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Authors: Alejandro Riveiro

Tags: #Ciencia ficción

Ecos de un futuro distante: Rebelión (3 page)

BOOK: Ecos de un futuro distante: Rebelión
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—El mariscal sólo busca lo mejor para el pueblo, querido. —Dijo con voz tierna.

—Ese viejo loco sólo busca guerra que sacie sus ansías de poder —sentenció firmemente Hans.

—Puede que sea viejo. Pero tiempo atrás fue muy apreciado por tu padre y tal vez debieras escuchar los consejos que te da.

—No, no conduciré a mi pueblo de nuevo a la muerte.

—Tú no fuiste el culpable, cariño —susurraba Alha, mientras acariciaba suavemente la mejilla de Hans— ni aunque todo el regimiento del Imperio hubiera estado presente aquel día se hubiera podido evitar. Ni siquiera tú eras el regente.

—Sólo los cobardes se lanzan a la guerra…

—Entonces, crees que Yahfrad era un cobarde, ¿no es así?

—No, no. —Respondió contrariado.—. Fue un héroe, como todos los demás.

Se quedó mudo, se dio cuenta de la contradicción en la que caía una y otra vez, pero la conversación no prosiguió. Alha sabía que las decisiones debían ser tomadas por su marido y ella no podía presionarle.

Y así, suavemente, Hans terminó sumiéndose en la placidez de un sueño que sintió más necesario que nunca. La propia ciudad parecía dormir cada noche a pesar de su gigantesco tamaño, cuando, a excepción de apenas unos pocos colegiales y las fuerzas del orden, que velaban por la seguridad del pueblo ante posibles amenazas externas, todo el mundo se encontraba en sus hogares. El emperador se durmió albergando la secreta esperanza de que el nuevo día estuviera lleno de calma.

Pero, una alarma sonando a lo lejos en algún lugar de la dormida ciudad, le sacó de su cama poco antes de que el primer sol comenzase a despuntar en el horizonte. Sorprendido y asustado, el emperador saltó de su cama. Era el sistema de alerta civil. Una amplia red de sirenas que tenía por función alertar a toda la población de un riesgo inminente.

Miles de imágenes acudieron a su cabeza al tiempo que intentaba ocultar su desasosiego.

Alha abrió los ojos sobresaltada por la reacción de su marido y aquel lejano, pero estridente sonido. Le miró, y aunque pausado, escuchaba la sirena. Se acercó a su marido, y le rodeó con sus brazos:

—No te preocupes, debe ser algún altercado en la ciudad baja. Quizá la policía haya tenido que intervenir porque alguien esté causando problemas…

—Espero que sea eso. —Respondió nerviosamente Hans.—. Pero, estoy seguro de que son problemas muy serios. Si no, no sonaría la alarma de población civil. Debo ir al centro de mando, querida. —Y acariciando las manos de su mujer mientras la miraba fijamente a los ojos, dijo— prométeme que tu y Dirhel os pondréis a salvo, no me perdonaría que os pasase algo…

El amanecer comenzaba a romper en las frías calles de Antaria. La ciudad era un lugar demasiado urbanizado, carente de toda belleza arquitectónica y terriblemente monótona. Los edificios se caracterizaban mayoritariamente por sus tonalidades principalmente grises y una elevada altura. Parecía más bien un campo de gigantescas agujas metálicas que una ciudad tal y como la entendían otros imperios humanos. Aquel compuesto metálico hacía lo posible por atrapar la mayor cantidad de calor. Y es que era el décimo primer planeta de un sistema solar doble, presidido por Garaia y Hnaws, dos enanas blancas casi gemelas en forma y tamaño que irradiaban gran cantidad de luz, pero calentaban tímidamente su superficie. Por ello, la temperatura oscilaba, generalmente, entre los quince grados bajo cero y los treintaicinco en la época más calurosa. Pese a todo, el clima era generosamente húmedo. Sin duda, debido a los procesos químicos a los que muchos planetas eran sometidos antes de su colonización. En invierno abundaban las nevadas y en verano las lluvias. Sólo en algunos días al año se sobrepasaban los treinta grados y se disfrutaba de un cielo completamente despejado.

Ahrz comenzaba a desperezarse cuando los primeros rayos de luz irradiaban su habitación. Era un hombre de mediana edad, algo más joven que el emperador. Acababa de cumplir los cuarenta años. A pesar de su gran altura, era de complexión delgada. Tenía cabellos largos de color castaño y ojos marrones. Vivía cerca de la plaza central de la ciudad, pero pese a su buena situación económica trabajaba en las minas de cristal. Desde siempre había tenido una vida bastante cómoda y optó por aquella profesión simplemente por seguir los pasos de su padre y sus antepasados. Sin embargo, desde pequeño soñaba con poder volar a las estrellas, combatir por el Imperio y defender a los suyos. Y aunque en ocasiones tenía dudas sobre el emperador, del que pensaba que no era demasiado beligerante, le profesaba una profunda admiración. Recordaba muy vagamente la Batalla de Antaria, ya que, afortunadamente, se decía a sí mismo, tan sólo tenía diez años. Por ello, no guardaba ningún recuerdo desagradable de la misma. Su familia no se había dedicado nunca al ejército, así que fueron ajenos a la tragedia. En ese sentido, se sentía afortunado. Sabía que eran muchos los que de una forma u otra perdieron a sus seres queridos en aquel momento.

