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Authors: Alejandro Riveiro

Tags: #Ciencia ficción

Ecos de un futuro distante: Rebelión (2 page)

BOOK: Ecos de un futuro distante: Rebelión
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Pero aquel, no era el destino que le aguardaba. Aquellos sueños juveniles, aquellos ideales, estaban a punto de sufrir un durísimo revés. Tan sólo dos años después de que Yahfrad y Ereid ingresasen en el ejército, la violencia llamó a las puertas de Antaria.

Llegó sin aviso, quizá incluso sin provocación previa, si es que se creía lo que decía su padre. Pero lo que sí era cierto, es que en aquella aciaga noche. En sólo una hora, su vida dio un giro de trescientos sesenta grados. Antaria fue objeto de una de las batallas más encarnizadas que se habían visto en aquel sector de la galaxia en cientos de años. Aquella masacre, en la que el atacante, por algún extraño motivo, se conformó con destruir la flota del Imperio allí establecida, se llevó por delante la vida de sus dos amigos. Yahfrad y Ereid habían muerto.

Se maldijo en silencio, mientras sus lágrimas caían sobre el frío del balcón de mármol. Se maldijo, porque aquel instinto, aquel mal augurio que atravesó su mente dos años atrás, se había cumplido.

¿Cómo podía ser un buen emperador si no era capaz de proteger ni a sus más queridos amigos?

Hablando del emperador. ¿Por qué su padre no había dado la orden de retirada antes? Aquello, a sus ojos, sólo le confirmaba lo que ya sabía desde hacía tiempo. Su padre era un hombre de guerra. Y la Batalla de Antaria, como se llamó, se llevó por delante la vida de muchos soldados, pero ninguno al que le pudiera o quisiera poner nombre. Para su hijo, era una historia completamente diferente. Si ya aborrecía la guerra, aquella terrible noche le hizo odiarla todavía más. La única vez que la había visto con sus propios ojos, le había arrebatado a sus amigos. Lo único que le quedaba querido junto a su padre. No quería saber nada de imperios y leyes. Lo único que quería, era desaparecer.

Pero el destino es cruel, y no estaba dispuesto a darle tregua, porque, cuando él, el hijo del emperador, pensaba que ya nada podía ir peor, descubrió, aquella misma noche, algo que le había pasado inadvertido fruto de su creciente odio hacia su progenitor: Donan se estaba muriendo. Su padre era víctima de la misma misteriosa enfermedad que, años antes, se había llevado por delante la vida de su madre.

En una sola noche, su mundo se vino abajo. Pasó de ser el inocente hijo del emperador, a ser el heredero de un trono cuyo gobernante estaba a punto de fallecer. Era como si la realidad, aquella que tanto había querido negar, le despertase con un certero puñetazo en la cara. De repente, se volvió frágil. La alegría dio paso a la tristeza, a una enorme tristeza. Y con ella, poco a poco aquella inocencia fue desapareciendo.

Por mucho que no quisiese, el hijo del emperador tenía que aceptar que había llegado la realidad que durante años le había atormentado: Se había quedado solo en el mundo, con un imperio sobre sus hombros… Había llegado el momento de Hans.

Capítulo I
Un amanecer oscuro

Hans miraba ausente la ciudad que yacía a sus pies, lejos del Palacio Imperial. Era un hombre que acababa de rebasar la barrera de los cincuenta años, en la flor de su vida. De estatura mediana, cabello corto completamente negro, y unos ojos azules que no lograban ocultar la profunda tristeza que le acompañaba desde aquella distante, pero todavía fatídica noche. Contemplaba como las naves de carga iban de aquí para allá, comunicando los almacenes con las minas. Distantes minas que había visto tiempo atrás, cuando de pequeño, su padre, conocido por el pueblo como emperador Borghent, le enseñaba las maravillas de su tierra natal. Antaria era un planeta próspero en el sistema de Doburie, en la galaxia de Arhan, cerca de uno de los brazos de la misma, o por lo menos eso era lo que decían sus científicos… Poco le importaban las cuestiones astronómicas al emperador Brandhal, como le conocía el pueblo. Estaba sumido en sus pensamientos más terrenales. Estaba deprimido; habían pasado treinta años desde el fallecimiento de Donan, y ahora todo el peso del Imperio recaía sobre sus hombros. Nunca quiso aceptar aquella responsabilidad. Desde pequeño había ansiado poder ser una persona humilde que pudiera vivir en la Ciudad Baja, como uno más. Habia llegado a odiar el Palacio Imperial, construido muchos siglos antes, y en el que se tomaban todas las decisiones del Imperio. La noche comenzaba a caer, y el bello atardecer del sistema solar doble se teñía de negro en su mente cada vez que se dibujaba en el horizonte aquella luna. Aquel astro que durante varios días quedó oculto al planeta por culpa de la batalla más salvaje que nunca vieran sus ojos… Todavía hoy no lo entendía, se preguntaba por qué, treinta años atrás, el Imperio Tarshtan atacó de una forma tan brutal la capital de Ilstram.

