Read El ayudante del cirujano Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (35 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
12.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Señor, los franceses le pegaron un tiro! —llegó la respuesta de Hyde a través de la húmeda oscuridad—. ¿Quiere que mande al segundo de a bordo?

Dos oscuras figuras vinieron entonces a darle información, y desde un bote que no podía verse gritaron que la espía se había enredado en los restos de un barco hundido.

—No te desanimes ahora, amigo mío —dijo Stephen—. En estos momentos no serviría de nada saber si el general Mercier está vivo o muerto, podemos esperar a mañana.

Se oyó un fuerte crujido y un rumor de voces en la oscuridad, y Jack se fue. Stephen estuvo esperándole, pero como la lluvia aumentaba, bajó y se acostó en su coy con las manos debajo de la cabeza y fijó la vista en la llama del farol. Para eliminar el cansancio, relajó todo el cuerpo, y a la vez su mente se despejó por completo, como cuando tomaba su bebida favorita, el láudano. No tenía ansiedad. El intento podía resultar un éxito o un fracaso, y deseaba de todo corazón que fuera un éxito, pero «de todo corazón» no significaba mucho ahora que una parte esencial de su corazón parecía estar muerta. Por otra parte, se sentía más preparado para obtener el éxito, se sentía impulsado a ello por una fuerza que no provenía de su indiferencia hacia su propio destino pero sí de algo parecido y que no podía definir, algo parecido a la desesperación, pero una desesperación sentida mucho tiempo atrás y desprovista de horror.

El
Humbug
, abatiendo a barlovento y cambiando de bordo muchas veces, terminó de atravesar el canal al final de la guardia de media y trajo consigo el fuerte viento y la amenaza de que la noche terminaría mal.

Los hombres del bergantín-goleta tardaron más de una hora en echar anclas y colocar balizas; los mejores marineros de los tres barcos tendieron cabos de un lado a otro. Los cabos fueron saliendo unos tras otros por el escobén (salieron todos los que había en el sollado) y gradualmente fueron tomando forma todos los aparejos pensados para levantar al
Minnie
de su lecho de arena o sacarlo de allí arrastrándolo.

A Stephen le despertó una voz que le era familiar, tan alta que atravesaba la cubierta, ya que ahora estaban poniendo a prueba todo el sistema. Había llegado el momento de hacer fuerza, una fuerza compartida entre cuatro anclas y casi una milla de cadenas y guindalezas y concentrada en el cabrestante de la
Ariel.

—¡Pisar fuerte y adelante! —gritaba Jack a los marineros que empujaban las barras—. ¡Pisar fuerte y adelante! ¡Girar, girar! ¡Girar con fuerza!

La mayoría de los hombres eran tripulantes del
Minnie
que habían sido obligados a hacer esa tarea y, a pesar de que no entendían las palabras, comprendían perfectamente lo que querían decir. Ya apenas lograban avanzar una pulgada cada vez y no se oían frecuentes chasquidos sino sólo un clic cada minuto; poco después ya no se oyó ninguno. Ahora habían conseguido alcanzar la máxima fuerza y el cabo que unía ambos barcos no tenía ni una pequeñísima ondulación cuando desapareció en la luz tenue que ahora comenzaba a hacerse más intensa.

—¡Empujar con fuerza! ¡Con mucha fuerza! ¡Contramaestre, azote a ese hombre! ¡Empujar! ¡Que no retroceda! ¡Muy bien, compañeros! ¡Empujar con ganas!

Entonces se oyó el lejano grito: «¡Se mueve!».

Las barras se movieron; los jadeantes marineros avanzaron medio paso; el cabrestante giró, y siguió girando cada vez más rápido.

—¡Bien hecho! ¡Seguir empujando! —gritó Jack.

