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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (37 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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Y más cerca estaba la indefinida línea que marcaba el límite del alcance de los disparos de las baterías. Evidentemente, Wittgenstein pensaba que estaba cerca de ella, porque ya había izado la bandera de Hamburgo.

Si la estratagema había dado resultado, si los vigías habían creído el engaño, el
Minnie
podría pasar intacto la invisible frontera, si no, era probable que sufriera daños y era posible que fuera hundido. Con el telescopio Jack pudo ver a los artilleros moviéndose alrededor de las baterías y advirtió que el humo de las fraguas había aumentado.

«No hay duda de que sus balas pueden llegar a gran distancia», pensó mientras estaba de pie en el castillo con las manos cogidas tras la espalda. «Cañones de cuarenta y dos libras y situados a esa altura…»

Más cerca, cada vez más cerca. Y por fin los fogonazos largamente esperados y las columnas de humo, y después el ruido ensordecedor, más fuerte que el de los cañones de cualquier barco.

—¡Arriar la cebadera! ¡Preparen los cañones de estribor! —gritó, y, en ese momento, las balas cayeron muy juntas formando una línea detrás de la
Ariel
, a un cable de distancia, sólo a un cable de distancia—. ¡Timón a barlovento! —gritó—. ¡Apunten y disparen!

La
Ariel
viró en redondo muy rápido y la batería disparó como si fuera una sola carronada. A esa distancia, la descarga de las carronadas era inofensiva, pero una de las balas que rebotó dio en el blanco, perforando la sobremesana. Pero Jack no tuvo tiempo de darse cuenta de eso, porque estaba concentrado en poner la corbeta fuera del alcance de los innumerables cañonazos que le disparaban. Le habían atraído hasta allí, hasta un lugar bastante distante del límite. Ahora a cada lado de la corbeta surgían chorros de agua y el mar iba cubriéndose de blanca espuma. Si no hubiera sido por el fuerte viento y por los experimentados marineros, la corbeta habría sufrido importantes daños o se habría hundido, porque le disparaban toneladas de hierro al rojo vivo con gran precisión. No obstante eso, antes de que lograra ponerse fuera de su alcance, las velas estaban hechas jirones, un fuego había empezado en el lado de estribor de la proa, un cúter estaba destrozado y el mastelerillo de proa estaba resquebrajado. Cuando estuvo seguro de que a las baterías superiores les era realmente imposible alcanzar la
Ariel
, mandó a orzar, le dijo a Hyde que ordenara ayustar y envergar nuevas velas y luego corrió a la cofa del mayor.

Desde allí podía ver perfectamente bien toda la bahía. Al fondo estaban los islotes, un poco más lejos, las casas de los oficiales y las barracas, y en medio, flanqueado por las baterías, el
Minnie
, que se aproximaba despacio al desembarcadero mientras arriaba las juanetes. Durante un largo, largo intervalo, mientras los marineros trabajaban alrededor de él, el
Minnie
siguió avanzando despacio. Por fin viró y echó el ancla a cierta distancia de la costa. A él le pareció que sus hombres echaban un bote al agua, pero ya el Sol se estaba poniendo y había poca claridad, por lo que apenas podía distinguirlo.

—¡Cubierta! —gritó—. ¡Mandar un telescopio!

Hyde se lo trajo personalmente.

—Puedo verles, señor —dijo—. Justo a la derecha, digo, a la izquierda de esa enorme casa roja que está en la orilla.

Jack no respondió; apenas le había prestado atención. Allí estaba Stephen, se veía claramente en la lente del telescopio. Estaba pálido, pero no más de lo habitual, y se encontraba sentado en la popa del bote en que Wittgenstein le llevaba hacia un muelle bajo donde había un grupo de soldados ordenados en fila. Jack vio que los soldados rompían filas y eso le produjo una gran preocupación, pues no sabía por qué lo habían hecho.

