El anticristo (4 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: El anticristo
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El concepto cristiano de Dios —el Dios entendido como Dios de los enfermos, como araña, como espíritu— es uno de los conceptos más corrompidos de la divinidad que se han forjado sobre la tierra; quizá represente el nivel más bajo en la evolución descendente del tipo de los dioses. Dios, degenerado hasta ser la contradicción de la vida, en vez de ser su glorificación y su eterna afirmación. La hostilidad declarada a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vivir, en el concepto de Dios. Dios, convertido en fórmula de toda calumnia, de toda mentira del más allá. ¡La nada divinizada en Dios, la voluntad de la nada santificada!

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El hecho de que las razas fuertes de la Europa septentrional no hayan rechazado al Dios cristiano no hace honor verdaderamente a sus cualidades religiosas, para no hablar del buen gusto. Debieran haberse sacudido semejante aborto de la decadencia, enfermizo, decrépito. Pero como no se libraron de él, pesa sobre ellas, una maldición; acogieron en todos sus instintos la enfermedad, la vejez, la contradicción; desde entonces no crearon ya ningún Dios. ¡En casi dos milenios, ni un solo nuevo Dios! Pero, en cambio, sostuvieron siempre, como si existiera de derecho, como un
ultimum
y un
maximum
de la fuerza que crea los dioses, del
creator spiritus
en el hombre, este Dios, digno de compasión, del monótono teísmo cristiano. Esta híbrida creación de decadencia extraída del cero, que es concepto de contradicción, en la que todos los instintos de la decadencia, todas las vilezas y los tedios del alma encuentran su sanción.

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No desearía haber ofendido, con mi condenación del cristianismo, una religión afín, que ha prevalecido sobre el cristianismo por el número de los que la profesan: el budismo. Ambas están vinculadas entre sí como religiones nihilistas, son religiones de decadencia; pero se distinguen una de otra del modo más notable. Si hoy se pueden parangonar entre sí, es cosa de que el crítico del cristianismo está profundamente agradecido a los doctos indios.

El budismo es cien veces más realista que el cristianismo; tiene en su cuerpo la herencia de la posición objetiva y audaz de los problemas; viene después de un movimiento filosófico durante cientos de años; cuando llega, la idea de Dios está ya acabada. El budismo es la única religión realmente positivista que la historia nos muestra, aun en su teoría del conocimiento (un severo fenomenalismo); no habla ya de lucha contra el pecado, sino que, dando plena razón a la realidad, dice lucha contra el sufrir. Tiene —y esto le distingue profundamente del cristianismo— detrás de sí la automistificación de los conceptos morales; está, hablando en mi lenguaje, más allá del bien y del mal. Los dos hechos fisiológicos sobre los cuales se funda y que tiene presentes son: en primer lugar, una excesiva irritabilidad de la sensibilidad, que se manifiesta como refinada capacidad para el dolor; en segundo lugar, excesiva espiritualización, un vivir demasiado largo entre conceptos y procedimientos lógicos, por el cual el instinto de la persona ha quedado lesionado en provecho del instinto impersonal (ambos son estados de ánimo, que por lo menos algunos de mis lectores, los objetivos, conocerán por experiencia como los conozco yo). A base de estas condiciones fisiológicas se ha producido una depresión: ésta la combate Buda con la higiene. Contra la depresión, emplea la vida al aire libre, la vida errante; la sobriedad y la selección en los manjares; la prudencia ante los licores; igualmente la vigilancia contra todas las emociones que producen bilis y calentamiento de la sangre; ninguna preocupación, ni para sí ni para los demás. Reclama ideas que calmen y serenen, encuentra medios para desembarazarse de las ideas contrarias. Imagina la bondad, el ser bueno, como favorable a la salud. La oración es excluida, así como el ascetismo; nada de imperativos categóricos, ninguna constricción en general, ni siquiera en el seno de las comunidades conventuales (de las cuales se puede salir). Todos éstos fueron medios para fortalecer aquella excitabilidad demasiado grande. Precisamente por esto no exige ninguna lucha contra los que piensan de modo distinto; contra nada se defiende más su doctrina que contra el sentimiento de la venganza, de la aversión, del rencor (la enemistad no termina mediante la enemistad: éste es el conmovedor
retornello
de todo el budismo)... Y esto con razón: precisamente estas emociones serían totalmente malsanas con relación al fin dietético principal. El cansancio intelectual, que ha encontrado existente, y que se expresa en una demasiado grande objetividad (o sea, debilitamiento del interés individual, pérdida del centro de gravedad de egoísmo) es combatida por él refiriendo rigurosamente a la persona los intereses más espirituales. En la doctrina de Buda, el egoísmo se convierte en deber; la sentencia sólo es necesaria una cosa, la pregunta ¿cómo te librarás del sufrimiento?, regulan y circunscriben todo el régimen espiritual. (Quizá se deba recordar aquel ateniense que hizo igualmente guerra a la ciencia pura, Sócrates, que elevó también, en el reino de los problemas, el egoísmo personal al grado de moral.)