El
Minnie
se deslizó hacia atrás, salió del banco de arena, volvió a flotar donde las aguas eran más profundas y empezó a mecerse con suavidad, y media docena de marineros se desmayaron en el cabrestante. Stephen estuvo medio despierto durante un rato, mientras eran recogidos y adujados innumerables cabos de muy diferente grosor. Y después de oír el grito: «¡Grog para todos!», volvió a quedarse profundamente dormido.

Era pleno día cuando se despertó. La lluvia había cesado y el
Minnie
estaba abordado con la
Ariel
, y los marineros lo estaban cargando con el vino y el tabaco de la corbeta. Muy lejos, a popa, podía verse el
Humbug
tratando de encontrar el ancla perdida. Todos parecían muy cansados, excepto Jagiello, que estaba alegre y animado como siempre, pero ninguno tan cansado como un hombre de mediana edad que llevaba un gorro de piel de cordero y un montón de libros bajo el brazo y que, según le dijeron a Stephen, era el segundo de a bordo del
Minnie.

—Señor Jagiello, voy a hacer una visita a mi paciente y cuando regrese, que pienso que será pronto, quisiera hacerle algunas preguntas a ese hombre con su ayuda, así que le ruego que tenga la amabilidad de decirle que baje a su cabina.

La visita fue realmente breve. El paciente parecía un niño a pesar de su bigote incipiente y bien arreglado. Todavía estaba en coma, pero respiraba tranquila y profundamente, y hasta ahora parecía que la operación había sido un éxito: la ligadura se había mantenido bien y parecía que seguiría así. Sin embargo, Stephen presentía que la muerte estaba cerca, y hubo un momento en que le pareció que ya estaba allí. No podía hacer nada ahora, de modo que fue adonde estaban Jagiello y el viejo marino.

Le preguntó quiénes eran los oficiales franceses que estaban en el bote, qué señales se usaban para acercarse a Grimsholm, qué formalidades debían cumplirse para poder desembarcar…

Pero obtuvo muy pocas respuestas, pues el segundo de a bordo del mercante se refugió en la ignorancia y el olvido. Dijo que ese era el primer viaje que hacía en el
Minnie…
no sabía nada de Grimsholm… no había visto a los franceses… no recordaba nada acerca de ellos…

—Creo que tendré que dejar solo durante un rato a este tipo huraño —dijo Stephen mientras hojeaba el rol del
Minnie—
. Puede que sea más dócil después de pasar unos momentos recordando. Está mintiendo, mintiendo descaradamente. Según el rol, pertenece a la tripulación del mercante desde hace un año y cuatro meses. Además, estoy deseoso de tomar ese café que huelo a no mucha distancia, ¿me acompaña?

—Gracias, pero ya he tomado mi poción de la mañana en la cámara de oficiales.

Stephen se sorprendió al ver que Jack, sonrosado y recién afeitado, ya estaba sentado a la mesa y comía vorazmente.

—¡Dios mío! ¿Todavía no te has acostado?

—¡Oh, eché una cabezada en la silla de Draper! —respondió Jack—. Eso te repone las fuerzas de una manera asombrosa. ¿Quieres un bistec?

—Gracias, Jack, pero por ahora me bastan una taza de café y una tostada. Voy a volver a hablar con el prisionero enseguida; ya se me ha ocurrido un medio de desconcertar a ese estúpido. Pero antes quiero felicitarte por haber conseguido poner el
Minnie
a flote otra vez. Creo que has hecho una gran hazaña, te doy mi palabra.

—Fue la marea la que cambió la situación —dijo Jack—. Es casi imposible creer que tengan ese efecto unas cuantas pulgadas de agua, pues en el Báltico la marea no sube más, ¿sabes? Elevó un poco el mercante en el momento en que lo necesitábamos; media hora más y hubiera tenido que cortar los cabos y marcharme. Fue una lucha reñida, te lo aseguro. Pero, dime, ¿qué noticias tienes de los oficiales franceses? ¿Y qué noticias tienes del joven? ¿Cómo está?

