El anticristo (6 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: El anticristo
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Éstas son las dos realidades fisiológicas sobre las cuales y de las cuales ha crecido la doctrina de la redención. La llamo un sublime ulterior desarrollo del hedonismo sobre bases completamente morbosas. Contiguo a éste, si bien con fuerte adición de vitalidad y fuerza nerviosa griega, está el epicureísmo, la doctrina pagana de la redención. Epicuro fue un decadente típico: yo fui el primero en reconocerle como tal. El miedo al dolor, hasta de lo que en el dolor hay de infinitamente pequeño, no puede fundar otra cosa que una religión del amor.

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Por anticipado he dado mi respuesta al problema. Su premisa es ésta: que el tipo del Redentor nos ha sido transmitido de un modo completamente desfigurado. Esta desfiguración tiene en sí mucha verosimilitud: semejante tipo no podía, por muchas razones, subsistir puro, entero. El ambiente en que se movió esta extraña figura debió dejar huellas en él, y aún más la historia, la índole de las primeras comunidades cristianas: esta índole, reaccionando sobre el tipo, lo enriqueció con rasgos que se deben interpretar como motivados por el proselitismo y con fines de propaganda. Aquel mundo extraño y enfermizo en que nos introducen los Evangelios, un mundo que parece salido de una novela rusa, en que los desechos de la sociedad, las enfermedades nerviosas y un pueril idiotismo parecen darse cita, debe en todo caso haber formado el tipo más grosero: particularmente los primeros discípulos traducen en su propia crudeza un ser ondulante constantemente entre símbolos y cosas incomprensibles, para poder comprender de ellos alguna cosa; para ellos, el tipo no existió hasta que pudo ser adaptado a otras formas más conocidas. El profeta, el Mesías, el futuro juez, el maestro de moral, el taumaturgo, Juan Bautista, fueron otras tantas ocasiones para hacer que variase el tipo...

Finalmente, no despreciemos lo que es propio de toda gran veneración, especialmente de una veneración sectaria; ésta borra en la criatura venerada los rasgos originales, a menudo penosamente extraños, y las idiosincrasias: ni los ve siquiera. Habría que lamentar que un Dostoyevsky no hubiera vivido cerca de este interesantísimo decadente, o sea un hombre que supiera sentir precisamente el encanto irresistible de semejante mezcla de sublimidad, de enfermedad y de puerilidad. Un último punto de vista: el tipo podría, en calidad de tipo de decadencia, haber sido efectivamente múltiple y contradictorio de modo particular: no se puede excluir totalmente tal posibilidad. Sin embargo, todo nos induce a negarla: precisamente en este caso la tradición debería ser notablemente fiel y objetiva; pero nosotros tenemos razón para admitir lo contrario de esto. Entretanto es manifiesta una contradicción entre el predicador de la montaña, del lago y de los campos, cuya aparición exige una especie de Buda sobre un terreno mucho menos indio, y aquel fanático del ataque, aquel enemigo mortal de los teólogos y de los sacerdotes, que la malignidad de Renan glorificó como
le grand maitre en ironie
. Yo mismo no dudo que una cantidad copiosa de bilis (y hasta de
esprit
) se haya vertido sobre el tipo del maestro por el estado de ánimo excitado de la propaganda cristiana: se conoce muy bien la falta de escrúpulos de todos los sectarios cuando hacen la propia apología partiendo de su maestro. Cuando la primera comunidad necesitó de un teólogo judicante, litigante, furioso, malignamente sutil, contra los teólogos, se creó su Dios según sus necesidades: y sin ambages puso en su boca aquellos conceptos totalmente no evangélicos de que no podía prescindir, los del retorno, del juicio final, de toda clase de expectaciones y promesas temporales...

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Insisto que no admito que se introduzca el fanático en el tipo del redentor: la palabra
impérieux
, de que se sirve Renan, ya basta por sí sola para anular el tipo. La buena nueva es precisamente ésta, que ya no hay contradicciones; el reino de los cielos pertenece a los niños; la fe que se hace sentir no es una fe conquistada, existe, es desde el principio, es, por decirlo así, una puerilidad referida al campo espiritual. El caso de la pubertad retrasada y no desarrollada, en el organismo, como lógica consecuencia de la degeneración, es familiar por lo menos a los fisiólogos.