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Condición preliminar del budismo es un clima muy suave, una gran dulzura y liberalidad en las costumbres, la ausencia del militarismo, y el hecho de que el movimiento tenga su foco en las clases superiores y hasta en las clases doctas. Se quiere la serenidad, la calma, la ausencia de deseos como meta suprema, y se alcanza esta meta. El budismo no es una religión en que se aspire simplemente a la perfección: la perfección es el caso normal.

En el cristianismo aparecen ante todo los instintos de los sojuzgados y de los oprimidos; los estratos más bajos son los que buscan en él la salvación. En él la casuística del pecado, la crítica de sí mismo, la inquisición de la conciencia es ejercida como ocupación, como remedio contra el aburrimiento; sin cesar se mantiene vivo el afecto hacia un poderoso, llamado Dios (mediante la oración); lo más alto es considerado inaccesible, es tenido como don, como gracia. Falta también la publicidad; el escondite, el lugar oscuro, es cristiano. El cuerpo es despreciado, la higiene repudiada como sensualidad; la Iglesia se previene hasta contra la limpieza (la primera medida tomada por los cristianos en España después de la expulsión de los moriscos fue la clausura de los baños públicos, de los cuales sólo en Córdoba había unos doscientos setenta). Cristiano es un cierto sentido de la crueldad, contra sí mismo y contra los demás; el odio contra los infieles; la voluntad de persecución. Ante todo se cultivan las imágenes foscas y excitantes: los estados de ánimo más deseados, designados con los nombres más altos, los estados epileptoides: se practica la dieta para favorecer los estados morbosos y para sobrexcitar los nervios. Cristiana es la enemistad mortal hacia los poderosos de la tierra, hacia los nobles y, al mismo tiempo, una secreta concurrencia (se les deja el cuerpo, se quiere solamente el alma)... Cristiano es el odio contra el espíritu, contra la fiereza, contra el valor, contra la libertad, el libertinaje del espíritu; cristiano es el odio contra los sentidos, contra toda clase de goces.

