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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (12 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—¿Qué tipo de pájaros?

—Araos, frailecillos, pájaros bobos, alcas, petreles, fulmares, salteadores, toda clase de gaviotas, pardelas, pingüinos…

—¿Pingüinos, estimado señor? —preguntó Stephen.

—Sí, doctor. Un ave muy rara. No puede volar, sólo nadar. Algunos lo llaman de otra forma, pero nosotros lo llamamos pingüino. Es que es lógico: un ave que no sabe volar es un pingüino. Puede preguntárselo a cualquier ballenero que haya navegado por el sur.

—¿Tiene aproximadamente una yarda de altura, es blanco y negro y con el pico voluminoso y puntiagudo?

—Así mismo es. Y tiene una mancha blanca entre el pico y los ojos.

Sin duda alguna, aquella ave era el
Alca impennis
que había descrito Linneo y que otros autores de menor categoría llamaban alca mayor, un ave que Stephen siempre había deseado ver. Eran tan escasos los ejemplares que, de todos sus colegas, sólo Covisart aseguraba haber visto uno, y Covisart tenía tendencia a mentir.

—¿Y ha visto usted realmente alguno de esos pingüinos? —inquirió.

—¡Oh, sí! Muchos, muchas veces —respondió el joven riéndose. —Entonces, a la vez que señalaba Terranova con la cabeza, dijo—: Allí hay una isla en la que se crían a montones, y mi tío el de Nueva Escocia solía ir hasta ella cuando pescaba en el Gran Banco. Un día fui con él y matamos muchísimos. Seguro que le habría resultado divertido verles derechos e inmóviles como bolos que iban a ser derribados. Los descuartizamos para usarlos como cebo y nos comimos los huevos.

«¡Maldito sea ese tío de Nueva Escocia! ¡Godo! ¡Vándalo! ¡Huno!», dijo Stephen para sí, y luego, usando el tono más amable que podía, en voz alta preguntó:

—¿Cree que hay probabilidades de que vea alguno en este banco?

—Creo que sí, doctor, si está alerta. ¿Le interesan? Le prestaré mi telescopio.

Stephen estuvo alerta, aunque a causa del frío se le entumecían y ponían azules las extremidades y se empañaba el telescopio, y cuando el bergantín correo, ya a gran distancia de las goletas, se deslizaba por el límite meridional del banco y atravesaba la capa de niebla, él ya había visto no sólo araos y frailecillos sino también dos alcas mayores. La niebla se hizo más espesa y ocultó el
Diligence
por completo. El señor Dalgleish mandó arriar las sosobres, las sobrejuanetes, las juanetes, las mayores… todas menos el velacho (que hizo bajar por debajo del tamborete) y un foque, las necesarias para que el barco tuviera suficiente velocidad para poder maniobrar en aquella turbulenta oscuridad. Llegó la noche, y Stephen todavía seguía allí de pie, temblando, con la esperanza de ver otra alca mayor.

El
Diligence
avanzaba despacio. La campana sonaba continuamente, había dos vigías en la proa y dos en la popa y el ancla de leva estaba preparada y colgaba del serviola de estribor, porque el señor Dalgleish no sabía lo que podría ocurrirle al navegar de noche por aquel lugar entre tantas embarcaciones y con el peligro de encontrar los bloques de hielo que llegaban hasta allí porque el verano los había desprendido. Desde cerca y desde lejos llegaban pitidos y toques de tambor en respuesta, y también desde todo alrededor el sonido de las caracolas de los invisibles botes. La niebla dejó de ser blanca y tomó un color gris que, a medida que avanzaban, se hacía más oscuro. Por fin, a unas doscientas yardas, vieron a través de la niebla los reflejos dorados de las luces del fanal de popa y los palos de una embarcación. Era una embarcación que, por medio de una manivela, emitía un pitido peculiar, extremadamente agudo.