Se vistió con su habitual mono de trabajo, pese a que ya nadie en las minas utilizase el material directamente. Era algo que estaba reservado a las máquinas. La función de Ahrz era la de certificar que todo lo extraído era auténtico cristal puro, por lo que su tarea era dedicarse a supervisar el funcionamiento de aquellos robots y asegurarse del buen estado de toda la maquinaria. Mientras se preparaba el desayuno a base de leche y café, alimentos milenarios que el hombre consumía desde mucho antes de su colonización del espacio, se sobresaltó al oír unos fuertes impactos. Sin dudarlo, se asomó a la ventana del salón de su piso. Era modesto, supervisado por un ordenador central, el HSR 4200, que hacía las funciones típicas de la domótica moderna controlando la seguridad de las ventanas, el cerrado y apertura de puertas, y por supuesto, reparaba automáticamente todos los aparatos electrónicos del inmueble.

El hombre se sorprendió al descubrir que aquellos ruidos que no había logrado identificar provenían del final de su calle. La fortuna de vivir en un décimo piso le permitía contemplar con relativa facilidad la escena. Había un gran grupo de gente corriendo calle arriba, como si algo les hubiera aterrorizado. Pero lo más llamativo era que varios de ellos eran parte de la policía de la ciudad. Algo raro pasaba, y como sospechaba, obtuvo su respuesta rápidamente cuando instantes después pudo ver a una persona alta que corría enérgicamente mientras empuñaba una pistola de plasma. No daba crédito a lo que veía. En toda la ciudad estaba prohibida la entrada de armas y el uso de ellas entre civiles. Tras una breve pausa, al prestar más atención, percibió que la alarma de alerta civil llevaba ya un largo rato sonando. De alguna manera, había conseguido ignorar aquel sonido. Pero allí no aparecía nadie: ejército, policía, absolutamente nadie. Sólo aquél grupo de pobres desalmados que corrían intentando evadir una muerte casi segura. Decidió que aquello no iba con él y lo mejor que podía hacer era irse a su puesto de trabajo antes de que aquél lunático le viera y le hiciese una cabeza nueva. O que se retrasase y su jefe se encargase de hacer lo mismo. Bajó al portal de su casa y se subió en la nave de carga que en ocasiones pilotaba él mismo entre la mina y el almacén de cristal de la ciudad. Era su medio de transporte hasta allí; la propia Antaria Crystals lo facilitaba, y aunque no era especialmente veloz, era cómodo y seguro. Lo encendió, subió lentamente a la atmósfera de la ciudad hasta el nivel autorizado, y emprendió su viaje junto a otros trabajadores de las minas, haciendo así lo que cada día significaba el lento despertar de una metrópolis de más de cuatrocientos millones de habitantes.

La mina de cristal no estaba demasiado alejada de su ciudad, a poco más de ochocientos kilómetros. Apenas media hora de viaje que transcurrió sin ningún tipo de sorpresa. La fina capa de nieve congelada que rodeaba el exterior de la ciudad aquí era mucho más gruesa. Lentamente, descendió hasta la entrada de la mina, pero algo le llamó la atención: todos sus compañeros estaban en la puerta de la misma con aspecto muy triste. Algunos sonrieron tímidamente al verle:

—De modo que estás aquí, tú por lo menos pareces haber sobrevivido. —Dijo uno de ellos.

—¿Sobrevivido?, ¿de qué estás hablando? —preguntó inquieto.

—¿No lo has oído?, las noticias dicen que ha habido una fuerte explosión en el centro de la ciudad. Varios edificios se han desplomado y parece que hay muchas bajas… ha sido horrible. Hommz no ha venido todavía y… —las lágrimas embargaron sus ojos.—. Vosotros dos sois los únicos que vivís en aquella zona de la ciudad.

Ahrz entró en shock. No eran solamente Hommz y él, también toda la gente anónima que vivía allí.

—¿Qué ha dicho el emperador?

—Nada, —dijo otro.— simplemente están investigando lo sucedido y dirán algo cuando tengan más noticias. Aunque varios testigos decían que habían visto cuatro o cinco naves de batalla, volando por debajo de la altura de los sensores aéreos, atacaron varios edificios y desaparecieron…

—Pero si estamos en paz… —puntualizó Ahrz— ¿cómo no han detectado las naves enemigas?

—No eran enemigas, eran naves del imperio. —Añadió de nuevo uno de los desconocidos.

En aquel momento, el silencio se rompió suavemente. Era una nave de transporte, como delataba su silueta rectangular. No había duda, Hommz estaba a salvo. Era un hombre joven, un crío realmente, de apenas veinticinco años. En cuanto puso los pies sobre tierra sus compañeros se abalanzaron sobre él haciéndole todo tipo de preguntas ininteligibles.

