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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (34 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—¿Cuál es?


Humbug
[17]
, señor —dijo el guardiamarina en tono vacilante.

Jack no podía creer que hubiera oído bien.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.


Humbug
, señor.

Entonces se oyeron risas en la proa; tres cadetes que estaban cerca del capitán empezaron a retorcerse esforzándose por contenerse y todos los oficiales sonrieron. Aquel nombre gracioso era muy conocido en el Báltico, pero los recién llegados lo ignoraban. Justo antes de que los rusos se unieran a los aliados, un capitán de la Armada real muy chistoso había capturado uno de sus barcos, un bergantín-goleta construido en Tyne que navegaba muy bien de bolina, y le había cambiado el nombre ruso, imposible de pronunciar, por
Humbug
, y ese era el único farsante que había o era probable que hubiera en la Armada.

Farsante… El muchacho le había dicho aquella palabra delante de todos, en su propio alcázar… Jack pensó que debía de estar borracho y puso expresión de enfado, y las sonrisas se desvanecieron. Pero al poco tiempo desapareció aquella horrible expresión y su justificada indignación y dijo:

—Muy bien, señor Jevons. Quédese ahí hasta que le llame.

Miró hacia el
Minnie
y pensó que había caído en una trampa.

—Vamos a arriar la monterilla, señor Hyde —dijo—. Es inútil poner en peligro el mástil.

Estaba convencido de que llevando las sobrejuanetes desplegadas, o incluso simplemente la juanete de proa, alcanzaría el
Minnie
dentro de una hora. No tendría que usar los cañones de proa.

—Sí, señor —dijo el señor Hyde—. Sí, señor, es inútil. A propósito, señor, el nombre del bergantín-goleta es realmente
Humbug
. Jevons no pretendía faltarle al respeto.

—¿Ah, sí? Bueno, bueno. Entonces puede bajar. ¿Dónde está el guardiamarina encargado de las señales? Al
Humbug
, puesto que ese es su nombre, dígale:
Enemigo a la vista. Persecución hacia el estesureste
, y dispare un cañonazo. Señor Jagiello, siento que le hayan tumbado. Se encuentra bien, ¿verdad?

—¡Oh, perfectamente bien, señor! —dijo Jagiello, riendo—. No me pasó nada, pero las espuelas se me engancharon en los cabos. Tal vez debería quitármelas.

—Discúlpeme, señor —dijo el señor Pellworm—. El mercante se dirige al banco Forten. De hecho, se encuentra al final del banco Kraken, si no me equivoco.

—¿Ah, sí? —inquirió Jack.

El banco Forten, situado a pocas millas de la árida costa, estaba formado por una serie de bancos de arena y un sinuoso canal que era muy poco transitado. El
Minnie
, que era más ligero que la
Ariel
, se sumergía dos pies menos en el agua, y la esperanza de su capitán, su última esperanza, era atraer la corbeta hasta un banco sobre el cual el
Minnie
pudiera pasar y la
Ariel
se quedara encallada. Esa era una de las razones por las que había virado de repente.

—¡El muy zorro! Coloquen la sonda. Señor Pellworm, ¿puede hacer cruzar la corbeta por el canal?

—Creo que sí, señor —respondió Pellworm, mirando hacia la enorme cantidad de velamen desplegado que tenían encima de sus cabezas.

—Entonces es suya. Disminuya todo el velamen que quiera.

El Sol se ocultó. Las rosadas velas fueron arriadas una por una. La
Ariel
alcanzó la estela del
Minnie
y lo siguió despacio con una sonda colocada en cada costado. El piloto, con gran atención y una expresión grave, la gobernaba, ya determinando con un compás las marcaciones con respecto a una torre de la orilla y una distante aguja, ya observando el mercante para poder apreciar cualquier movimiento del timón, por pequeño que fuera.

El mercante movía a menudo el timón mientras avanzaba por el sinuoso canal, que parecía conocer muy bien, y la
Ariel
, deslizándose en la penumbra por las aguas aparentemente inofensivas, repetía cada uno de sus movimientos después de un intervalo de quince minutos. Aquella era una extraña procesión. Puesto que ya no se movían a gran velocidad, la emoción había desaparecido, y ahora sólo había tensión, pero una tensión muy diferente. Las anclas de proa estaban preparadas, colgadas de la serviola, y había un ancla pequeña colocada en el pescante de popa, y los marineros estaban listos para echarlas en cuanto dieran la orden. Había silencio de proa a popa, y sólo se oían las órdenes del piloto y la letanía del marinero que sondeaba: «¡Profundidad seis, profundidad seis…! ¡Marca cinco, y cinco y medio!».

El marinero continuó en el mismo tono hasta que, de repente, en un tono más agudo y enfático, dijo:

—¡Y tres y medio, y tres y medio!

Todos en la
Ariel
fruncieron los labios, pues sabían que ahora había muy poca agua debajo de ellos.

—¡Poner en facha el velacho! —gritó el piloto, cogiendo el timón.