Semejante fe no se encoleriza, no censura, no se defiende, no empuña la espada, no sospecha siquiera en qué medida podría un día dividir a los hombres. No se demuestra ni con los milagros, ni con premios, ni con promesas, y mucho menos con la escritura: ella misma es en todo momento su milagro, su premio, su demostración, su reino de Dios. Esta fe no se formula siquiera, vive y se guarda de las fórmulas. Ciertamente, el caso del ambiente, de la lengua, de la educación, determina cierto círculo de ideas: el cristianismo primitivo manipula únicamente ideas semiticojudaicas (el comer y beber en la Santa Cena forma parte de tales ideas; de esta idea abusó malamente la Iglesia, como de todo lo judaico). Pero cuidémonos de ver en esto más que un lenguaje figurado, una semiótica, una ocasión de crear símbolos. Para este antirrealista el hecho de que ninguna palabra fuera tomada a la letra era la condición preliminar para poder hablar en general. Entre los indios se habría servido de las ideas de Sankhyam, entre los chinos, de las de Laotse, sin encontrar diferencias entre éstas. Con una cierta tolerancia en la expresión, podríamos decir de Jesús que era un espíritu libre, rechazaba todo lo dogmático: la letra mata, todo lo que es dogmático mata. El concepto, la experiencia, la vida, como sólo él la conoce, se opone para él a toda especie de palabra, de fórmula, de ley, de fe, de dogma. Sólo habla de lo más entrañable: vida, o verdad, o luz son las palabras de que se sirve para indicar las cosas más intimas; todo lo demás, toda la realidad, toda la naturaleza, la lengua misma, sólo tiene, para él el valor de un signo, de un símbolo.

En este punto no debemos engañarnos, por grande que sea la seducción que existe en el prejuicio cristiano, o, mejor, eclesiástico: semejante simbolista por excelencia está fuera de toda religión, de toda idea de culto, de toda historia, de toda ciencia natural, de toda experiencia del mundo, de toda ciencia, de toda política, de toda psicología, de todos los libros y de todas las artes; su sabiduría consiste precisamente en que creer que existan cosas de este género es pura locura. La cultura no le es conocida ni de oídas, no tiene necesidad de luchar contra ella, no la niega... Lo mismo se puede decir del Estado, de toda organización y de la sociedad burguesa, del trabajo, de la guerra; no tuvo nunca motivo para negar el mundo, ni siquiera sospechó el concepto eclesiástico del mundo...; precisamente lo que no puede hacer es negar.

También falta la dialéctica, falta la idea de que una fe, una verdad, puede ser demostrada con argumentos (sus pruebas son luces internas, sentimientos internos de placer y afirmaciones internas de sí mismo, simples pruebas de Fuerza).

Semejante doctrina no puede ni siquiera contradecir; no comprende que haya otras doctrinas, que pueda haberlas: no sabe imaginar un criterio opuesto... Cuando lo encuentra se entristece, por íntima compasión, de la ceguera —porque ve la luz—, pero no hace objeciones.

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En toda la psicología del Evangelio falta el concepto de culpa y castigo y asimismo el de recompensa. El pecado, cualquier relación de distancia entre Dios y el hombre, es abolido; precisamente ésta es la buena nueva. La felicidad no es prometida, no está sujeta a condiciones, es la única realidad; lo demás son signos que sirven para hablar de ella...

La consecuencia de tal estado de ánimo se proyecta en una nueva práctica, en la verdadera práctica evangélica. Lo que distingue al cristiano no es una fe: el cristiano obra, se distingue, por otro modo de obrar. Se distingue en que no ofrece resistencia, ni con sus palabras ni con su corazón, a quien le hace daño; no hace diferencia entre extranjero y conciudadano, entre hebreos y no hebreos (el prójimo es realmente el compañero de fe, el hebreo); el que no se encoleriza contra nadie ni desprecia a nadie; el que no se deja ver en los tribunales ni reclama cosa alguna (no jurar); el que en ningún caso, ni siquiera cuando está demostrada la infidelidad de la mujer, se separa de su mujer. Todo esto, en el fondo es un solo principio, es consecuencia de un solo instinto.

La vida del redentor no fue otra cosa que esta práctica, su misma muerte no fue nada más... No tenía ya necesidad de fórmulas ni de ritos en sus relaciones para con Dios, ni siquiera de la oración. Quiso prescindir de toda la doctrina judaica, de la penitencia y de la reconciliación: sabe que únicamente la práctica de la vida es la que hace que el hombre se sienta divino, bienaventurado, evangélico, en todo tiempo hijo de Dios. No penitencia, no la “oración” para obtener el “perdón” son las vías que conducen a Dios: únicamente la práctica evangélica conduce a Dios, ¡ella es precisamente “Dios”!

Lo que suprimió el evangelio fue el judaísmo de las ideas de pecado, perdón de pecado, fe, salvación mediante la fe; toda la doctrina eclesiástica judía fue negada en la buena nueva.

El profundo instinto del modo como se debe vivir para sentirse en el cielo, para sentirse eterno, mientras que con toda otra actitud no se siente uno en el cielo: ésta únicamente es la realidad psicológica de la redención. Una nueva conducta, no una nueva fe...

