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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (6 page)

BOOK: El asiento del conductor
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—Creí que lo conocía —responde llorando, con la cara bañada en lágrimas—. Estaba segura de que era él. Tengo que encontrar a una persona.

—No llores, no llores, que mira la gente. ¿Qué es lo que pasa? No me entero de nada.

Al mismo tiempo dibuja su sonrisa más amplia como para convencerse de que aquellas necesidades que él no comprende son una broma.

—No me entero —repite, Sacándose del bolsillo dos pañuelos de papel de tamaño masculino, de los que entrega uno a Lise—. ¿Quién creías que era?

Lise se seca los ojos, se suena la nariz y aprieta el pañuelo en el puño.

—Es un mal principio para mis vacaciones, estoy convencida.

—Si tú quieres, me tendrás a mí varios días. ¿No deseas verme otra vez? Venga, vamos a coger un taxi, ya verás cómo te sientes mejor dentro de un taxi. No puedes ir en autobús llorando de ese modo. No me entero de qué va esto, pero yo te daré todo lo que necesitas: espera y verás.

Más adelante, en la acera, entre un enjambre de personas que esperan taxi, se encuentra el robusto hombre de negocios de traje oscuro y maletín. Lise mira a Bill con desgana y más allá de Bill, con la misma indiferencia, se percata de la presencia del hombre cuyo rostro sonrosado se vuelve hacia ella. Él, nada más verla, levanta el maletín del suelo, cruza la calle sorteando el tráfico y se aleja y se aleja a toda velocidad. Pero Lise ha dejado de mirar y hasta parece que ya no lo recuerda.

En el taxi ríe sarcástica cuando Bill hace un intento de besarla, pero luego lo deja hacer y emerge del contacto con las cejas arqueadas, como quien dice «Y ahora qué?».

—Soy tu tipo —afirma él.

El taxi se detiene ante el céntrico edificio de piedra gris del hotel Tomson.

—¿Qué es eso del suelo? —pregunta Lise, señalando unos granitos esparcidos por el taxi.

Bill se agacha a mirar los granitos y comprueba su bolsa, cuya cremallera no está cerrada del todo.

—Arroz. Se ha debido de reventar uno de mis paquetes de muestra y la bolsa esta un poco abierta. No tiene importancia —dice, cerrándola.

La acompaña hasta la estrecha puerta giratoria y entrega la maleta al portero.

—Te espero a las siete en el vestíbulo del Metropol —dice Bill.

Cuando la besa en la mejilla, Lise enarca de nuevo las cejas; luego entra ajustándose al giro de la puerta sin mirar atrás.

Capítulo 4

En el mostrador de recepción parece confundida, como si no supiera dónde se encuentra. Da su nombre, y cuando el conserje le pide el pasaporte se nota que al pronto no comprende, porque le pregunta qué quiere primero en danés y luego en francés. Prueba en italiano y, por fin, en inglés. El empleado sonríe, responde en inglés y en italiano y vuelve a pedirle el pasaporte en los dos idiomas.

—¡Qué desconcierto! —dice Lise en inglés al entregar el documento.

—Sí, se dejan ustedes una parte en casa. La otra continúa de camino a nuestro país, pero la alcanzará dentro de unas horas. Cuando se viaja en avión, suele ocurrir que el pasajero se adelante a sí mismo.

—¿Quiere que le suba a la habitación un café o una bebida?

—No, gracias.

Lise se aparta para seguir al botones que espera, pero cambia de opinión.

—¿Cuándo acabará usted con mi pasaporte?

—En cualquier momento, señora. Cuando baje usted o cuando salga. En cualquier momento.

El conserje mira el vestido y el abrigo de Lise antes de atender a unos recién llegados. En tanto que el botones espera para acompañarla dando vueltas a la llave de la habitación, Lise se detiene un instante a echarles una buena ojeada. Se trata de una familia: madre, padre, dos niños y una niña pequeña que hablan alemán entre sí animadamente. Mientras, los dos niños le han devuelto la mirada curiosa. Lise se da media vuelta, señala el ascensor al botones con un gesto impaciente y camina detrás de él.

Ya en la habitación, se deshace del chico con premura y, sin siquiera quitarse el abrigo, se tumba en la cama y fija la mirada en el techo. Respira intencionada y profundamente, cogiendo y expulsando el aire durante unos minutos. Luego se levanta, se quita el abrigo y examina el contenido del cuarto.

Consiste en una cama con una colcha de algodón verde, una mesilla, una alfombra, un tocador, dos sillas y una cómoda pequeña; la ventana, alta y ancha, delata que una vez formó parte de una habitación mucho mayor, dividida ahora en dos o tres en aras de la economía del hotel; en el pequeño cuarto de baño hay un bidé, un váter, un lavabo y una ducha. Las paredes y el armario empotrado, antes de un tono crema amarillento, están sucios y tienen unas marcas oscuras que dan testimonio de antiguos muebles hoy eliminados o mudados de sitio. La maleta descansa en una mesita accesoria. La lámpara de la mesilla tiene un pie curvo de cromo y una pantalla de pergamino. Lise la enciende. Enciende también la luz del techo, metida en un globo de cristal moteado. La luz parpadea un instante antes de apagarse, como si, después de haber dado servicio a una larga sucesión de clientes Sin una sola queja, de repente Lise le resultara excesiva.