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Cuando el cristianismo abandonó su primitivo terreno, es decir los estratos sociales más humildes, el “subsuelo” del mundo antiguo; cuando alcanzó poderío entre los pueblos bárbaros, no contó ya, como condición preliminar en su nuevo terreno, con hombres fatigados, sino con hombres interiormente salvajes que se destrozaban recíprocamente: el hombre fuerte, pero mal constituido. El descontento de sí propio, el sufrimiento de sí mismo, no es ya aquí como entre los budistas una excesiva excitabilidad y capacidad de dolor, sino, en cambio, más bien un deseo preponderante de desfogar la tensión interna en acciones e ideas hostiles. El cristianismo tuvo necesidad de conceptos y valores bárbaros para hacerse dueño de los bárbaros: tales son el sacrificio del primogénito, el beber sangre en la sagrada comunión, el desprecio del espíritu y de la cultura; el tormento en todas sus formas, corporal y espiritual; la gran pompa del culto. El budismo es una religión para hombres tardíos, para razas bonachonas, suaves, ultraespirituales, que sienten fácilmente el dolor (Europa no está todavía, ni mucho menos, madura para el budismo): es una reconducción de aquellas razas a la paz y a la serenidad, a la dieta en las cosas del espíritu, a un cierto endurecimiento en las cosas corporales. El cristianismo quiere dominar sobre animales de presa: su procedimiento es convertirlos en enfermos: el debilitamiento es la receta cristiana para la domesticación, para la civilización. El budismo es una religión encaminada al fin y estancamiento de la civilización, el cristianismo no encuentra aún la civilización ante sí; en circunstancias la crea.

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Digamos también que el budismo es cien veces más frío, más veraz, más objetivo. No tiene necesidad de hacer decentes sus sufrimientos, su capacidad de dolor, mediante la interpretación del pecado; dice simplemente lo que piensa: yo sufro. Para el bárbaro, en cambio, el sufrir no es nada de respetable en sí: precisamente tiene necesidad de una interpretación para confesarse a si mismo que sufre (su instinto le lleva más bien a negar el sufrimiento, a soportarlo en silencio). En este caso la palabra diablo fue un beneficio; de esta manera se consiguió un enemigo muy poderoso y temible, ya no hubo necesidad de avergonzarse de sufrir por tal enemigo.

El cristianismo posee en el fondo algunas sutilezas que pertenecen al Oriente. En primer lugar, sabe que es completamente igual que una cosa sea o no sea verdadera, y que lo que importa es la medida en que es creída verdadera. La verdad y la creencia en la verdad de una cosa son dos mandos de intereses completamente extraños el uno al otro, son casi dos mundos opuestos, se va del uno al otro por caminos profundamente diversos. Conocer esto forma casi la sabiduría en Oriente: así lo comprende el brahmán, así lo comprende Platón, y todos los discípulos de la ciencia esotérica. Si, por ejemplo, se encuentra alguna felicidad en creerse libres de pecado, como premisa de esto no es necesario que el hombre sea pecador, sino que se sienta pecador. Pero si sobre todo es necesaria en general una fe, se debe desacreditar la razón, la lógica, la especulación: el camino que conduce a la verdad es un camino ilícito.

Una gran esperanza es un estimulante de la vida mucho mayor que cualquier felicidad realmente experimentada. Hay que sostener a los que sufren con una esperanza que no pueda ser contradicha con ninguna realidad, que no pueda ser eliminada por el cumplimiento; mediante una esperanza en el más allá. (Precisamente a causa de ésta su idoneidad para sostener a los infelices, la esperanza fue considerada por los griegos como el mal de los males, como el mal verdaderamente pérfido: es el fondo de la caja de los males.) Para que sea posible el amor, Dios debe ser una persona; para que los instintos más bajos puedan tener voz, Dios debe ser joven. Ante todo hay que poner al fervor de las mujeres un santo que sea bello, al de los hombres a una María. Porque hay que establecer la premisa de que el cristianismo quiere dominar en un terreno en el que los cultos afrodisíacos o de Adonis han determinado el concepto del culto. La exigencia de la castidad refuerza la vehemencia y la profundidad del instinto religioso, hace que el culto sea más ardiente, más entusiasta, más lleno de alma.

El amor es el estado de ánimo en que el hombre ve con preferencia las cosas tal como éstas no son. En el amor, la fuerza de la ilusión ha llegado a culminar, así como aquella fuerza que suaviza y transfigura. En el amor se soporta más que en cualquier otro estado, se tolera todo. Se trataba de encontrar una religión en que se pudiera ser amado: con esto se está por encima de las peores vicisitudes de la vida, ya no se sienten. Esto por lo que se refiere a las tres virtudes cristianas: fe, esperanza y amor: yo las llamo las tres habilidades cristianas. El budismo es demasiado tardío, demasiado positivista, para ser tenido como sabio en esta forma.

