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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (14 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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Indudablemente, esa reacción daba una idea de lo profundos que eran el dolor, la rabia, el desaliento, la frustración y el asombro de los ciudadanos ingleses porque los norteamericanos les habían infligido una serie de derrotas, y tal vez reflejaba también su amor por la Armada real, pero a Jack le parecía un poco exagerada. Por otra parte, le retrasaban en el cumplimiento de las aburridas formalidades que eran requisitos previos para poder ocuparse de su vida privada, y puesto que pensaba en su mujer como un apasionado amante y deseaba estar de nuevo en su casa y ver a sus hijos y sus caballos, esos obstáculos enturbiaron su alegría. La hostilidad no era un rasgo notable de su carácter, pero se puso de manifiesto ahora, cuando se encaminaba al despacho del almirante. No le molestaba que los marineros dieran vivas y rieran cuanto quisieran, porque sabían lo que era una batalla, pero los civiles con aire triunfante no le gustaban, ni tampoco sus gritos: «¡A los yanquis vamos a vencer, una y otra vez!». Al pasar frente al Blue Posts, tuvo que apartarse al borde de la calle para dejar paso a un grupo de entusiasmadas jóvenes, y allí se encontró frente a frente a un prestamista que se llamaba Abse, un tipo adulador que había conocido tiempo atrás, cuando era simplemente el guardiamarina Aubrey y apenas tenía algo de valor para empeñar. Abse casi no había cambiado. Todavía estaba mal afeitado y tenía las mejillas colgando, como las de los tipos de Bath, y la nariz bulbosa; y tanto sus mejillas como su nariz se habían puesto de color púrpura por la excitación. Enseguida reconoció a su viejo cliente y gritó:

—¡Capitán Aubrey! ¿Ha oído la noticia? ¡La
Shannon
ha capturado la
Chesapeake
!

Y después que se apartaron, Jack oyó que seguía gritando:

—¡Les vamos a vencer, una y otra vez!

Se presentó ante el almirante y contó la batalla con detalle por centésima vez, y cuando salió del despacho, las llamas de la hoguera ya eran muy altas y había más alboroto.

«No me molestaba oír vivas y risas en Halifax, sino que me gustaba mucho», pensó Jack. «Me parecía algo natural, algo correcto, porque esos hombres estaban cerca del lugar de la batalla y los norteamericanos les habían atacado y habían apresado sus barcos, y porque realmente vieron la
Shannon
y la
Chesapeake»
. Además, pensó que poco antes de llegar a Halifax había comido, pero no antes de llegar aquí, pues el cocinero del bergantín estaba tan excitado pensando en bajar a tierra y comunicar la estupenda noticia y ver otra vez a su novia (una joven de Gosport) que se le había ido el santo al cielo. No hubo cena a bordo, y Jack tenía el estómago vacío y le parecía que se le había adherido a la columna. Entonces fue hasta el Crown y pidió pan y queso y una jarra de cerveza.

—Y quiero que mande a un mozo listo al establo de Davis a buscar un caballo, un caballo de carga —le dijo al posadero—. Que diga que es para el capitán Aubrey. Y si el mozo vuelve antes de que termine de tomarme la cerveza, le daré media corona. No hay ni un minuto que perder.

Ningún joven corriente hubiera podido ganarse media corona, pues en las calles había un gran gentío y el capitán Aubrey tenía enormes deseos de beber cerveza (aquella era la primera cerveza inglesa que tomaba en mucho tiempo), pero el mozo del Crown, que se había criado bebiendo las últimas gotas de alcohol de las botellas, tragos de ginebra y de lo que podía encontrar, a pesar de ser canijo, era listísimo, y trajo la yegua de Davis por las callejuelas traseras del hostal. Saltó el portillo que daba a la finca de Parker y luego el de salida, corriendo un gran peligro, y después dejó la yegua resoplando en el patio y, justo en el momento en que Jack empinaba la jarra por última vez, entró tranquilamente para avisar que acababa de traerla.

—Discúlpenme, caballeros, pero tengo que dar la noticia a mi familia y no puedo quedarme más tiempo —dijo Jack al grupo de oficiales que le rodeaba.