Entra con paso decidido al cuarto de baño y, sin vacilar, examina el vaso como quien sabe con certeza que va a encontrar lo que en efecto encuentra: dos Alka-Seltzers casi secos que probablemente puso allí el anterior ocupante, sin duda con intención de aliviarse la resaca, aunque al final le fallaran las fuerzas o la memoria para llenar el vaso de agua y beber el saludable resultado.

Junto a la cama hay un recuadro alargado que muestra tres dibujos sin palabras para comunicar a los clientes de todos los idiomas qué servicio de habitaciones corresponde a cada timbre. Lise lo examina ceñuda, con el esfuerzo que necesita quien esta más acostumbrado a las palabras para descifrar los tres dibujos, en los que se ven: primero, una camarera con muchos volantitos y un plumero de mango largo al hombro; luego, un camarero con una bandeja; y por último, un hombre de uniforme con botonadura, que lleva una prenda doblada en el brazo. Lise oprime la camarera, y en el recuadro aparece una luz que ilumina el dibujo correspondiente. Se sienta en la cama a esperar, se quita los zapatos y, después de mirar la puerta durante unos segundos más, oprime el timbre del valet de la botonadura, que tampoco acude. Han pasado muchos minutos, y ni rastro del servicio de habitaciones. Levanta el auricular, pregunta por el conserje y expone un torrente de quejas: el timbre no produce ningún efecto; la habitación esta sucia; el vaso de enjuagarse la boca es el mismo que tuvo el cliente anterior; hay que cambiar la bombilla del techo, y la cama, contrariamente a las especificaciones previas de su agencia de viajes, tiene un colchón demasiado blando. El conserje le aconseja que oprima el timbre de la camarera.

Ha comenzado a recitar su retahíla desde el principio cuando aparece una camarera con cara de interrogación. Lise cuelga de golpe el auricular y señala la luz. La camarera hace un intento de encenderla antes de dar a entender con un asentimiento que ha comprendido la situación y disponerse a salir.

—¡Espere! —exclama Lise, primero en inglés y luego en francés, aunque la camarera no responde a ninguno de los dos.

Saca el vaso con los Alka-Seltzers pegados al fondo.

—¡Asqueroso! —dice en inglés.

La camarera, servicial, llena el vaso en el grifo y se lo alarga a Lise.

—¡Sucio! —grita Lise en francés.

La camarera comprende, ríe la anécdota y esta vez se escabulle a toda velocidad vaso en mano.

Lise abre la puerta corredera del armario, descuelga una percha de madera y la arroja al otro lado de la habitación, produciendo un cla, cla, cla, y se tumba en la cama. Ahora mira su reloj de pulsera. Es la una y cinco. Abre la maleta y saca con cuidado un salto de cama corto. Saca también un vestido, lo cuelga en el armario, lo descuelga, lo dobla con pulcritud y lo guarda donde estaba antes. Saca su neceser y sus chancletas, se quita la ropa, se pone el salto de cama, entra en el baño y cierra la puerta. Ha llegado al punto de tomar una ducha cuando oye un chirrido y unas voces procedentes de su habitación. Son un hombre y una mujer. Asomando la cabeza por la puerta del baño, ve al hombre, vestido con un mono marrón claro, que lleva una escalera de dos peldaños y una bombilla, y a la camarera. Lise sale con su salto de cama, sin acabar secarse como es debido, movida por el evidente interés de proteger el bolso que ha dejado encima de la cama. El salto de cama húmedo se le pega al cuerpo.

—¿Dónde está el vaso del cepillo de dientes? —pregunta—. Necesito un vaso para el agua.

La camarera se toca la cabeza para indicar su desmemoria y sale con un frufrú de la falda para no regresar jamás, hasta donde Lise podría garantizar. No obstante, se apresura a comunicar por teléfono al conserje su necesidad de un vaso, amenazando con abandonar el hotel de inmediato si no se lo traen en el acto.

Mientras aguarda a que la amenaza surja efecto, vuelve a interesarse por el contenido de su maleta. Parece que esto le plantea algún problema, porque saca un vestido de algodón rosa, lo cuelga en el armario, duda un instante, lo descuelga, lo dobla con cuidado y lo devuelve a la maleta. Podría estar pensando en un inminente abandono del hotel. Pero, cuando llega otra camarera con dos vasos, que se disculpa en italiano y explica que la anterior ha terminado su turno, Lise continúa inspeccionando sus pertenencias, como intrigada, sin sacar nada más de la maleta.

Esta segunda camarera, al ver sobre la cama los llamativos estampados del vestido y el abrigo que Lise traía puestos, pregunta con simpatía si la señora se va a la playa.