Todavía podía recordar con pavor el brillo de las bombas de plasma cayendo sobre las defensas del planeta, ocultas en las montañas lejos de la ciudad para que la vida fuera lo más cívica posible.

De repente, unos pasos en el vacío balcón de mármol le despertaron de su letargo:

—¿Otra vez perdido en tus recuerdos, querido?

Era Alha, su bella mujer. Tenía una preciosa melena rizada de color castaño que caía grácil hasta media espalda, y una delicada figura que resultaba tremendamente atractiva bajo la menguante luz del atardecer. A sus atrayentes ojos de tonalidad marrón había que sumarle su gusto por vestir con prendas de la antigua Grecia clásica. Prendas de una época que había tenido lugar incontables milenios de años atrás, cuando la primitiva Humanidad vivía únicamente en el planeta Tierra, muchos miles de años antes de que el Hombre comenzara la colonización del espacio:

—Esa maldita batalla… —susurraba Hans—. No consigo quitármela de la cabeza… Treinta años y sigue retumbando dentro de mí.

—Deberías aprender a olvidar, querido. El dolor que aprisiona tu corazón jamás se irá si tú no permites que te abandone.

—Nunca lo olvidaré. Todavía lo recuerdo como si fuera ayer. Estaba cerca de este balcón… cuando salí la batalla ya había comenzado y mi padre estaba aquí… —y se quedó callado.

Alha sabía perfectamente que su marido estaba de nuevo rememorando aquella terrible noche. Ella jamás llegó a vivirla, en aquella época vivía en Kharnassos, una de las colonias del Imperio, y siendo niña vino a la capital con sus padres en busca de una vida mejor. Su padre encontró un trabajo digno en las minas de metal, donde trabajaba la gran mayoría de la población.

No hubo declaración de guerra, ni aviso previo. Las fuerzas del Imperio Tarsthan aparecieron sin que nadie pudiera hacer nada. Algunas de las tropas ya habían sido detectadas, pero tras cientos de años de paz y prosperidad, en la que las guerras se libraban en otros Imperios, las tropas de su padre estaban dispersas ayudando a las colonias a mejorar el nivel de vida de los habitantes, estableciendo una red comercial con la capital para aumentar los beneficios de todo el reino, y, en mayor medida, en los límites del Imperio inmersos en diferentes conflictos regionales. Sea como fuere, las tropas estacionadas en Antaria salieron a la defensa del planeta. Desde hacía siglos; era una norma asentada incluso entre los muchos atacantes del universo respetar a los civiles de cualquier planeta, por lo que las ciudades casi siempre estaban a salvo, pero, ¿cómo saberlo ante un ataque tan inesperado? Había imperios muy sanguinarios, por todos conocidos y controlados. Ellos mismos no hacían nada por ocultar su naturaleza. Basaban su poder en el miedo que infundaban.

