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Authors: Alejandro Riveiro

Tags: #Ciencia ficción

Ecos de un futuro distante: Rebelión (10 page)

BOOK: Ecos de un futuro distante: Rebelión
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—Gracias, mi señor, con su permiso. Volvemos a la luna.

Pese a que la batalla había tenido lugar en una zona bastante alejada de la ciudad. Alguien la había visto con sus propios ojos en la lejanía. Era Khanam, que casualmente estaba realizando una pequeña travesía en aquella sección del planeta, mientras se preparaba para recoger a su hija Nahia y emprender el viaje a Ghadea. Había sido una mañana muy dura; con demasiados sobresaltos para su gusto. Y sobre todo, con impresiones muy fuertes, al asistir a la destrucción parcial de la ciudad por parte de unos incivilizados que todo lo que intentaban era sembrar el terror entre la población…

—Y ahora, Ghadea —se dijo para sí mismo—. Espero que las cosas allí estén mucho más tranquilas. Ojalá que cuando volvamos a Antaria todo se haya arreglado. Confío en el emperador aunque no sea tan brillante como lo fue su padre —prosiguió el viejo científico.

Se sabía de carrerilla los datos científicos de aquella colonia que pronto visitaría. Pero sin duda, lo que más le fascinaba, era la belleza del planeta. Gracias a su posición rebosaba vida. Era el quinto planeta de su sistema solar, y eso le confería un clima húmedo y suave, muy diferente al de la gélida Antaria. En Ghadea, sólo en los lugares más altos del planeta era posible ver nieve; mientras que la capital del Imperio durante gran parte del año podía considerarse una auténtica estepa blanca. El científico necesitaba irse, poder relajarse allí, mientras pensaba en qué harían Nahia y él con aquella familia a la que su hija había ayudado y que ahora se habían quedado en la calle. A fin de cuentas no podrían quedarse en su casa por toda la eternidad.

Por su parte, Hans, de repente, recordó que uno de los científicos iba a decirle algo sobre Ghadea. Estaba demasiado centrado todavía en Antaria, pero no quería que por olvido se le escapase información importante:

—¿Qué era lo que ibas a decirme antes respecto a la flota de Ghadea? —preguntó de nuevo el emperador al científico.

—¿La flota? —preguntó pensativo— ah sí, señor, ya recuerdo… Los datos de los sensores nos hacen dudar de que realmente haya desaparecido. Lo que es evidente es que nadie nos ha atacado en aquella colonia. Los trucos de magia no existen y nuestras naves no han podido evaporarse, así que sospechamos que junto a lo sucedido en Antaria, alguien está intentando destruir nuestro imperio desde dentro. Algo nos hace pensar en que las naves fueron saboteadas…

—Entonces no sería sólo una persona. —Dijo Hans—. Piensa en lo que dices. Una flota de varios miles de naves saboteada. Hacen falta varias personas para ello. ¿Me equivoco?

—En realidad, señor, nuestra tecnología de espionaje nos permite incapacitar los sistemas de comunicación de ciertas naves, tanto amigas como enemigas. Una sola persona con una base científica adecuada y los conocimientos suficientes podría hacerlo sin demasiados problemas.

—Entiendo —dijo Hans— seguid entonces con lo que os he ordenado antes. Quizá haya alguna conexión entre lo que ha sucedido en Ghadea y aquí.

Alha se acercó a Miyana, su nueva amiga, que había permanecido sentada durante todo aquel tiempo sin decir ni una sola palabra. Trataba de asimilar entre qué clase de personas estaba y quién le había salvado la vida en las calles de la ciudad:

—¿Qué voy a hacer? —dijo Miyana—. No quiero ser una carga para vosotros. Parece que tenéis vuestros propios problemas que atender.

—No te preocupes. De eso se encargará mi marido…

Y como si le hubiese leído la mente a su esposa en ese mismo momento, dijo:

—Alha, mañana partimos a Ghadea.