Stephen iba en el bote sin decir palabra. Los primeros signos fueron favorables, porque al
Minnie
no le habían disparado y, además, cuando una voz, desde una de las baterías que lo flanqueaban, preguntó si había traído tabaco y el cocinero danés le había respondido, se oyeron exclamaciones de satisfacción; pero no habían pasado más que una prueba preliminar. La verdadera prueba debían pasarla cien yardas más adelante, donde todos los soldados esperaban con las armas preparadas. Había tenido la debilidad de dejarse influir por la infantil superstición de Jack y por la muerte del joven, y aunque esa era, en cierto modo, la más fácil de todas las misiones que había realizado, tenía el presentimiento de que sería un desastre. Pensó en eso y en su amor a la vida. Había muchas cosas hermosas en ella: el olor del mar, la dorada luz del Sol al atardecer, el vuelo de un águila… No era tan fuerte como suponía.

Estas contradicciones, este conflicto entre la teoría y la práctica, aún ocupaban su mente cuando vio a los soldados formados en filas dispersarse, convertirse en un grupo corriente de personas, y eso le hizo volver a la realidad. Habían formado así para rendir honores, pero se habían dispersado al ver que el hombre que se acercaba a la orilla llevaba una chaqueta negra, ya que su función era tributarlos a los oficiales de rango superior.

Wittgenstein viró el pequeño bote y ció hasta que la popa chocó contra el muelle. Stephen se puso de pie, vaciló y luego saltó al muelle, tratando de agarrarse de un noray junto al cual se encontraba un sargento, pero no pudo conseguirlo y cayó entre el muelle y el bote. Cuando asomó a la superficie empezó a gritar en catalán: «¡Sáquenme de aquí, maldita sea!».

—¿Es usted catalán? —preguntó sorprendido el sargento.

—¡Madre de Dios! —exclamó Stephen—. ¡Claro que lo soy! ¡Sáqueme de aquí!

—Estoy sorprendido —dijo el sargento, mirándole con asombro.

Pero dos cabos que estaba cerca de él soltaron los mosquetes, se inclinaron sobre el muelle, cogieron a Stephen por las manos y le sacaron.

—Gracias amigos —dijo él, intentando que su voz sobresaliera entre las innumerables voces que preguntaban de dónde venía, qué noticias tenía de Barcelona, Lleida, Palamós y Ripoll, qué había traído el barco y si había traído vino—. ¿Díganme, dónde está el coronel d'Ullastret?

—Quiere ver al coronel —dijeron algunos.

—¿No lo ha visto? —preguntaron otros.

Entonces el grupo se dividió y todos señalaron hacia una figura erguida y de poca altura que le era familiar.


¡Padrí!
—gritó.

—¡Esteve! —gritó su padrino, levantando los brazos.

Se acercaron el uno al otro corriendo y se dieron un abrazo y al mismo tiempo palmadas en la espalda, como acostumbran a abrazarse los catalanes.

Jack les vio, a pesar de que el Sol se había ocultado detrás de Suecia y había menos claridad, pero no podía distinguir bien qué hacía el grupo de hombres. ¿Aquello era un saludo? ¿Un arresto? ¿Una pelea? Tampoco supo por qué razón todo el grupo se fue a la enorme casa pintada de rojo, aunque estuvo mirando hacia allí hasta que la luz rojiza desapareció y la bahía quedó cubierta por la oscuridad, en la que se destacaban algunas luces y el resplandor de las fraguas.

La
Ariel
estuvo en facha toda la noche. Jack durmió, o, al menos, se acostó, hasta la guardia de media, durante las primeras horas de la madrugada. Entonces subió despacio a la cofa cubierta de rocío, se sentó allí envuelto en su capa y miró las estrellas y luego las luces del
Aeolus
y los transportes, que tenían orden de que después de ponerse el Sol se mantuvieran a una distancia desde la que pudieran ver las señales. Todavía estaba allí cuando cambió la guardia y subió a la cubierta el oficial de derrota, a quien Fenton dijo:

—Queda a su cargo. Gavias y foque, rumbo noreste cuarta al este durante media hora, suroeste cuarta al oeste la siguiente media hora. Llame al capitán si ocurre algo, si ve luces o movimientos en la costa. —Y, en voz más baja, añadió—: Está en la cofa del mayor.