La yegua de Davis había llevado en el lomo a muchos oficiales navales gruesos y con prisa (lo que la había hecho envejecer antes de tiempo y había cambiado su temperamento) pero ninguno más grueso ni con más prisa que el capitán Aubrey y cuando subía la colina Portsdown, sudando copiosamente, ya estaba descontenta, por eso tenía las orejas inclinadas hacia atrás y una mirada furiosa. Jack se detuvo un momento para que la yegua tomara aliento y se puso a observar el manipulador del telégrafo, que se movía sin parar, seguramente enviando a Londres más detalles de la victoriosa batalla a través de sus hilos. La yegua escogió ese momento para tratar de deshacerse de él y dio un par de coces con una agilidad enorme para su tamaño, levantando las patos de tal manera que parecía un caballito de balancín viviente. Pero Jack, aunque no era un buen jinete, era muy decidido, y haciendo una enorme presión con las rodillas le quitó casi todo el aire y el malhumor. Luego tiró de las riendas y, como su fuerza era superior a la de ella, la obligó a andar de nuevo y la hizo bajar a galope la verde colina. Después dejó el camino principal y siguió por otro que se desviaba a la derecha, y la hizo recorrer los atajos cubiertos de hierba que tan bien conocía. Subió y bajó montañas y atravesó valles, y por fin subió a la colina desde donde empezaban a extenderse sus tierras y advirtió que habían sido talados muchísimos árboles. Cruzó el hermoso bosquecillo llamado Delderwood, siguió el camino construido por Kimber, donde la yegua estuvo a punto de caerse, y después, sujetando fuertemente las riendas, pasó entre las galerías de una mina abandonada, una chimenea de aspecto fantasmagórico y edificaciones vacías; sin embargo, apenas se fijó en esas cosas, pues conducía la yegua entre ellas con rapidez y casi instintivamente, como si gobernara un barco en un intrincado canal, porque había visto asomar entre los árboles el techo de su casa y el corazón le brincaba dentro del pecho.

Había llegado a Ashgrove Cottage por la parte trasera, por el camino más corto, y ahora atravesaba el patio y se aproximaba a las caballerizas. Cuando se había marchado, apenas habían empezado a construirlas, pero ahora estaban casi terminadas y tenían un hermoso aspecto, con sus paredes de ladrillo rosado, sus hileras de portezuelas blancas y un sendero con una arcada que las separaba del jardín, y al lado estaba la cochera, sobre la que se alzaba una torre con un reloj que daba una apariencia elegante al conjunto. Refrenó la yegua y, al mirar a su alrededor, vio muchas cosas que le produjeron gran satisfacción: las nuevas alas (hechas con la recompensa por el éxito obtenido en una operación bélica en las islas Mascareñas y la recuperación de numerosos mercantes de la Compañía de Indias), que, agregadas a la antigua casita de campo, la habían transformado en una amplia casa; la enredadera, que él había plantado en forma de pequeños esquejes y ya se había extendido por encima de las ventanas bajas de la casa; y las manzanas que coronaban el muro de la huerta. Pero todo estaba tranquilo y silencioso como en un sueño. Las portezuelas estaban cerradas y no había caballos asomando la cabeza por encima de ellas ni se veían mozos de cuadra por allí. No había ni un alma en las limpísimas caballerizas y tampoco tras las relucientes ventanas de cristal de la casa; no se oía ningún sonido excepto el canto del cuco, que, cambiando una y otra vez de tono, llegaba desde un lugar lejano, al otro lado de los manzanos. Un extraño presentimiento ensombreció su felicidad y le pareció estar en un mundo irreal; pero en ese momento se oyó en la torre un clic y un zumbido porque el reloj se preparaba para marcar el cuarto de hora. Allí había vida, allí estaba él montado en una yegua empapada en sudor que necesitaba ser atendida enseguida. Se volvió hacia la casa y gritó:

—¡Eh!

Y poco después, desde Delderwood, llegó el débil eco: «¡Eh!».

Otra vez se hizo un profundo silencio, y volvió a tener la sensación de que el mundo a su alrededor y él mismo eran una ilusión. Su gesto sonriente desapareció, y cuando estaba a punto de desmontar, vio al otro lado de la arcada a dos niñas que, con un niño gordito en medio, marchaban en fila con banderas en la mano y gritaban: «Wilkes y libertad! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Viva la derecha! ¡Hurra! ¡Hurra!».

Las niñas eran muy hermosas, llevaban bucles y tenían las piernas largas, pero Jack, que las miraba amorosamente, aún podía ver en sus hijas gemelas algo de aquellas pequeñas criaturas de cabeza de pepino y poco pelo que había dejado al marcharse. Tenían un parecido asombroso, pero muy probablemente la que era un poco más alta, la que dirigía el grupo, era Charlotte; y el niño gordito seguramente era su hijo George, a quien había dejado de ver cuando era un bebé sonrosado muy parecido a las niñas. Entonces le dio un vuelco el corazón y gritó:

—¡Hola!

Pero la corriente de afecto se movía en una sola dirección. Charlotte volvió la cabeza y se limitó a decirle:

—Vuelva mañana. Todos se han ido a Pompey
[5]
.

Luego reanudó su marcha fanática y pomposa, seguida por los otros niños, y todos volvieron a corear: «¡Wilkes y libertad!».

Bajó de la yegua y empezó a buscar un compartimento donde poder meterla. Casi todos estaban completamente vacíos y muy limpios, pero por fin encontró uno que estaba en uso. Desaparejó la yegua, la cepilló y la cubrió con una manta, y en ese momento el reloj marcó el cuarto de hora. Atravesó el patio, entró en la casa por la puerta de la cocina, pasó por entre sus brillantes cazuelas de cobre y llegó al pasillo silencioso e inundado de luz. A pesar de que conocía tan bien la casa que podía encontrar sin mirar los pomos de las puertas, reinaba tanto silencio que no se atrevía a llamar, y aunque no era un hombre imaginativo, le parecía que había regresado de la muerte y que volvía a encontrarla allí esperándolo a él, iluminada por el Sol. Se asomó al comedor, donde el silencio era absoluto. Luego entró en la sala de desayuno, donde había limpieza y claridad, pero ningún sonido ni ningún movimiento, e instintivamente miró hacia el reloj magistral, el reloj de gran precisión con el cual comprobaba sus observaciones astronómicas. El reloj se había parado. Después abrió su propia habitación, y allí estaba Sophie, sentada ante el escritorio con un montón de papeles. Y un instante antes de que Sophie alzara la vista de la suma que hacía, él notó que estaba triste y preocupada y más delgada que antes.