Pero una fuerte explosión a varios kilómetros de ellos les dejó mudos. Se miraron confusos, y de repente se hizo el silencio. Allí, desafiante, a varios kilómetros de distancia, casi de frente, flotaba en la atmósfera un destructor imperial con todo el armamento desplegado. Ahrz se quedó petrificado, era la primera vez que veía una nave de guerra tan de cerca. Miró a sus compañeros, parecían tan asustados como él. De repente, la turbina de plasma de la nave comenzó a rugir. Estaba preparando un nuevo impacto. El grupo no parecía capaz de reaccionar. Sabían que si el objetivo era destruir la mina no tendrían salvación. No tuvieron tiempo de pensar, cuando un proyectil de plasma salió disparado desde la nave, y pasó rugiendo sobre sus cabezas a mucha altura. El objetivo no era la mina, ni mucho menos ellos. Hommz siguió el camino del proyectil con su vista hasta que desapareció entre las montañas al otro extremo, a varios kilómetros de distancia sucedió una nueva explosión.

—Están destruyendo nuestras defensas… —dijo Ahrz—. Pero, esa nave es de nuestro Imperio…

—Sí, como las que han atacado Antaria… —replicó otro.—. Deberíamos entrar en el edificio antes de que nos vean y decidan acabar con nosotros.

—Será lo mejor. —Dijo Hommz—. Ya he visto suficiente dolor por hoy. Esperemos que esa nave desaparezca. —Y como si la nave atendiera a sus deseos, lentamente comenzó a desplazarse al sur. El chico añadió, lacónico—. Va a continuar con su rastro de destrucción.

El grupo entró en las instalaciones de la mina, aunque llamarla así era un eufemismo si se comparaban con las ancestrales minas de carbón y hierro del planeta Tierra, ya que éstas eran edificios de diez plantas con una entrada al subsuelo, donde únicamente se enviaban a los robots a realizar la extracción y subir el material a la superficie. Una vez allí, la tarea del personal humano era asegurar la perfección del cristal que luego sería usado en infinidad de tareas, desde la construcción hasta la investigación. Pero nadie tenía en mente su trabajo:

—Me pregunto qué diablos está haciendo el emperador. Quién sabe si hay más de esas naves destruyendo nuestras defensas… —dijo Ahrz.

—Sea lo que sea, no tiene buena pinta… Deberíamos volver a la ciudad y ayudar en lo que sea posible, ¿no creéis? —añadió otro.

—Quizá sí, pero propongo que aguardemos a que mejoren las cosas, no me gustaría ser una diana volante para quien quiera que sea el enemigo. Ya ha habido suficientes daños como para aumentarlos…

Y mientras sus compañeros hablaban, Ahrz cerró los ojos al tiempo que frotaba suavemente sus manos para calentarlas. Por lo que había entendido, se había salvado de lo sucedido en la ciudad por sólo unos minutos. Estaba confuso, no entendía por qué el emperador no había ordenado ya que aquellas naves que estaban atacando a su propio planeta fueran interceptadas. Sin duda alguna, tenía que haber un buen motivo para que no lo hubiera hecho…

El grupo se sobresaltaba de vez en cuando al oír nuevas explosiones. A juzgar por el escándalo, debían llegado más naves para continuar con la destrucción de defensas. Pero ninguno de ellos se sintió con valor suficiente para salir a comprobarlo.

En Antaria reinaba un profundo caos. Poca gente era consciente de lo que estaba sucediendo. Algunos decían haber oído disparos en el centro de la ciudad, mientras otros aseguraban haber visto las naves que poco después atacarían varios edificios. Lo que no se sabía fuera de la ciudad, es que estaban centrándose en almacenes de metal, cristal y hidrógeno pesado del planeta, así como edificios muy importantes en los que mucha gente se reunía para divertirse y pasar un buen rato tras las duras jornadas laborales. Ni siquiera los civiles habían escapado al caos, ya que también se había atacado a edificios residenciales. No quedaba ni rastro de ellos, tan solo amasijos de metal y cristal. Podía haber miles de muertos bajo esos escombros; cuántos exactamente no se sabría hasta mucho tiempo después.

Khanam era un científico aventajado. Cercano a los ciento diez años, de estatura media y complexión normal, cabello no excesivamente corto, muy poblado por las canas que todavía dejaban entrever su color negro original. De mirada inteligente y muy observador, era considerado por muchos un sabio. Trabajó a las órdenes del Imperio en su afanosa tarea por mejorar las comunicaciones entre todas las colonias. No contento con ello, participó en la construcción de la base lunar en el satélite; en resumen, había tenido una vida profesional repleta de éxitos. Aquel día, estaba preparándose para una expedición, el laboratorio de investigación le había pedido que se desplazase hasta Ghadea, la colonia más grande después de Antaria, en el cercano sistema de Spreal, vecina de Doburie. Una vez allí, debería ayudar al equipo de investigación en una importante mejora en la tecnología de energía que podría suponer un gran avance para el proyecto de terraformación de planetas, que comenzaba a enquistarse.

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