Todavía estaba allí cuando amaneció, y cuando la luz empezó a ascender lentamente por el cielo, quitó el rocío de la lente del telescopio y lo dirigió primero al asta de bandera vacía y después al fondo de la bahía. Ya habían descargado toda la parte del cargamento del
Minnie
que estaba en la cubierta, pero eso no demostraba nada. Luego oyó un toque de trompeta muy alto y claro, pero no sabía qué significaba. La enorme casa volvió a tomar su color rojo por fin y Jack vio a los hombres moverse a su alrededor, pero el lugar estaba demasiado lejano y oscuro para distinguir lo que hacían.

Dos campanadas. Los marineros empezaron a limpiar la cubierta justo debajo de Jack y en ese momento él dirigió el telescopio hacia el asta de bandera otra vez, por enésima vez, y vio a un grupo de hombres alrededor. Luego vio una bandera enrollada, que parecía una bola negra, subir por ella, llegar hasta el tope, vacilar y finalmente desplegarse y empezar a ondear con la punta en dirección al sur: era una bandera amarilla con cuatro franjas rojas. El corazón empezó a brincarle dentro del pecho y Jack siguió mirando la bandera mientras contaba hasta diez para estar completamente seguro de lo que veía, y mientras la miraba, vio a los hombres que formaban el pequeño grupo lanzar los sombreros al aire, cogerse de las manos y bailar en un corro, y le pareció que llegaban gritos de alegría desde tierra. Entonces se inclinó sobre el borde la cofa y gritó:

—¡Señor Grimmond, lleve la corbeta a la bahía!

Tenía los miembros tan rígidos que bajó por la boca de lobo y, riéndose, dijo para sus adentros: «¡Dios mío, cuánto ha llegado a pesarme el trasero!».

Cuando llegó al alcázar, ordenó hacer la señal a los transportes para que se acercaran, izar las banderas catalanas que debían ondear en los topes de la
Ariel
y traer café y pan sueco para acallar el ruido de su estómago vacío.

—Señor Hyde, me gustaría que el barco tuviera hoy una apariencia extraordinariamente buena, adecuada para recibir a un noble.

Permaneció de pie en un pequeño espacio de la cubierta que estaba seco, comiendo y bebiendo, mientras la
Ariel
volvía a cruzar el peligroso límite del alcance de los disparos de la batería, y notó que los oficiales tenían una expresión grave y miraban con gran atención hacia las baterías.

—Dígale al condestable que venga —dijo después de un rato—. Señor Nuttall, salude la fortaleza con veintiún cañonazos cuando le dé la orden.

Esperó y esperó hasta que la
Ariel
se adentrara bastante en la bahía y quedara en medio de las dos mortíferas baterías y entonces gritó:

—¡Disparen las salvas!

Alto y claro, a intervalos regulares, sonaron los cañonazos, y en el momento en que se oyó el cañonazo veintiuno, a ambos lados saltaron por el aire los trozos de las grandes casamatas envueltas en una nube de humo que oscureció el cielo, y se oyó un ruido atronador que llegó a los confines del mundo. La nube aumentaba cada vez más y nuevos fogonazos aparecían repetidamente, pues explotaban uno tras otro los cañones de Grimsholm, y desde los transportes la isla parecía un volcán en erupción. El ruido era tan grande que el aire, el mar y la
Ariel
se estremecían, y los tripulantes de la corbeta, ensordecidos y asombrados, permanecieron inmóviles hasta que los últimos ecos se apagaron y entonces comprendieron que esa era su respuesta a las salvas, que esa era su forma de darles una cordial bienvenida.

