos con ropa de lana gris, tenían tendencia a emborracharse y a suicidarse (durante el corto tiempo que la
Ariel
permaneció allí pasaron junto a ella los cadáveres de tres suicidas que el río había arrastrado) y aunque no eran amables con ellos mismos, lo eran con los extranjeros. Enseguida el comandante le proporcionó a Jack la pólvora, de la mejor calidad, y, además, le regaló una caja de lengua de reno ahumada y un pequeño barril de halcones abejeros salados. El barril se lo entregó a Stephen diciéndole:

—Por favor, acepte este cuñete de halcones.

—¿Halcones? —inquirió Stephen tan sorprendido como pocas veces le habían visto.

—¡Oh, no son halcones comunes! —exclamó el comandante—. Y tampoco halcones ratoneros, no tema. Todos son halcones abejeros, le doy mi palabra.

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