Los cañones de defensa terrestre comenzaron a zumbar en el aire. Al principio pasaron desapercibidos; la mayoría de la gente estaba durmiendo tranquilamente en sus casas y Hans no era la excepción. Apenas acababa de cumplir su vigésimo aniversario, y por su condición social no había sido forzado a elegir entre las minas o el ejército, a diferencia de sus amigos Yahfrad y Ereid. Sólo unos pocos afortunados podían optar por la investigación y las ciencias; los menos preparados intelectualmente solían hacerse cargo de los servicios, con la excepción del transporte de material científico, que también era ejecutado por el ejército. Por ello, hombres, como aquellos que perdieron la vida en aquella noche, eligieron las fuerzas militares. Estaban orgullosos de poder defender a su Imperio, aunque secretamente albergaban la esperanza de no tener que entrar en combate. No en vano, elegían Antaria por sus cientos de años de paz. Todavía recordaba cómo comenzó su pesadilla. Aquel sobresalto cuando un cañón lejano, en las montañas, a varios kilómetros de la ciudad, lanzó un proyectil que rasgó el aire hasta abandonar la atmósfera del planeta. Fue entonces cuando supo que algo no marchaba bien. Salió corriendo a su balcón, y ahí comenzó la pesadilla que durante los próximos treinta años se reproduciría constantemente en su mente… La reconstrucción fue lenta y muy dolorosa. Todos habían perdido seres queridos de una u otra forma en aquella nefasta batalla. Pero había que seguir adelante. Los científicos decidieron que había llegado el momento de intentar utilizar la base lunar del satélite de Antaria con el de poder controlar mucho mejor los movimientos enemigos. Allí fabricaron el primer prototipo de Sensor Nadralt, que les permitiría detectar un ataque con muchas horas de antelación. Sobre la batalla, Alha no recordaba mucho más que las palabras de su marido. Sabía que el Imperio Tarshtan jamás declaró la guerra, nunca asumió la responsabilidad de aquel ataque, y declaró que había sido producto de un hecho aislado y de un comandante que coordinó un ataque contra el rival equivocado. Se presentaron disculpas oficiales, pero no hubo nada más… Unos no querían remover más en algo tan doloroso, y otros no querían involucrarse en una nueva guerra en otro frente.

De vuelta en el presente, Hans seguía sumido en sus pensamientos. Estaba apoyado en la barandilla del balcón de mármol. Allí, sus emociones le traicionaron dejando brotar lágrimas desde sus ojos, que caían frías sobre el suelo, cuando oyó una voz:

—Emperador, la red comercial ha sido saboteada…

Era la cavernosa voz del mariscal Ghrast, un hombre curtido en el viejo e intemporal arte de la guerra que durante su adultez sirvió brillantemente a Donan. Ahora era un anciano cerca ya del siglo y medio de vida. Conservaba su vigor, aunque su poblado y largo cabello gris y sus profundos ojos negros dejaban entrever que aquella persona había vivido mucho más de lo que uno alcanzaba a imaginar. Después de largos años de servicio fue ascendido a consejero y se mantuvo retirado de la vida militar, pero retuvo su condición de mariscal y la posibilidad de asumir de nuevo el mando del Ejército de Ilstram si el emperador lo considerase necesario:

—Sospechamos que haya podido ser algún grupo terrorista, —prosiguió— pero parecen demasiado organizados.

Hans se irguió pesadamente, mientras trataba de disimular inútilmente las lágrimas que momentos antes habían aflorado en su rostro:

—¿Hay… bajas? —la voz era grave, pausada. Hans odiaba pensar en víctimas, pero, quizá fruto de las numerosas charlas que su padre le había dado sobre la materia, no pudo evitar que su cabeza pensase a toda velocidad quién podía estar interesado en volver a hacer daño a los habitantes de su reino.

—No. Tan sólo mercancía robada y un fuerte bloqueo con cruceros y naves menores de guerra. Creo que el ejército debería tomar parte, si me lo permite —dijo el viejo mariscal.

—No enviaré a mis soldados a lo desconocido, ni a una muerte segura. —Respondió cortantemente.

—Tal vez… —el mariscal comenzó a hablar con una voz renovada, vigorosa. En lo más profundo de su ser respetaba a Hans, era el hijo de su admirado emperador, pero despreciaba su cobardía y su miedo. Secretamente, disfrutaba cada vez que podía sentirse superior a él— prefiere quedarse aquí sentado mientras nuestros planetas se ven amenazados por el enemigo.

—¿Acaso estamos en guerra y no he sido informado de ello?

—No. Pero…

—Si no hay guerra, no hay enemigo. —Interrumpió Hans—. Enviad una tropa de reconocimiento desde la colonia más cercana, romped el bloqueo e informadme.