—¡Eh,
Leviathan
!—gritó el señor Dalgleish.

—¿Qué barco va? —preguntaron desde el
Leviathan.

—El
Diligence
, desde luego. ¿Qué profundidad hay, William?

—Treinta brazas.

El señor Dalgleish viró el timón a babor y el barco puso la proa contra el viento y retrocedió un poco. Entonces echó el ancla.

—El señor Henry está hecho una furia otra vez —dijo con voz fuerte, pero con tono tranquilo.

—¡Maldito sinvergüenza! —gritaron desde el
Leviathan
, ahora por el través de estribor del bergantín correo.

—¿Hay mucho bacalao, William?

—Bastante, bastante, Jamie —respondieron desde el
Leviathan
con una carcajada—. No hay eperlanos, pero les atraemos con calamares. Manda un bote y tendrás pescado para cenar.

Enseguida zarpó un bote al mando del segundo de a bordo y al fin regresó, avanzando lentamente por las humeantes aguas mientras sus tripulantes reían. A bordo traía dos bacalaos del tamaño de un hombre y, además, un pájaro blanco y negro de enorme tamaño, ya muerto, que el segundo de a bordo mantuvo apretado contra su pecho cuando subió por el costado.

—Aquí tiene, doctor —dijo—. Iban a usarlo como cebo, pero tenían muchos calamares y pensé que a usted le gustaría quedarse con él.

Todas las predicciones del señor Dalgleish se habían cumplido hasta ese momento. Y en la cena, después que comieron el mejor bacalao del mundo ligeramente hervido en agua de mar, predijo que la
Liberty
y su compañera desistirían de perseguirles aquella noche. Dijo que el señor Henry no podía permitirse permanecer allí días y días con tantos hombres a bordo y que no merecía la pena hacer un gasto así por un simple bergantín correo. Era un corsario que atacaba mejor cerca de la costa que en alta mar, y de improviso. Seguramente ya había cambiado de rumbo y se dirigía ahora hacia Marblehead tan rápido como podía, ya que el viento no cambiaría hasta que la luna estuviera en cuarto menguante. El señor Dalgleish tenía razón en lo que dijo sobre el viento, pues siguió soplando desde el suroeste, de manera que favoreció el desplazamiento del
Diligence
cuando atravesó cautelosamente el Banco del Medio entre la penumbra de la madrugada y la pálida luz del naciente día, rodeado de barcos españoles, portugueses, de Nueva Escocia y de Terranova cuyas sirenas no cesaban de sonar. Pero se equivocó respecto al señor Henry. Apenas el barco salió de la niebla, avistaron las goletas, con sus inconfundibles palos inclinados, aunque, por suerte, estaban todavía muy lejos, al sur.

—Nunca le había visto con una actitud tan obstinada —dijo el señor Dalgleish.

Volvió a decir que a juzgar por la forma en que le perseguían, cualquiera diría que su barco llevaba un cargamento de oro; y el
Diligence volvió
a hacer rumbo al noreste, y con la mayor cantidad de velamen desplegado que podía llevar, se dirigió a los bancos de Misaine y Artimon.