—¿A Ghadea? ¿Por qué?

Antes de oir aquella frase, por algún motivo, la mujer supuso que diría algo relacionado con Miyana:

—Aquí se está cociendo algo y quiero saber qué es. Las comunicaciones desde allí llegan tarde y cortadas. Sea lo que sea no puede ser bueno —dijo mientras en su cara se dibujaba preocupación.

—Pero, ¿no crees que es un poco precipitado, querido? Además… —y en ese momento miró a su amiga—. ¿Qué hará Miyana? Está embarazada, no podemos llevarla con nosotros.

—Si lo deseas, puede quedarse en el Palacio mientras estemos fuera. Estando embarazada quizá le agrade poder jugar con los niños que a veces van al jardín. Así podrá anticiparse a lo que sentirá como madre. Además, Dirhel está más que capacitada para ayudarla en lo que pueda precisar.

Miyana era una mujer que pese a todo lo que se le había venido encima aquel día, tras la pérdida de su marido, mostraba una entereza fuera de toda duda. Sus ojos dejaban entrever una inteligencia y una cautela que pocas personas debían tener en Antaria. Hans podía notar que aquella mujer era absolutamente inofensiva, y no podía evitar simpatizar con su tragedia. Estaría bien en su hogar, y ellos tendrían tiempo para buscarle un nuevo alojamiento a ella y a su futuro hijo. En ningún caso el emperador iba a dejarla de lado, de eso estaba completamente seguro:

—Señor —dijo uno de los científicos— por el momento no tenemos indicios que puedan ayudarnos a identificar al enemigo…

—No os preocupéis, seguid trabajando. Cuando tengáis noticias, comunicádnoslas.

En realidad, el emperador estaba deseando que Magdrot llegase para charlar con él y agradecerle lo que sus hombres habían hecho. Después regresaría a la urbe para descansar y preparar un viaje que aún a sabiendas de que lo hacía a ciegas, le apasionaba.

Durante unos minutos reinó el silencio en la estancia. Parecía que todo se había dicho en aquel momento. Aunque quizá era más correcto decir que cada uno estaba ensimismado en sus pensamientos. Hans pensaba en Ghadea, en ver el que secretamente era uno de los planetas preferidos de su Imperio. Por otro lado, Alha seguía ensoñada imaginando la vida en la Tierra, imaginando las noches en la antigua Grecia observando la Luna y preguntándose que sentían aquellos hombres al ver aquel frío y desconocido astro danzando entre las estrellas. ¿Quizá sentían terror?, ¿miedo?, quién sabe…

Miyana, por contra, se preguntaba que le deparaban los días venideros y sobre todo, qué encontraría en el Palacio. No podía creerlo. Iba a residir temporalmente en el mismo lugar que los emperadores de Ilstram y, paradójicamente, una terrible sensación de humildad la invadía por completo. Emocionalmente seguía destrozada, no alcanzaba a imaginar un mundo sin su marido. Pero había sido tal el torbellino de sensaciones que había experimentado aquel día, que realmente no había tenido tiempo para pensar en él. Aquella reflexión hizo que, por un momento, se sintiera como un monstruo. Había perdido a su esposo sólo unas horas antes, y horas después se había visto pensando en el futuro como si nunca hubiese existido. Sus lágrimas comenzaron a brotar silenciosamente, e intentó disimularlo torpemente con la manga de la chaqueta que llevaba, tapándose el rostro. Había perdido mucho aquella mañana, pero había encontrado tanto, que parecía que alguien la hubiese aislado expresamente de aquel inmenso dolor y la hubiese puesto en una especie de paraíso. Sin embargo, la realidad no perdona, y acababa de caer sobre ella como una pesada manta de plomo que la impedía razonar.

Pasaron muchos pensamientos por su mente, de repente, sin darse cuenta, se vio a ella misma en un jardín que no alcanzaba a recordar haber visto nunca antes:

—¿Crees que estará bien? —preguntó Mijuhn.