—Todavía está en coma profundo —dijo Stephen moviendo la cabeza de un lado a otro con pesar—. Me temo que anoche fui demasiado optimista. Los procesos mecánicos siguen realizándose bastante bien y la ligadura se mantiene, pero tiene poco espíritu. Espero saber algo de sus compañeros enseguida.

Volvió adonde estaba Jagiello con el café en la mano, y allí volvió a sorprenderse. Algo había pasado durante su ausencia. El joven tenía una expresión satisfecha y triunfante, parecía un Apolo que acababa de vencer a Marsias (aunque un Apolo primitivo), mientras que el prisionero estaba extremadamente pálido e incluso los labios se le habían puesto amarillentos.

—Me ha contado muchas cosas —dijo Jagiello, acercándole a Stephen una silla y poniendo encima un cojín—. Ahora dice la verdad. Es cierto que no sabe quiénes eran los oficiales franceses, porque ellos permanecieron en la cabina todo el tiempo. El barco se dirigía a Bornholm, pero, siguiendo esa ruta, les hubiera sido fácil hacer rumbo hacia Grimsholm. Sólo el capitán del
Minnie
podría haber sabido adonde se dirigían exactamente. Vio a los oficiales cuando echaron el bote al agua y dice que no eran viejos; sin embargo, eso no prueba nada, porque un coronel francés o incluso un general podrían ser muy jóvenes. En cuanto a Grimsholm, sabe que hay que hacer una señal secreta para poder llegar y dice que la última vez que el
Minnie
estuvo allí era colocar la bandera de Hamburgo al revés en el trinquete, pero que puede haber cambiado. Sólo el capitán podría haberlo sabido. Además, dice que a nadie le está permitido desembarcar en la isla, que todos deben detenerse en un islote que hay cerca de la costa y presentar su documentación en el muelle y descargar en botes. Sólo se puede hablar con los franceses, que son quienes examinan la documentación. El islote está al fondo de la bahía y tiene un desembarcadero. Es el tercero de ese conjunto de islas. ¡Dibújalas, sinvergüenza! —le dijo al danés.

Stephen cogió el dibujo y lo examinó.

—Vamos, comprobemos su declaración con la de los miembros más prudentes y responsables de la tripulación del
Minnie
. Y permítame decirle, señor Jagiello, que una moneda de oro, si es ofrecida de un modo correcto, permite conseguir la mejor información, y que la posibilidad de obtener más en caso de éxito puede provocar una avalancha de información no contaminada de engaño ni de maldad. Esto que tenemos aquí está muy bien, es bueno en apariencia, pero, créame, no me moveré ni una pulgada si no tengo la confirmación.

Jack estaba comiendo todavía, aunque ahora despacio, cuando Stephen volvió a la cabina. Había ido un momento a la cubierta cuando los hombres habían terminado de cargar la presa y había observado que soplaba el viento del oestenoroeste. Había dado órdenes de que los marineros del
Minnie
, vigilados por un grupo de infantes de marina, lo tripularan, manteniéndolo a sotavento de la
Ariel
y no muy lejos de sus cañones, porque así su propia tripulación podría descansar. También había determinado la posición de la
Ariel
. Si los transportes acudían puntuales a la cita, los divisarían por el noroeste dentro de una hora más o menos, y avistarían Grimsholm por el sureste dos horas después.

—He comprobado estos datos —dijo Stephen y los enumeró y le enseñó el dibujo—. Los han corroborado el carpintero y el contramaestre del
Minnie
, interrogados por separado. No tengo en cuenta lo que dijo el tercero de a bordo porque está borracho, completamente borracho, aunque no se sabe por qué medios lo consiguió.

—Me parecen bien, pero lo único que me disgusta es la información sobre la señal secreta —dijo Jack—. Hace meses que el
Minnie
no va a la isla, y es muy probable que haya cambiado.

—Opino lo mismo que tú, amigo mío —dijo Stephen—. He estado pensando…He estado pensando en Artemisa.

