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Authors: Muriel Spark

Tags: #Relato

El asiento del conductor (9 page)

BOOK: El asiento del conductor
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—Tenemos que ir hasta el cruce —dice Lise, guiando a la señora Fiedke en dirección a un policía distante y rodeado por la vorágine de coches—. Aquí nunca encontraremos un taxi.

—Que si abrigos de piel, que si camisas de popelín con flores —continúa la señora Fiedke Serpenteando de la mano de Lise por aquí y por allá para esquivar a la multitud que afluye de frente por la calle—. Si no estamos listas, se apoderarán de las casas y de los niños y se sentarán a charlar mientras nosotras salimos a luchar en su defensa y a trabajar para mantenerlos. Y no se contentarán con la igualdad de derechos, no, lo próximo será llevar la voz cantante, téngalo presente. Hasta pendientes de diamantes, he leído en el periódico…

—Se hace tarde —dice Lise.

Lleva los labios un poco separados; la nariz y los ojos están también algo más abiertos de lo habitual. Es un ciervo que olfatea el aire y se mueve con cautela, acortando el paso para adecuarlo al de la señora Fiedke, aunque al mismo tiempo parece alerta a una corriente de aire concreta, a un atisbo, a un indicio.

—Cuando viajo, las mías las limpio con pasta de dientes —continúa con sus confidencias la señora Fiedke—. Naturalmente, las mejores se quedan en mi país, en el banco. El seguro es muy caro, ¿no le parece? Pero alguna cosilla tienes que traer, alguna pieza. Yo las limpio con el cepillo de dientes y con un dentífrico y luego las froto con la toalla del lavabo. Quedan muy bien. No debe una fiarse de los joyeros, que son capaces de cogerlas y sustituírtelas por falsificaciones.

—Se hace tarde —repite Lise—. Hay tantos rostros.

¿De dónde vienen?

—Debería echar una cabezadita, si no voy a estar muy cansada cuando llegue mi sobrino. Pobrecito. Mañana por la mañana salimos para Capri. Allí están todos los primos, ¿sabe usted? Han alquilado una villa encantadora y no se hablará de cosas pasadas. Mi hermano se lo dejó bien claro a ellos. Antes yo se lo había dejado bien claro a mi hermano.

Una vez en el cruce de la rotonda, doblan por una bocacalle. A pocos metros de la esquina hay una parada de taxis ocupada por un solo vehículo. Cuando están llegando a su altura, otra persona les quita el único taxi disponible.

—Huele a quemado —dice la señora Fiedke mientras esperan la llegada de otro taxi en la esquina. Lise olfatea el aire. Lleva la boca entreabierta y abarca con la mirada, uno a uno, los rostros de todos los viandantes. Estornuda. En la calle ocurre algo, porque la gente mira a su alrededor y olfatea también. No muy lejos se está produciendo un enorme griterío.

Súbitamente, doblando la esquina, se acerca una estampida. Lise y la señora Fiedke quedan separadas y son zarandeadas en todas direcciones por una muchedumbre compuesta sobre todo de hombres jóvenes, unos cuantos hombres mayores que ellos, más bajos y de peor aspecto, y alguna que otra jovencita. Todos gritan al unísono y huyen a gran velocidad. A la voz de «¡Gas lacrimógeno!», un montón de gente repite «¡Gas lacrimógeno!». Cerca de Lise se desploma con estrépito el cierre de una tienda; el resto de los comercios empieza a cerrar también, dando el día por concluido. Lise cae al suelo, pero pasa un hombre fuerte que la pone en pie, la deja donde estaba y continúa su carrera.

La muchedumbre frena justo antes de llegar al final de la calle que desemboca en la rotonda. Un grupo de policías uniformados de gris corre hacia ellos en formación, armados de botes de gas lacrimógeno y con las caretas antigás preparadas. El tráfico de la rotonda se ha detenido. Lise da un giro brusco con su grupo y entra en un garaje, donde unos mecánicos con mono se agachan detrás de los coches y otros buscan refugio debajo del bastidor elevado que sostiene un automóvil en reparación.

Ella se abre paso hasta un rincón oscuro del fondo del garaje, donde hay un Mini-Morris rojo muy abollado detrás de un coche más grande. Tira de la puerta con fuerza como si esperara encontrarla cerrada con llave, pero se abre con una facilidad que la obliga a retroceder. En cuanto recobra el equilibrio, entra, se encierra y hunde la cabeza entre las piernas, con la respiración agitada, aspirando una vaga mezcla de gasolina y tufillo a gas lacrimógeno. La policía, que acaba de descubrirlos apiñados en el garaje, espanta a los manifestantes. La salida, si se exceptúan los gritos, se produce con cierto orden.

Lise surge del interior del pequeño automóvil con su bolsa de cremallera y su bolso de mano, mirándose los daños que ha sufrido su ropa. Los hombres del garaje comentan lo ocurrido a grandes voces. Uno de ellos se agarra el estómago, grita que lo han envenenado y jura que demandará a la policía por las secuelas crónicas del gas lacrimógeno. Otro se lleva la mano a la garganta y afirma entre jadeos que se está asfixiando.