—¿Quién?

—Papá, claro. —Miyana no había hablado con su hijo sobre su padre. Tenía sólo seis años, pero casi desde su nacimiento se le había declarado superdotado y su inteligencia había quedado patente desde el primer año de vida.

—S… sí, supongo que sí…

—¿Dónde está? —preguntó de nuevo el niño, señalando el cielo.—. ¿Está ahí?

—Hay tantas estrellas en el cielo que sería imposible decirte donde está…

—¿Está en una estrella? —Mijuhn se encontraba confuso— pero, ¿no podemos vivir sólo en planetas y satélites?

—Sí, claro que sí. Pero muchas de esas estrellas tienen planetas y satélites girando a su alrededor.

—Entonces, ¿papá está en La Tierra?, ¿se puede ver desde aquí?

—La Tierra… —Miyana no pudo evitar pensar en Alha. Era irónico, la había conocido seis años atrás y una de las primeras cosas de la que la oyó hablar fue aquel planeta, la madre de la Humanidad; y de su sueño por verla—. Nadie sabe donde está en realidad.

—Mi profesora es tonta. Le he preguntado esta mañana dónde estaba y me ha dicho que no existía.

—Bueno… —dijo ella, poniéndose muy tierna, mientras rodeaba a su hijo entre sus brazos— los adultos a veces decimos cosas raras.

—Háblame más de la Tierra, ¿por qué nos fuimos de allí?

—Es difícil de explicar, ha pasado muchísimo tiempo. Hubo muchas guerras y nosotros mismos destruimos nuestro hogar. Pero a la vez hizo que pudiésemos conocer otros planetas, otras razas, y que ahora tantos milenios después, tú y yo estemos aquí viendo el cielo de Antaria.

—Destruimos nuestro hogar… ¿entonces no existe?

—Nadie lo sabe con certeza. La historia parece decir que sí que existe, aunque nada puede vivir allí. Pero los científicos y algunos historiadores dicen que desapareció de su sistema solar.

—¿Y… y si papá se fue a encontrar La Tierra? —dijo el pequeño con una sonrisa.

—Papá no, pero… él sí irá pronto. —Dijo enigmáticamente.

Y de la misma manera abrupta que empezó, todo terminó. Intentó entender qué había sido aquello. Se sentía como si hubiese estado presenciando una escena en la que ella no podía controlar sus acciones. La mujer volvió a la realidad cuando vio a Magdrot y sus hombres entrar en la sala. Fue muy efusivo, todos se abrazaron, se felicitaron mutuamente y se congratularon por el éxito de la misión. No se habían producido bajas, pero quedaba un largo camino por delante; al menos, ése era el sentimiento generalizado. Todavía quedaba algo que para Hans resultaría muy tedioso: hablar ante el pueblo para tratar de explicar lo ocurrido… ¿Cómo calmar a tantas personas que estaban padeciendo un dolor insoportable desde la mañana de una jornada ya nefasta? Al emperador le hubiera gustado recordar cómo reaccionó su padre tras la Batalla de Antaria, pero su propio dolor por los seres queridos a los que había perdido le apartaron de prestar atención a nada que no fuera él mismo. Perder a Yahfrad, Ereid y los demás fue demasiado doloroso:

—Quiero darte las gracias en nombre del Imperio, coronel.

—Siempre al servicio de Ilstram, mi señor —dijo Magdrot, cuadrándose ante su emperador.

—Pasado mañana, mi esposa y yo partiremos a Ghadea, no creo que aquí vaya a repetirse nada. Pero tengo la sensación de que sucede algo y no me gustaría estar demasiado lejos como para no poder hacer nada. Me gustaría que o bien nos acompañaras en el viaje o bien te quedases aquí para dirigir a las tropas en caso de un hipotético ataque. Dispondrías de carta blanca para tomar todas las medidas necesarias.