—No —responde Lise.

—¿Es usted estadounidense?

—No.

—¿Inglesa?

—No.

Lise le da la espalda para continuar el meticuloso examen de su ropa en la maleta, y la camarera, consciente de sobrar, sale con un «buenos días».

Levanta las puntas de sus bien empaquetadas cosas como si le cruzara por la mente absorta algún pensamiento pasajero, quién sabe cuál. Luego, en un arranque, se quita el salto de cama y las chanclas y vuelve a ponerse la ropa que llevaba en el viaje. Una vez vestida, dobla el salto de cama, devuelve las chanclas a su bolsa de plástico y las repone en la maleta. Mete también todo lo que ha sacado del neceser y lo guarda bien guardado.

Ahora saca de uno de los bolsillos interiores de la maleta un folleto con un plano inserto, que despliega sobre la cama. Estudiándolo con detenimiento, localiza el punto en que se sitúa el hotel Tomson y desde allí traza con el dedo varias rutas que se acercan y se alejan del centro de la ciudad. De pie, se inclina sobre el plano. Aunque no son ni las dos de la tarde, la habitación está a oscuras. Lise enciende la luz del techo y estudia el mapa sin perder detalle.

El plano se encuentra salpicado de dibujitos indicativos de los edificios históricos, los museos y los monumentos. Por fin, saca un bolígrafo del bolso y señala un punto en una extensa mancha verde, el mayor parque de la ciudad. Marca una crucecita junto a uno de los dibujos, que en el plano se denomina «El Pabellón». Hecho esto, lo pliega y lo repone en el folleto, que guarda de canto en el bolso. El bolígrafo queda sobre la cama, al parecer olvidado. Lise se contempla en el espejo, se atusa el pelo y cierra la maleta con llave. Encuentra las llaves de coche que olvidó dejar esta mañana y las devuelve al llavero. Mete el manojo en el bolso, coge su libro y sale, cerrando la puerta a su espalda. ¿Quién sabe lo que piensa? ¿Quién podría decirlo?

Ya está abajo, en el mostrador de la conserjería, donde, detrás de los atareados empleados, hay unas sillas numeradas e irregularmente ocupadas de urnas, de paquetes, de llaves de las habitaciones o nada; y sobre el casillero, un reloj que marca las dos y doce minutos. Deposita su llave en el mostrador y reclama su pasaporte en un tono de voz tan alto que el empleado al que se dirige, el que está sentado manipulando una máquina de sumar y algunas personas más que se encuentran sentadas o de pie en el vestíbulo se percatan de su presencia.

Las mujeres miran su atuendo. También ellas visten con una luminosidad propia del verano meridional, pero incluso aquí, en este ambiente de vacaciones, Lise ilumina más que nadie. Quizá, más que los colores en sí, lo que choca es la combinación del rojo del abrigo con el malva del vestido. El caso es, cuando coge el pasaporte enfundado en plástico de manos del conserje, él la contempla como si soportara sobre sus débiles hombros la totalidad de las excentricidades de la especie humana.

Dos chicas de piernas largas, con las minifaldas de la época, se fijan en ella. Dos mujeres que podrían ser sus madres miran también. Tal vez el hecho de que el conjunto de Lise sobrepase sus rodillas de un modo tan anticuado aumenta la rareza de su aspecto, mucho más inadvertida en aquella ciudad del norte, menos moderna, de la que partió esta mañana. Aquí en el sur, la falda se lleva más corta. Así como en otras épocas las prostitutas se distinguían por la escasez de su falda en comparación con el largo normal, ahora es Lise quien, con sus ropas por debajo de la rodilla, adopta un curioso aire de mujer de la calle al lado de las chicas minifalderas y de sus madres, que, como poco, llevan las rodillas al aire.

De ese modo va dejando el rastro que pronto ha de seguir la Interpol, sobre el que se explayarán con el arte que el asunto merece los periodistas de toda Europa durante los pocos días que se tarde en establecer su identidad.

—Quiero un taxi —dice en voz alta al uniformado joven que está junto a la puerta giratoria.

El chico sale a la calle y toca el silbato. Lise va detrás y espera en la acera. Una mujer mayor, pequeña, pulcra y ágil, que lleva un vestido de algodón amarillo y cuya avanzada edad solo se advierte en las numerosas arrugas de su rostro, sigue a Lise hasta la acera. También ella quiere un taxi, informa en tono amable, y propone que lo compartan. ¿Hacia dónde va Lise? No parece que note nada raro, por eso se acerca tan confiada. Y de hecho, aunque no se advierta de un modo inmediato, la vista y el oído de la anciana son débiles, lo suficiente para evitar en su caso el efecto que causa la extravagancia de Lise en una percepción normal.

—¡Ah! Voy al centro, pero no tengo ningún plan definitivo. Los planes son una tontería —dice Lise, y ríe en un tono muy alto.

—Gracias, el centro me va bien.

La señora ha tomado la risa de Lise por la aceptación de compartir el taxi.

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