Los demás reniegan de los estudiantes, de cuyos gestos de solidaridad, según declaran en las coloristas e irónicas obscenidades de su lengua materna, se encuentran en condiciones de prescindir. Pero todos callan ante la aparición de una Lise tambaleante. Suman seis en total, entre ellos un joven aprendiz y un hombre grande, corpulento, de mediana edad, sin mono, que viste solo un pantalón y una camisa blanca y tiene toda la pinta de ser el dueño. Al parecer, este individuo de gran tamaño ve en Lise el remanente tangible de los problemas que acaban de invadir su garaje, porque, histérico, fuera de sí, descarga en ella toda su cólera; en consecuencia, le aconseja que vuelva al burdel del que procede, le recuerda que a su abuelo le pusieron diez veces los cuernos y que a ella la concibieron en una cuneta y la parieron en otra. Tras aderezar la idea principal con posteriores ilustraciones, la acusa de ser estudiante.

Lise esta como extasiada. Por su expresión, se diría que el arrebato del hombre la consuela, bien porque alivie en ella la tensión posterior al pánico, bien por cualquier otra razón. No obstante, se tapa los ojos con una mano y dice en el idioma del país:

—¡Por favor, por favor! Yo soy solo una turista, una maestra de Iowa, en Nueva Jersey. Me he lesionado un pie.

Al bajar la mano, descubre que se ha ensuciado el abrigo con una mancha negra y alargada de aceite.

—Miren mi ropa. Me la acabo de comprar. Más me valdría no haber nacido. Ojalá mis padres hubieran practicado el control de natalidad. Ojalá se hubiera inventado la píldora entonces. Estoy mareada y me encuentro muy mal.

Ha conseguido impresionarlos a todos sin excepción. Algunos están visiblemente divertidos. El dueño va de un lado para otro con los brazos abiertos, instando a los asistentes a ser testigos de su dilema.

—Lo lamento, señora, lo lamento mucho. ¿Cómo iba yo a saberlo? Perdóneme, pero la he tomado por una estudiante, y los estudiantes nos crean muchos problemas. Le presento mis excusas, señora. ¿Podemos ayudarle en algo? Voy a llamar a primeros auxilios. Venga, señora, siéntese aquí en mi despacho, tome asiento.

¿Ve el atasco que hay en la calle? Imposible llamar una ambulancia con este tráfico. Tome asiento, señora.

Y, después de acompañarla hasta un cubículo acristalado, la acomoda en una silla, la única que hay, delante del pequeño escritorio inclinado donde lleva las cuentas, y, con un grito atronador, ordena a sus empleados que vuelvan al trabajo.

—No, por favor, no llame a nadie —dice Lise—. Me bastará con tomar un taxi que me lleve al hotel.

—¡Un taxi! ¡Mire qué atasco!

Más allá del pasaje abovedado que forma la entrada del garaje hay un atasco enorme.

El dueño sale otra vez a inspeccionar la calle arriba y abajo y vuelve con Lise. Pide gasolina y un trapo para quitar la mancha del abrigo, pero, como no encuentran ninguno limpio que sirva, utiliza un enorme pañuelo blanco que saca del bolsillo superior del abrigo colgado detrás de la puerta de su despachito. Lise se despoja del abrigo manchado de negro y, mientras él frota con su pañuelo empapado en gasolina la mancha y la va convirtiendo en un refregón, ella se quita los zapatos y se frota los pies. Apoya uno sobre el escritorio inclinado y se lo fricciona.

—Solo es un golpe —dice—. No hay esguince. He tenido suerte. ¿Está usted casado?

—Sí, señora —responde el hombretón—, estoy casado.

Hace una pausa en su enérgica labor para mirarla con otros ojos; tasadores y cautos al mismo tiempo.

—Tres hijos, dos chicos y una chica —añade, y contempla desde el despacho a sus hombres, ocupados en distintas tareas. Aunque uno o dos de ellos han echado una rápida ojeada a Lise con los pies sobre el escritorio, ninguno da muestras de captar las señales telepáticas de apuro que su jefe pudiera emitir.

—¿Y usted? ¿Esta casada? —pregunta el hombretón.

—Soy viuda e intelectual. Provengo de una familia de intelectuales. Mi último marido lo fue también. No tuvimos hijos. Él murió en un accidente de automóvil. De todos modos, era un mal conductor y un hipocondríaco, es decir, que estaba convencido de que padecía todas las enfermedades de este mundo.

—Esta mancha no saldrá hasta que lleve el abrigo al tinte —dice el hombre. Sostiene la prenda con mucho cuidado para que ella se la ponga, y, mientras lo sostiene invitándola, tentadora como está a pesar de su estilo anticuado, a que abandone el taller, el movimiento circular de sus pupilas delata una cierta indecisión.

Lise baja el pie del escritorio, se levanta, se pone los zapatos, se sacude la falda del vestido y pregunta:

—¿Le gustan los colores?

—Maravillosos —responde él, con la seguridad en sí mismo visiblemente menguada ante la angustiada dama extranjera de aspecto incompatible con su familia intelectual.