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Si yo entiendo algo de este gran simbolista, es el hecho de que tomó como realidades, como verdades, únicamente las realidades interiores, que comprendió todo lo demás, todo lo que es natural: el tiempo, el espacio, la historia, como signos, como ocasiones para imágenes. La idea de hijo del hombre no es la de una persona concreta, perteneciente a la historia, algo de singular, de único, sino un hecho eterno, un símbolo psicológico separado de la noción de tiempo. Lo mismo puedo decir, y en el más alto sentido, del Dios de este simbolista típico, del reino de Dios, del reino de los cielos, de la cualidad de hijos de Dios. Nada menos cristiano que la crudeza de la Iglesia, que imagina un Dios como una persona, un reino de Dios que viene, un reino de los cielos puesto más allá, un hijo de Dios que es la segunda persona de la trinidad. Todo esto es —perdóneseme la expresión— un puñetazo en los ojos (¡oh, y sobre que ojos!) del Evangelio: un cinismo histórico mundial en la irrisión del símbolo... Y, sin embargo, es evidente lo indicado con los signos de padre y de hijo (no es evidente para todos, lo admito); con la palabra hijo se expresa la introducción en un sentimiento de transfiguración de todas las cosas (la beatitud); con la palabra padre se expresa este mismo sentimiento: el sentimiento de la eternidad y de la perfección. Me avergüenzo de pensar lo que la Iglesia ha hecho de este símbolo: ¿No ha puesto en el umbral de la fe cristiana una historia de Anfitrión? ¿Y no ha añadido un dogma de la inmaculada concepción? Pero de este modo ha maculado la concepción...

El reino de los cielos es un estado del corazón, no una cosa que advierte en la tierra o después de la muerte. Todo el concepto de la muerte natural falta en el Evangelio: la muerte no es un puente, un paso; falta porque es propia de un mundo completamente diverso, puramente aparente, útil sólo para fabricar signos con que expresarnos. La hora de la muerte no es un concepto cristiano: la hora, el tiempo, la vida física y sus crisis no existen para el maestro de la buena nueva... El reino de Dios no es cosa esperada: no tiene un ayer ni un mañana, no llegará dentro de mil años, es una esperanza de un corazón, está en todas partes y en ninguna...

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Este dulce mensajero murió como vivió, como enseñó, no para redimir a los hombres, sino para mostrar cómo se debe vivir. Lo que dejó como legado a la humanidad es una práctica: su actitud frente a los jueces, esbirros, acusadores y cualquier clase de calumnia y de escarnio, su actitud en la cruz. No resiste, no defiende su derecho, no da un paso para alejar de si la ruda suerte, antes por el contrario, la provoca... Y ruega, sufre, ama con aquello, en aquellos que hacen el mal... No defenderse, no indignarse, no atribuir responsabilidad... Pero igualmente no resistir al mal, amarlo...

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Sólo nosotros, espíritus libres, poseemos las condiciones necesarias para comprender una cosa que diecinueve siglos no han comprendido: aquella probidad convertida en instinto y pasión que hace la guerra a la santa mentira, aún más que a toda otra mentira... Se estaba infinitamente lejos de nuestra neutralidad amorosa y prudente, de aquella disciplina del espíritu que únicamente hace posible adivinar cosas tan extrañas a nosotros, tan delicadas: se quiere siempre, con desvergonzado egoísmo, ver en aquellas cosas únicamente el propio provecho; se ha fundado la Iglesia sobre lo contrario del Evangelio...

El que buscara indicios de este hecho, de que detrás del gran teatro de los mundos hay una divinidad irónica que maneja los hilos, no encontraría confirmación alguna en aquel prodigioso punto de interrogación que se llama cristianismo. En vano se busca una forma más grande de ironía en la historia mundial que ésta: que la humanidad se arrodilla ante lo contrario de lo que fue el origen, el sentido, el derecho del Evangelio; que en el concepto de Iglesia ha santificado precisamente lo que el dulce mensajero considera por bajo de sí, detrás de sí.

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Nuestra época blasona de su sentido histórico: ¿cómo ha podido imponerse el absurdo de que en los comienzos del cristianismo se encuentre la grosera fábula de un taumaturgo y de un redentor, y que todo el elemento espiritual y simbólico sea sólo un desarrollo más tardío? Y a la inversa, la historia del cristianismo —a partir de la muerte en la cruz— es la historia del error, cada vez más grosero, de un simbolismo originario. Con la difusión del cristianismo sobre masas aún más vastas, aún mas rudas, a las que les faltaban siempre las premisas de que el cristianismo partió, se hizo cada vez más necesario vulgarizar, barbarizar el cristianismo: éste absorbió en sí doctrinas y ritos de todos los cultos subterráneos del
imperium romanum
, los absurdos de todas las razones e imaginaciones enfermas. El destino del cristianismo consiste en la necesidad de que su fe se contaminara de esta enfermedad, se hiciera baja, vulgar, como enfermizas, bajas y vulgares eran las necesidades que se pretendía satisfacer con ella. Finalmente, la barbarie enfermiza se adicionó para formar el poder en calidad de Iglesia; de Iglesia, que es la forma de la enemistad formal contra toda probidad, contra toda alteza de ánima, contra toda disciplina del espíritu, contra toda generosa y buena humanidad. Los valores cristianos por una parte, los nobles por otra: ¡nosotros los primeros, nosotros espíritus libres, hemos restablecido este contraste de valores, el mayor que existe!

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