CAPÍTULO 9

Habían salido de Karlskrona una noche horrible con una gran angustia, dejando también una gran angustia tras de sí, pero una angustia que era más difícil de soportar tal vez, ya que el almirante y su consejero político no podían hacer otra cosa que esperar el resultado de las importantísimas negociaciones que tendrían lugar en la otra orilla del Báltico.

Regresaron durante las primeras horas de la tarde de un hermoso día, junto con los transportes, la presa y el
Humbug
. Todos avanzaban muy despacio por las aguas verde claro, donde apenas se veían rizos, con el cálido viento del sur por la aleta, lo que les permitía tener desplegadas todas las alas, y por ello, incluso los estrechos y abarrotados transportes, eran dignos de verse. La
Ariel
iba al frente y los demás formaban una perfecta línea detrás de ella, cada uno a un cable de distancia del barco precedente, y el
Minnie
era el último. Encontraron a un almirante diferente, de aspecto más joven, que ya no tenía gesto grave sino muy alegre, pues la
Ariel
había comunicado la noticia mediante las banderas de señales desde que podían ser distinguidas. En el buque insignia había mucha actividad y alegría desde entonces, y el propio cocinero del almirante y sus ayudantes se habían hecho cargo de la cocina.

—¡Lo sabía! —le dijo al señor Thornton mientras miraba acercarse el bote de la
Ariel—
. ¡Lo sabía! ¡Sabía que ese hombre…! ¡Sabía lo que era capaz de hacer! ¡Un magnífico resultado! ¡Estaba seguro de que sería así!

En el bote reinaba el silencio. Jack estaba exhausto, no sólo debido a los esfuerzos que había hecho cuando el
Minnie
estaba encallado, cuando fue traspasado el cargamento y cuando escribió el informe oficial, sino también, y sobre todo, debido a la locuacidad del coronel d'Ullastret. El coronel no hablaba inglés, pero hablaba con soltura el francés, una lengua que Jack por lo menos entendía, y puesto que éste obedeció a Stephen, quien le había advertido que se debía tratar al invitado con suma delicadeza, le había escuchado durante horas y horas, haciendo todo lo posible por seguirle y, en las escasas pausas, diciendo en francés algunas frases que le parecían apropiadas, como por ejemplo, «¡Dios mío!» y «¡Qué me dice!». Además, al principio de aquellas horas, Stephen le había dejado para ir a los transportes a sumergirse en su recién recuperada catalanidad. Pero ahora el coronel estaba silencioso. No sólo era un hombre a quien le gustaba vestir bien en tiempo de paz, sino que, como muchos militares, creía que había una directa relación entre la categoría de un militar y su uniforme, y el suyo se había deteriorado mucho a causa de la humedad del Báltico: las vueltas de color carmesí habían tomado el color del poso del vino en el fondo de un barril, los galones estaban manchados de alquitrán, la borla de una de sus botas se había caído y, lo que era aún peor, su chaqueta no tenía los galones que indicaban su rango actual. Y había visto por el telescopio el espléndido conjunto de uniformes a bordo del buque insignia: los infantes de marina con sus chaquetas de color escarlata y blanco de España, los oficiales con sus mejores sombreros de tres picos y el almirante con su magnífico uniforme azul y dorado. Stephen se dio cuenta de que estaba molesto y descontento y de que en esos momentos era propenso a sentirse ofendido, a interpretar cualquier cosa como una afrenta. Su expresión malhumorada se suavizó un poco cuando el buque insignia empezó a disparar la salva, que esta vez era un saludo estrictamente personal, y Stephen notó que su padrino contaba los cañonazos. Cuando sonó el decimotercer cañonazo, el coronel expresó satisfacción; luego sonó el decimocuarto, y finalmente, el decimoquinto, que era el que se disparaba en honor de un noble o un almirante, y, con semblante grave, asintió con la cabeza. Pero su gesto revelaba que aún estaba en tensión, y Stephen sabía que no se relajaría completamente hasta que fuera recibido en la forma que consideraba apropiada y hasta que no hubiera abundante comida y por lo menos una pinta de vino debajo del gastado cinturón que sujetaba su sable.

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