—¿Ah, sí? —inquirió Jack.

—No creas que me refiero a la esposa de Mausolo… —dijo Stephen, levantando un dedo.

—Si te refieres a la fragata, está en la Indias Orientales.

—… porque en la que estoy pensando es en la hija de Ligdamis, la reina de Halicarnaso. Como recordarás, acompañó a Jerjes con cinco barcos y tomó parte en la batalla de Salamina. Cuando se dio cuenta de que estaba perdida y vio que la perseguían varios barcos atenienses, atacó un barco persa. Los atenienses supusieron que era una aliada y dejaron de perseguirla, y ella logró escapar. Se me ocurre que eso tiene cierta analogía con este caso. Si el
Minnie
llegara a Grimsholm con todas las velas desplegadas perseguido por la
Ariel
y azotado por sus carronadas, ¿no crees que sería un buen ardid? ¿No crees que cualquier error al hacer la señal secreta sería pasado por alto en un caso así, sobre todo si la bandera de Hamburgo era la señal válida en la última visita del
Minnie
?

Jack estuvo pensando unos momentos.

—Sí, creo que sí —respondió—. Pero el ataque tendrá que ser convincente. Me dijiste que buena parte de los hombres que están en la isla son marineros, tendremos que hacerlo tan bien que podamos convencerlos. Pero creo que podremos lograrlo. Sí, creo que podremos lograrlo. Me gusta tu plan, Stephen.

—Me alegro de que lo apruebes. Y puesto que es así, quisiera hacerte algunas sugerencias más. Sería una lástima que los marineros holandeses y del Báltico que sir James amablemente nos proporcionó, por su comportamiento correcto y su ropa impecable, fueran la causa de que se descubriera la estratagema. Son hombres muy limpios, de buenos modales, acostumbrados a la disciplina de la Armada real y la mayoría están vestidos con los pantalones que se suelen usar en sus barcos. Sugiero que intercambien la ropa con los tripulantes del
Minnie
y ocupen sus puestos. ¿Qué podría ser más lógico que pensar que bajo la ropa danesa hay realmente daneses? Además, como debe haber algunas caras conocidas en el mercante, sugiero que el cocinero y el carpintero se queden a bordo. Los dos han aceptado un
douceur
a cambio de información y esperan recibir una considerable suma si todo sale bien.

—Se hará como dices, Stephen —dijo Jack, vaciando la cafetera—. Pondré manos a la obra enseguida.

Subió a la cubierta, y poco después empezaron a llegar los tripulantes del
Minnie
en pequeños grupos. Cuando les dijeron que tenían que quitarse la ropa, pusieron expresión de desconcierto y miedo, e incluso cuando les hicieron comprender que era para hacer un intercambio, incluso cuando ya estaban vestidos con la ropa de los tripulantes de la
Ariel
, mantuvieron una actitud recelosa.

Volvió a la cabina y, con los libros del mercante delante, se puso a examinar los datos sobre sus nuevos tripulantes, y entonces llegó Hyde.

—Le ruego que me disculpe, señor, pero los hombres dicen que los daneses están piojosos y suplican que se les exima de ponerse su ropa.

—Y lo siguiente será quejarse de los gorgojos —dijo Jack.

—Eso dije yo, señor, pero Wittgenstein, que habla en nombre de todos, dice que los gorgojos son naturales, mientras que los piojos no, porque fueron una de las plagas de Egipto, por tanto, irreligiosos. Tienen miedo de que infesten su ropa y sus coyes, pero sobre todo su pelo. No quieren cortarse la coleta por nada del mundo, señor, y aunque hablaron con respeto, creo que se lo han tomado a pecho.

BOOK: El ayudante del cirujano
12.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

With This Ring (1) by Savannah Leigh
Grace by Deneane Clark
The Auditions by Stacy Gregg
The Mediterranean Caper by Clive Cussler
The Promise by T. J. Bennett
Bee Happy by Marcia C Brandt