Una inmensa alegría la invadió y sintió tanto placer como él. Ambos hicieron innumerables preguntas —que, en su mayoría, quedaron sin respuesta— y relatos incoherentes y fragmentarios constantemente interrumpidos por besos y exclamaciones de júbilo y asombro. Luego ella, al enterarse de que él no había comido, le llevó hasta la cocina.

—¿Entonces es verdad? —preguntó—. ¡Oh, Jack, qué contenta estoy de que estés en casa!

—¿Que si es verdad qué cosa, cariño?

—Que la
Shannon
capturó la
Chesapeake
. Oímos el rumor esta mañana y el cartero lo repitió cuando pasó por aquí. Bonden y Killick me pidieron permiso para ir a Portsmouth y yo les dejé que cogieran el coche y se fueran con los otros. Me extraña que no hayan regresado ya, porque se fueron hace muchas horas.

—Sí, es verdad, gracias a Dios. Eso es lo que estaba tratando de decirte. Stephen, Diana y yo estábamos a bordo de la fragata… Fue un combate tan sencillo como es de desear, pues sólo transcurrieron quince minutos desde el primer cañonazo hasta el último… Los tres regresamos juntos a Inglaterra en un bergantín correo. El viaje fue muy bueno después que conseguimos deshacernos de los corsarios. ¿Queda más pan, amor mío?

—¿Cómo está Stephen? —preguntó Sophie—. ¿Por qué no ha venido? Por favor, come un poco más de jamón, cariño. Estás muy delgado. Siento mucho que no haya quedado pastel de carne; los niños se lo comieron todo en la cena. ¿Dónde está Stephen?

—Está en Portsmouth, pero mañana irá a Londres en una silla de posta y es posible que nos visite. Diana tuvo algunas dificultades a causa de su nacionalidad y no puede moverse de donde está hasta que no se lo permitan las autoridades. Está en casa de los Fortescue, y Stephen, Fortescue y yo somos sus avaladores y tendremos que pagar cinco mil libras cada uno si se va de allí. Pero no se irá. Ella y Stephen van a casarse por fin.

—¿Van a casarse?

—Sí. A mí me sorprendió. Me enteré cuando le pidió a Philip Broke que celebrara la ceremonia. Un capitán puede casar a las personas que van a bordo de su barco ¿sabes? Pero Broke no pudo casarles aquel día, pues la
Chesapeake
ya estaba saliendo de la rada de Nantucket, y tampoco después de la batalla, porque estaba malherido, aunque sé que hubiera querido hacerlo. Ni siquiera pudo redactar el informe oficial que estaba obligado a hacer… Sí, van a casarse, y tal vez eso sea lo mejor, porque él suspira por ella desde hace muchos años. Ella se comportó muy bien cuando huimos y también después de la batalla… Es una persona poco corriente, te lo aseguro. Nunca le ha faltado empuje. Siempre le estaré agradecido porque te dio noticias sobre el
Leopard.

—Yo también. Y le haré una visita mañana mismo. Aprecio a Diana y espero que sea feliz.

Había hablado con sinceridad, y si Jack hubiera reflexionado sobre sus palabras, la habría aplaudido, porque indicaban el triunfo de sus sentimientos sobre sus principios o sobre lo que podría llamarse su concepción de la moral. Sophie pertenecía a una familia tradicional y provinciana en la cual, hasta donde podían rastrearse sus orígenes, nunca había habido un escándalo por asuntos amorosos, una familia de moral estricta que había sido puritana en tiempo de Cromwell y que todavía ahora calificaba de detestable incluso una mínima desviación de la conducta. A pesar de la forma en que la había educado su madre, Sophie era demasiado bondadosa y amable para ser una mojigata; pero, por otra parte, no aprobaba ni comprendía un comportamiento desenfrenado en el terreno amoroso (para ella no tenía mucho interés el aspecto físico del amor ni siquiera en las relaciones amorosas lícitas), y las irregularidades cometidas por Diana en ese terreno estaban muy lejos de ser mínimas y habían dado lugar a murmuraciones incluso en una sociedad tan liberal como la londinense, en la que había podido mantener su posición sólo gracias a su belleza, su empuje y su relación con algunos hombres que pertenecían al círculo de amistades del Príncipe de Gales. Pero Jack no reflexionó. Estaba aturdido a causa de tanta alegría y sólo se había fijado en que ella había mencionado los nombres de Bonden y Killick, su timonel y su despensero respectivamente.

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