—Los coches se mueven. Tengo que coger un taxi o un autobús. Es tarde —dice ella, poniéndose el abrigo con la resolución de una mujer de negocios.

—¿Dónde se aloja, señora?

—En el Hilton.

El hombre echa una mirada a su garaje con un aire impotente de culpa anticipadora.

—Mejor la llevo en el coche —murmura al mecánico que esta más cerca, el cual hace un breve gesto con la mano para significar que a él no le compete dar permiso.

Aun así, el dueño vacila mientras Lise, como si no hubiera oído el comentario, reúne sus pertenencias y levanta la mano en señal de despedida.

—Adiós, y muchas gracias por su ayuda.

Y a los demás:

—¡Adiós, adiós, muchas gracias!

El hombretón le coge la mano y se la aprieta con fuerza como si el propio apretón fuera ya la decisión mental de no dejar que se le escape tan imprevisto, exótico, intelectual y, aun así, claramente disponible tesoro. Mantiene la mano en la suya como si, después de todo, no fuera un idiota.

—Señora, la llevo al hotel en mi coche. No puedo dejar que se vaya con todo este lío. Tardaría horas en coger un autobús y no encontraría nunca un taxi. Esta gracia se la debemos a los estudiantes. Y da al aprendiz la orden tajante de que le traiga el coche. El chico se dirige a un Volkswagen marrón.

—¡El Fiat! —brama su jefe, razón por la cual el aprendiz se encamina hacia un polvoriento Fiat 125 de color crema, le pasa un trapo por el parabrisas, entra y maniobra para acercarlo hasta la rampa principal.

Lise libera su mano y protesta:

—Oiga, he quedado y ya llego tarde. Lo siento, pero no puedo aceptar su amable ofrecimiento.

Mira la masa de coches que se mueve con lentitud fuera, las colas de las paradas de los autobuses y añade:

—Iré a pie. Conozco el camino.

—Señora —insiste él—, no hay nada que discutir. Es un placer. —Y se la lleva hasta el coche, donde el aprendiz espera con la portezuela abierta.

—Yo no lo conozco a usted de nada.

—Me llamo Carlo.

El hombre la apremia para que entre y cierra la portezuela. Da al sonriente aprendiz un empujón que puede significar cualquier cosa, entra al vehículo por la otra puerta y conduce lentamente hasta la calle.

Lenta y cuidadosamente busca un resquicio en la fila de coches y se abre paso hacia allí, de forma que bloquea durante un momento los vehículos que se aproximan, hasta que por fin se incorpora al flujo circulatorio.

Oscurece mientras el corpulento Carlo sortea unas veces y adelanta otras a los coches, sin dejar de acusar a los estudiantes y a los policías de haber causado el caos. Al fin, cuando llegan a un tramo despejado, Carlo dice:

—Creo que mi esposa no es trigo limpio. El otro día la oí hablar por teléfono. Ella no sabía que estaba en casa, pero yo la oí.

—Debería tener en cuenta —dice ella— que las cosas que oímos por encima cuando el que habla no lo sabe adquieren un tinte de seriedad y siempre suenan peor de lo que en realidad son.

—Esto era malo —murmura Carlo—. Es un hombre.

Un primo segundo de ella. Le aseguro que aquella noche le monté una buena, pero ella lo negó. ¿Cómo se atrevió, después de que yo lo oyera todo?

—Si se imagina que así justifica cualquier ilusión que se haya hecho conmigo, se equivoca. Puede dejarme aquí si quiere. En caso contrario, me invita a una copa en el Hilton y adiós muy buenas. Algo suave, porque yo no bebo alcohol. He quedado y ya se me ha hecho tarde.

—Salimos un poquito de la ciudad, a un sitio que conozco. Por eso traigo el Fiat, ¿comprende? Los asientos delanteros se abaten. Estará cómoda.

—Deténgase ahora mismo o saco la cabeza por la ventana y pido socorro a gritos. No quiero sexo con usted. No me interesa el sexo. Mis intereses son otros, de hecho tengo un proyecto que cumplir. Le digo que frene.

Lise agarra el volante e intenta acercar el automóvil al arcén.

—Está bien, está bien —dice él, recuperando el dominio del coche, que ha virado un poco con la maniobra de Lise—. Está bien. La llevo al Hilton.

—Pues a mí no me parece el camino.

Delante de ellos, todos los semáforos están en rojo y, como el tráfico escasea en este amplio y oscuro bulevar de barrio residencial, Carlo aprovecha para tocarla. Lise saca la cabeza por la ventanilla y grita socorro.

Al fin, él dobla por un callejón en cuyo fondo se vislumbran las luces de dos pequeñas villas, más allá de las cuales el camino se convierte en un montón de piedras agrietadas. Carlo la besa y la abraza con todas sus fuerzas mientras ella le pega patadas y lucha por zafarse, balbuciendo su protesta.

Carlo se aparta para coger aire y dice:

—Ahora abatimos los asientos y lo hacemos como es debido.

Pero Lise, que ya ha saltado del coche, echa a correr en dirección a la verja de una de las casas, sin dejar de limpiarse la boca y de gritar.

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