—La verdad es que no sé qué decir… —dijo Magdrot sorprendido— pero si voy, ¿quién se haría cargo?

—El mariscal —respondió Hans— es un hombre muy curtido en batalla, sirvió a mi padre durante muchos años…

—¿Me permite meditar la decisión y comunicársela mañana?

—Sí, por supuesto. Ahora si nos disculpas, mi mujer y yo regresamos ya al planeta. Todavía tenemos cosas que hacer allí y necesito descansar un poco antes de partir. Cuando hayas tomado una decisión, no dudes en hacérmela llegar, sea la que sea no me sentiré decepcionado.

Tras aquellas palabras, Hans, Alha y Miyana se encaminaron a la capital. De regreso a megalópolis todavía herida de muerte en lo más profundo de su ser: su población… Ya en la nave, de vuelta en la línea comercial, uno de los súbditos de Hans se comunicó con él desde Palacio:

—Señor, no quisiera amargarle el viaje, pero tengo que pedirles que sean muy cautos con su seguridad. Los ánimos están muy caldeados… hay mucha violencia en las calles.

—Dile al mariscal que prepare una escolta para protegernos.

—Entendido.

Rompiendo el silencio, Miyana dijo:

—¿Qué voy a hacer yo mientras no estéis?

Alha la miró, mientras pensaba en cuáles eran las ideas de su marido al respecto. Sosegadamente, dijo:

—Creo que por ahora lo mejor es, simplemente, que te acostumbres a tu nueva situación. En el Palacio tendrás todo tipo de ayuda, psicológica también si es necesario, para superar el dolor de la pérdida de tu marido…

—Gracias… —dijo ella— no sé como podré agradecéroslo. Estáis haciendo tanto por mí…

—No te preocupes —la interrumpió Hans— ya tendrás tiempo de hacerlo. Ahora lo que más me preocupa es lo que nos aguarda en la ciudad. Violencia… ¿alguien recuerda cuántos años hace que no había problemas de este tipo en Antaria? —se sumió inevitablemente en sus pensamientos, de vuelta a cuando era un niño…

La sociedad había avanzado tanto desde la primitiva Humanidad que apenas se recordaba lo que era la violencia física. Las grandes guerras se libraban en el espacio, lejos de la gente. Eran pocos los desafortunados, o agraciados, según se mirase, que habían llegado a versarse en combate cuerpo a cuerpo. Estaba casi seguro de que nunca había visto un tumulto, pero sin embargo, aquello, fuera lo que fuese, estaba sacudiendo los cimientos de Antaria. Había enfrentamientos en la ciudad y a buen seguro la gente pediría responsabilidades al emperador.

Si algo odiaba sobre todas las cosas, era tener que pronunciar discursos ante su pueblo. No porque no le gustase, si no porque siempre se ponía nervioso en el momento de hacerlo. Y el hecho de añadirle que el siguiente tendría que ser improvisado le hacía sentirse realmente incómodo. ¿Qué esperaba el pueblo de él en un momento así? ¿qué palabras decir? ¿qué prometer?… Y sobre todo, qué hacer cuando ya le habían avisado que había serios problemas para su seguridad física.

Afortunadamente, la llegada al planeta fue tranquila. Nadie esperaba que Miyana, Alha y Hans llegasen en un transporte normal y corriente de la vía comercial. Rápidamente fueron escoltados hasta el Palacio. Allí, en la entrada, les aguardaba el mariscal.

—Ahí vuelve, taciturno. Como si huyera del pueblo al que gobierna. Saludemos al «gran» emperador de Ilstram —dijo con notable ironía y en un tono abiertamente desafiante—. Bravo guerrero que en una mañana tan triste luchó por defendernos del invasor…

—Todavía estoy a tiempo de relevarte de tu cargo. Eras muy apreciado por mi padre, pero te aseguro que respeto por ti mengua tan rápido como crece tu desprecio… «mariscal» —apostilló Hans de una manera extremadamente cortante.

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