—¡Y tres y medio! ¡Marca tres! ¡Falta un cuarto para cinco! ¡Profundidad seis, y seis y medio!

Estaban de nuevo en la parte profunda del canal. Jack espiró por fin y dio gracias a Dios porque había agua bajo la quilla otra vez. Pero el
Minnie
volvió a virar, viró 40° a estribor. Jack estaba seguro de que algo malo iba a pasar. No quería molestar al piloto, pero deseaba con todas sus fuerzas…

—¡Ha chocado! —vociferó un suboficial en la proa—. ¡Ha encallado el maldito estúpido, sinvergüenza… uf, uf!

El suboficial estuvo a punto de ahogarse y un guardiamarina le golpeó la cabeza con una bocina. Era cierto lo que había dicho. El
Minnie
fue perdiendo velocidad poco a poco hasta que por fin se detuvo en medio del mar y sus mástiles se inclinaron un poco hacia delante. Luego se inclinaron de nuevo, pero mucho más, cuando su capitán ordenó largar y cazar las escotas de todas las velas que estaban cargadas, en un intento de hacerlo pasar por encima del banco, pero el intento fue en vano. Tampoco el capitán pudo hacerlo retroceder. El mercante estaba encajado en la arena, completamente horizontal, y con tan poco movimiento como si estuviera amarrado por la proa y la popa, o incluso menos, porque ni siquiera se balanceaba.

—¡Rápido con esa sonda! —gritó Jack—. ¿Puede llegar a abordar la corbeta con él, señor Pellworm?

—Casi, casi, señor —respondió el piloto, riéndose.

—¡Marca siete! —gritó el marinero que sondeaba—. ¡Y siete y medio!

—Este es el canal Kraken —dijo el señor Pellworm—. ¡Preparen el anclote!

El
Minnie
estaba cada vez más cerca, cada vez más cerca. Podían verse los rostros de sus tripulantes, que parecían manchas blancas en la oscuridad, y podían oírse sus voces. Por la popa estaban bajando un bote, un pequeño esquife. Jack vio figuras uniformadas en la cubierta, y pensó que, sin duda, serían oficiales franceses.

—Así está bien, señor Pellworm —dijo cuando ya estaban a un cable de distancia de la inmóvil presa, pues no quería que el barco le impidiera ver el bote siquiera un minuto ni quería acercarse a una distancia inapropiada para disparar—. ¡Echar el anclote! ¡Echar el ancla de leva! ¡Cargar las velas!

Entonces cogió una bocina y gritó:

—¡Minnie, suba ese bote o lo haré pedazos!

No hubo respuesta. En la presa se oyó una furiosa discusión y luego un disparo de pistola.

—Señor Jagiello, por favor, llámeles y repítales en danés lo que he dicho. Señor Hyde, ponga una codera a la cadena del ancla.

Jagiello dio el mensaje con voz clara, en diferentes lenguas y tan alto que pudo oírse al otro lado de las doscientas yardas que les separaban. El bote cayó a las tranquilas aguas y los oficiales franceses saltaron a él, e inmediatamente, como si el capitán hubiera cambiado de opinión, fue arriada la bandera del mercante. El bote desapareció tras el costado de estribor.

—¡A sus puestos! —gritó Jack, y un momento después todos los marineros estaban en sus puestos—. Señor Hyde, tres cuartos de giro.

La
Ariel
dio vuelta a la codera y se quedó casi sin movimiento, casi tan firme como el
Minnie
. El bote reapareció por la proa del
Minnie
y siguió avanzando con poca cautela en dirección a la costa; las balas del cañón de proa de estribor podían alcanzarlo. Otra vuelta del cabrestante y todas las carronadas de un costado quedarían frente a él, y a una distancia a la que podían alcanzarle perfectamente. Desde una plataforma fija, desde un barco inmóvil, incluso una tripulación mucho menos adiestrada que la de la
Ariel
difícilmente fallaría el blanco.

—Señor Nuttall, dispare balas solas y apunte más allá del bote —le dijo al condestable.

El condestable apuntó su carronada y disparó. La bala cayó más allá del bote, a cincuenta yardas del costado, y siguió rebotando en el mar describiendo una serie de enormes curvas; el bote siguió remando.

—Otra vez —ordenó Jack.

Esta vez el humo impidió ver dónde había caído la bala, pero cuando se disipó, pudo verse que el bote todavía seguía remando en dirección a la orilla.

—Adelante, señor Hyde —dijo Jack con voz áspera.

Sería algo desagradable, pero las carronadas ya no podían disparar mucho más lejos y no podía confiar en la eficacia de un cañón solo. Tenía que terminar ahora mismo. La corbeta tenía el costado frente al bote, los artilleros estaban preparados junto a las carronadas.

—¡De proa a popa, disparen al blanco! ¡Esperen a que el humo se disipe! ¡Primer disparo!