No obstante, fuera cual fuera el ardid que a Dalgleish se le ocurriera utilizar —y se le ocurrieron muchos— el condenado señor Henry lo descubría. Cuando cruzó el banco Misaine, allí estaba de nuevo; y después de salir del Artimon, donde había permanecido en facha toda la noche, volvió a verle a la luz del amanecer, a unas tres millas de distancia. Lo único que el señor Henry no podía hacer era cambiar la dirección del viento. Tenían todavía el viento en popa, y puesto que el
Diligence
era un barco con jarcia de cruz, tenía ventaja sobre las goletas. Pero esa ventaja sólo podía mantenerla atendiendo al velamen en cada momento de aquella interminable carrera, y se largaban y arriaban los foques, las alas y las sosobres una y otra vez, y la escasa tripulación estaba cada vez más cansada. Por fin Dalgleish decidió hacer rumbo hacia el este, hacia el Gran Banco, donde la niebla era notoriamente más espesa, y en la larga ruta que llevaba hasta él, su barco dejó de tener la ventaja, porque las goletas navegaban tan rápido como el bergantín con el viento por la aleta, a pesar de que su dueño llevaba el timón en todos los turnos de guardia y las escotas estaban tensas como si fueran de hierro. Las tres embarcaciones navegaban velozmente, con los pescantes de babor casi siempre cubiertos por el agua y la blanca espuma y con la cubierta inclinada como el techo de una casa. Sus mástiles lanzaban quejidos, el viento pasaba con fuerza arrolladora por el pasamano de estribor y silbaba al pasar entre la tensa jarcia, tan tensa que parecía que podía romperse de un momento a otro.

No había niebla en el Gran Banco, no servía como refugio. Había aves, cientos de miles de aves, y montones de barcos e innumerables botes pescando el bacalao, pero no había niebla. Algún extraño fenómeno se había producido en las corrientes y aquella vasta zona estaba tan despejada como la del Mediterráneo. Además, ese día había luna llena, así que el banco tampoco serviría como refugio durante la noche. El señor Dalgleish maldijo la hora en que no había hecho rumbo hacia Saint John's, Terranova, y viró de nuevo el bergantín para tener el viento en popa, un viento que era fuerte, pero inestable. Y cuando viró, se oyó un crujido en el mastelero de velacho y apareció una grieta en sentido longitudinal en el tercio superior de éste. En una persecución como esa no podían ponerse en facha durante el tiempo suficiente para guindar otro, así que de inmediato lo repararon colocando unas barras del cabrestante delante de la grieta y haciendo después una reata. Pero un mastelero con una grieta tan profunda no podía soportar la presión de muchas velas desplegadas, así que el bergantín correo perdió la ventaja. Ahora, a pesar de tener el viento en popa, como era flojo, sólo podía alcanzar la misma velocidad que las goletas, y cuando tuvo que tomar rizos en las gavias, las goletas superaron su velocidad.

Y siguieron navegando velozmente hacia el noreste —más hacia el norte que hacia el este la mayor parte del tiempo— durante luminosos días azul claro y brillantes noches en las que una enorme luna iluminaba todo de un lado a otro del horizonte. Hacía tiempo que Jack, Humphreys y su ayudante estaban preparando los cañones y las armas ligeras del bergantín, y obligaban a hacer prácticas con los cañones a los pocos marineros que podían dejar las arduas tareas del barco. Pero, por lo que se refería al armamento del
Diligence
, Jack no se hacía ilusiones y pensaba que por llevar aquellas carronadas de tan corto alcance y tan poca precisión, el barco podía definirse con la frase: perro ladrador, poco mordedor. Además, aunque los marineros eran hombres dispuestos, eran muy pocos y estaban poco entrenados.

El jueves por la noche el viento casi se encalmó, y había muchas probabilidades de que rolara al oeste o al noroeste y volviera a soplar con más fuerza que antes, a juzgar por el descenso del barómetro, la acumulación de nubes por la popa y el gran aumento de la marejada. El viento inestable trajo consigo el olor del hielo, y al final de la guardia de prima, cuando la luna estaba casi en lo más alto del cielo, vieron cómo una gigantesca montaña de hielo (quebrada por el efecto de la corriente cálida) se derrumbaba hacia un lado arrojando al aire enormes bloques, que, al caer en el mar, hacían saltar a más de cien pies de altura un sinfín de gotas de agua que brillaban a la luz de la luna, y pocos segundos después oyeron el ruido atronador del portentoso impacto.