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Aquí estudio sólo el problema del nacimiento del cristianismo. La primera proposición para resolverlo es ésta: el cristianismo sólo se puede comprender partiendo del terreno en que ha crecido; no es un movimiento contrario al instinto judaico; por el contrario, es su consecuencia lógica, es una ulterior conclusión en la terrible lógica de aquel instinto. En la fórmula del Redentor: La salvación viene de los hebreos.

La segunda proposición es ésta: el tipo psicológico del Galileo es aún reconocible, pero sólo en su completa degeneración (que es al mismo tiempo una mutilación y una enorme adición de rasgos extranjeros), pudo servir para lo que estaba destinado, o sea para dar el tipo de un redentor de la humanidad.

Los hebreos son el pueblo. más extraordinario en la historia del mundo, porque, colocados ante el problema de ser o no ser, con conciencia totalmente admirable prefirieron el ser a toda costa; y esta costa fue la falsificación radical de toda la naturaleza, de toda naturaleza, de toda realidad, de todo el mundo interior, así como de todo el mundo exterior. Trazaron un límite contra todas las condiciones en las cuales hasta ahora un pueblo podía y debía vivir, se crearon para su uso propio un concepto opuesto de condiciones naturales, invirtieron sucesivamente la religión, el culto, la moral, la historia, la psicología, de un. modo irremediable, haciendo de él la “contraposición de sus valores naturales". Nosotros encontramos una vez más el mismo fenómeno y en proporciones enormemente mayores, pero sólo todavía como una copia: la Iglesia cristiana carece, frente al pueblo de los santos, de cualquier pretensión a la originalidad. Precisamente por esto, los hebreos son el pueblo más fatal de la historia del mundo: con sus ulteriores efectos hicieron de tal manera falsa a la humanidad, que aún hoy el cristiano puede tener sentimientos antijudaicos sin comprender que él es la "última consecuencia del judaísmo”.

En mi
Genealogía de la moral
he adoptado por primera vez, psicológicamente, el concepto de contraste entre una moral noble y una moral de rencor, de las cuales la segunda nace del “no” dicho a la primera: pero ésta es completamente la moral judío-cristiana. Para poder decir no a todo lo que constituye el movimiento ascendente de la vida, la buena constitución, el poder, la belleza, la afirmación de sí mismo sobre la tierra, el instinto de rencor, hecho aquí numen, tuvo que inventar otro mundo, partiendo del cual aquella afirmación de la vida aparecía como el mal, como la cosa más reprobable en sí. Desde el punto de vista psicológico, el pueblo judío es un pueblo que manifiesta una fuerza vital tenacísima, y que, colocado en una situación imposible, toma voluntariamente, por la más profunda habilidad del instinto de conservación, el partido de todos los instintos de la decadencia, no ya dejándose dominar por ellos, sino habiendo adivinado en ellos una fuerza con la cual se puede desarrollar contra el mundo. Los hebreos son lo opuesto a todos los decadentes: tuvieron que sostener el partido de los decadentes hasta dar la ilusión, y con un non plus ultra del genio histriónico supieron colocarse en el vértice de todos los movimiento de decadencia (en calidad del cristianismo de Pablo), para crear de sí algo más fuerte que un partido cualquiera que afirmase la vida. Para aquella especie de hombres que en el judaísmo y en el cristianismo llegó al poder, la decadencia es una forma sacerdotal, es sólo un medio: esta especie de hombres tiene un interés vital en hacer que la humanidad enferme y en invertir, en sentido peligroso para la vida y calumniador para el mundo, los conceptos de bien y mal, verdadero y falso.

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