La primera bala cayó un poco lejos. La segunda hizo balancearse el bote, y, en medio de la espiral de humo, Jack vio a un hombre ponerse de pie y se preguntó: «¿Está agitando un pañuelo?». Pero en la fracción de segundo en que pensaba eso, el tercer cañón disparó, y la bala dio de lleno en el bote, haciendo saltar por el aire listones de madera y algo parecido a un brazo. Por toda la cubierta se oyeron estruendosos gritos de alegría y los artilleros, con el rostro radiante, se abrazaban unos a otros.

—¡Guardar los cañones! —ordenó Jack—. ¡Bajar los cúteres! Señor Fenton vaya a ver si hay supervivientes. Señor Hyde, vaya a tomar posesión de la presa y dígale al capitán que encienda los faroles enseguida. Anderson le servirá de intérprete. Señor Grimmond, ponga un farol encendido en la cofa del mayor para guiar al
Humbug
y traiga una guindaleza de ocho pulgadas. Inmediatamente tenemos que halar la presa para desencallarla; no hay ni un minuto que perder.

Cada minuto era realmente imprescindible, y, sin embargo, se perdían montones e incluso cientos. El
Minute
no se movía. Los canales eran tan estrechos e intrincados que un barco del calado de la
Ariel
no podía navegar bien por ellos ni podía ponerse en el lugar que le convenía. Con mucho trabajo habían echado dos anclas, llevándolas lejos con la lancha y arrastrando sus pesadas cadenas, pero cada vez que el cabrestante lograba tensarlas de manera que transmitieran la máxima fuerza al
Minnie
, las anclas se desprendían.

La situación ya era muy difícil cuando Fenton volvió con el único superviviente, un joven de unos diecisiete años que estaba inconsciente y con heridas en la cabeza y en una pierna. Y era aún peor un poco después, cuando Stephen salió de la enfermería y subió a la cubierta: había cabos extendidos en todas direcciones, penetrando en la oscuridad y a la luz de los faroles se veían los rostros de los hombres del cabrestante, en los que ya no había signos de alegría sino de profundo cansancio. Apenas Jack había acabado de dar a gritos una serie de órdenes a un bote distante, apareció Stephen.

—¿Cómo está? —inquirió con voz ronca.

—Creo que podremos salvarle —dijo Stephen—. Parece que la ligadura se mantiene y el joven tiene una gran fortaleza. ¿Estás triste, amigo mío?

—Bastante, bastante. Las bitas de la popa cedieron y hemos perdido nuestra ancla de leva pequeña: se rompió el arganeo. Pero podría ser peor… Por otra parte, creo que el
Humbug
no tardará en llegar. Es de pequeño calado.

Ahora parecía animado, y, de hecho, la constante actividad evitaba que la parte superficial de su mente se preocupara sobre lo que ocurriría en las próximas horas. Sin embargo, la parte un poco más profunda prestaba atención a los nubarrones que se acumulaban al norte y también al
Humbug
, que avanzaba despacio entre los bancos de arena y se había desviado del canal y había encallado dos veces y aún se encontraba a unas cinco millas de profundidad; y daba vueltas a la idea de que si había marejada, habría que cortar los cabos y marcharse, abandonando el
Minnie
, lo que significaría el fracaso de la misión que poco antes prometía ser un éxito.

—¿Pudiste sacarle alguna información?

—No. Está en coma. Pero su uniforme no tiene la magnificencia del de un edecán y sus cartas son corrientes, como las de cualquier subalterno. Además, un acto temerario como ese es más propio de los jóvenes que de sensatos oficiales con antigüedad.

—No estoy seguro —dijo Jack—. Si me hubieran puesto al mando de una plaza como Grimsholm, creo que habría intentado llegar. Habría tratado de encontrar un caballo en la costa, pues no está a muchas horas de camino. Pero estoy seguro de que me habría alejado en el bote una o dos millas por el lado que no podía verse. ¿Qué pasa, señor Rowbotham?

—Con su permiso, señor, el ancla de repuesto ya está preparada.

—Muy bien, muy bien. Ahora engánchela y échela estirando la cadena hasta el final. Hasta el final, señor Rowbotham.

—¡Oh, sí, señor! Hasta el final.

El segundo oficial se acercó para recibir nuevas instrucciones, y mientras Stephen oía hablar de cuestiones técnicas y urgentes, observaba las luces que había al otro lado del banco, las luces de todos los botes de la
Ariely
el
Minnie
, que tiraban de los cabos que salían radialmente de éste para desencallarlo, es decir, de todos los botes excepto el esquife, en el que Pellworm se dirigía al distante
Humbug para
ayudarle a atravesar el sinuoso canal.

Una fina lluvia empezó a caer, ocultando las luces. Fenton se fue a popa y entonces Stephen dijo:

—Si pudiera hablar con el capitán del
Minnie
, tal vez obtendríamos toda la información que necesitamos. De todas formas, tengo que hablar con él para averiguar qué sabe sobre Grimsholm, pues creo que el
Minnie
va allí a menudo.

—En cuanto tengamos un bote libre, mandaré a buscarle —dijo Jack y después gritó—: ¡Señor Hyde, dígale al capitán del
Minnie
que se prepare para embarcar en el próximo bote que venga y que traiga la documentación del barco!

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