Al pasar por los bancos le habían puesto al
Diligence
defensas contra el hielo, una serie de palos que cubrían las amuras y disminuían el efecto del choque con bloques de hielo desprendidos a causa del verano, aunque también hacían disminuir la velocidad, y los habían quitado desde que el mastelero se había resquebrajado, sobre todo porque ya habían entrado en una zona donde no era usual encontrarlos. El señor Dalgleish ordenó que volvieran a poner las defensas y sólo comentó:

—Antinatural.

Era una medida necesaria, aunque posiblemente inútil para evitar la fatalidad de la captura, pues aquellos bloques de hielo dentados, que apenas podían verse porque estaban casi completamente cubiertos por el agua, podían perforar la proa de un barco aunque no navegara más que a cinco nudos, y mucho más fácilmente si navegaba a la extraordinaria velocidad de catorce nudos, la velocidad a que iba el bergantín correo; y al norte, en su campo visual, había otros tres brillantes icebergs.

Dalgleish apenas se había ausentado de la cubierta desde que había empezado la verdadera persecución. No se había afeitado y parecía muy cansado y muy viejo, y ahora, al pensar en la probabilidad de que soplara un viento favorable para las goletas, estaba abatido. Sin embargo, en sus enrojecidos ojos apareció un intenso brillo el viernes por la mañana, cuando avistó un barco al este, donde se veía un dorado resplandor y empezaba a aparecer el nimbo del Sol, de un intenso color rojo, y había signos que presagiaban una fuerte tormenta. Subió torpemente hasta la cruceta con el telescopio, y cuando bajó le dijo a Jack:

—Puede parecer una crueldad decir esto, pero creo que ese barco será nuestra salvación. Suba con mi telescopio, señor, y dígame si piensa lo mismo que yo.

Jack subió hasta el tope con la agilidad de un niño —un niño grueso— y puesto que el sol naciente le impedía ver bien el barco desconocido, se puso a observar primero la
Liberty
y su compañera, situadas respectivamente por el través y la aleta del bergantín correo. Se habían acercado durante la noche, y aunque todavía se encontraban a una distancia superior al alcance de un cañón largo, ya habían sentido las primeras rachas del viento del noroeste, que llegaría al salir el Sol. Sus capitanes sabían que el viento llegaba con puntualidad, por eso habían preparado ya los cañones de proa, y a Jack le pareció que el del señor Henry era un cañón largo de bronce de nueve libras, un arma que podía ser muy peligrosa en buenas manos. Entonces se volvió hacia el barco desconocido, que ya se había separado de aquella luz cegadora. Navegaba de bolina, con las velas amuradas a estribor y parecía llevar una carga muy pesada porque estaba bastante hundido en el agua. Sin duda alguna, era un mercante, y de tamaño y valor considerables, y si estaba allí en aquella fase de la guerra, no podía ser más que británico. Avanzaba sin prisa y sin dificultad, con las mayores desplegadas y las gavias arrizadas, y seguía un rumbo que lo llevaría directamente al encuentro con las goletas, las cuales sólo tendrían que virar un poco el timón para acercarse a él y poder abordarlo por los dos costados y capturarlo antes de que despertara.

Pero tendrían que cambiar de rumbo muy pronto, pues, con aquel viento tan fuerte y en aquella dirección, el mercante no tardaría en estar a barlovento de ellos, y entonces, incluso navegando de bolina, ya no podrían apresarlo.

Todos los que estaban a bordo del bergantín correo los miraban con gran atención. Tres campanadas… Cuatro campanadas… Todos los telescopios enfocaban la
Liberty
para ver el primer indicio de que iba a aproximarse al mercante. Había tanta claridad que podían ver a sus tripulantes. Seguramente el señor Henry estaba allí en el abarrotado pasamano de estribor mirando hacia el mercante, la respuesta a las fervientes plegarias de todo corsario. Sin embargo, parecía que el mercante dormía aún. Y seguía avanzando como si el mar estuviera desierto. Jack había notado que en muchos mercantes los serviolas estaban distraídos, pero ninguno tanto como el de ese mercante.

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