Sin añadir nada más, se levantó y abandonó la estancia, dejando al viejo mariscal en ella:

—Ese pobre diablo… —pensó Ghrast— si tuviera la décima parte de la valía que tenía su padre sería un emperador aceptable. Pero es tan cobarde… el pueblo debería poder elegir a un emperador que les convenza. Quizá…

Y con paso fatigoso, se acercó al balcón. A diferencia de Hans, al anciano le encantaba apreciar la belleza de la luna de Antaria. En las noches más luminosas podía verse con unos prismáticos la base lunar en la que participó durante su construcción. Se había convertido en el símbolo del progreso que el Imperio obtuvo pese al duro mazazo que supuso ser atacado en plena paz. Desde pequeños, los niños en los colegios aprendían que eran poco frecuentes los planetas que tenían una luna habitable. Algo común al ancestral y legendario planeta Tierra. Sin embargo, se decía que en el planeta madre no quedaba nada; que aquella luna había sido destruida durante una cruel batalla. El auge científico vino de la mano de la creación del sensor Nadralt que podía detectar movimientos de flotas amigas y enemigas a grandes distancias. Aunque necesitaba una enorme cantidad de hidrógeno pesado diariamente para funcionar, se proporcionaba desde Antaria gracias a la próspera red comercial que también comunicaba todas las colonias entre sí en apenas unas pocas horas. También se utilizaba para transportar víveres y alimentos para la comunidad científica allí asentada. Treinta años atrás, muchos habían asociado el no poder ver el astro tras aquella batalla con algo doloroso. Pero para él, seguía siendo un satélite como otro cualquiera. Quizá porque en su mente, siendo niño, había superado el frío y doloroso trance de tratar a las personas como meros números. Estadísticas sin nombre ni rostro. Cuatrocientas treinta y cinco mil bajas. Ésas fueron las vidas que se perdieron en la Batalla de Antaria. Y así estaba bien en la mente del anciano. Sin tener que asignar a cada uno su nombre…

Hans atravesó el Palacio Presidencial hacia su habitación. No quería escuchar a aquel viejo demente al que respetaba pero no apreciaba. Creía que tenía una sed inagotable de guerra y que no aceptaría una solución pacífica. Pero, la realidad era que no había conflictos alrededor de sus colonias, y que el Imperio atravesaba un periodo de paz absoluta. Era evidente que ese sabotaje podía ser interpretado de muchas maneras. Tal vez, simplemente fueran algunos sindicalistas solicitando mejoras de empleo para los trabajadores en las minas de algún planeta perdido. Podía interpretarse de mil maneras sin tener que recurrir a las suposiciones bélicas. A lo mejor, en lo más profundo de sí, le asustaba enfrentarse a una posible batalla o una guerra. Había perdido demasiada gente querida en la última, y nunca olvidaría los horrores que vivió en las jornadas siguientes. Dado que no hubo supervivientes los daños en la población fueron irreversibles. Muchas familias perdieron a sus padres, maridos o hijos, y las oleadas de suicidios se sucedieron en la ciudad. Fueron los días más oscuros de la historia reciente del Imperio de Ilstram. Sin mencionar el cese completo de la llegada de inmigrantes y una emigración masiva que redujo en casi la tercera parte la población de la megalópolis. En su interior, albergaba la esperanza de no tener que proteger a su pueblo. Las dudas crecían en lo más profundo de sí y sentía temor a decepcionarlos. Era absurdo pensar en que Antaria pudiera ser atacada de nuevo. Gracias a aquella terrible noche comenzó una carrera científica sin parangón. Se creó el sensor Nadralt, que comenzaba a ser común entre los grandes imperios, y que generó una inmensa riqueza para su pueblo. Además, sus científicos a lo largo de todas las colonias habían trabajado muy duro en un proceso de terraformación que mejoraba al empleado durante la creación de la base lunar; siendo capaz de adaptar el terreno elegido en el satélite para poder albergar una estación completa para cualquier equipo científico. Sin embargo, todavía no se había llegado a un prototipo completamente funcional. Todo eso sin contar con los avances en todos los campos de la ciencia y el estudio profundo y avanzado de la tecnología de gravitación. Una vez en su habitación, el emperador se recostó sobre su cama. Buscaba una respuesta que calmara su dolorido espíritu y que le permitiera no pensar en un posible conflicto armado. Entonces, apareció Alha. En ocasiones era como una sombra silenciosa. Sabía a la perfección cuándo la necesitaba su marido. Se había acostumbrado a los lujos de los que disponía una emperatriz pero sin olvidar su condición social primordial:

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