Drácula (51 page)

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Authors: Bram Stoker

Tags: #Clásico, Fantástico, Terror

BOOK: Drácula
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Entonces, comenzó a frotarse los labios, como para evitar la contaminación.

Mientras narraba su terrible historia, el cielo, al oriente, comenzó a iluminarse, y todos los detalles de la habitación fueron apareciendo con mayor claridad. Harker permanecía inmóvil y en silencio, pero en su rostro, conforme el terrible relato avanzaba, apareció una expresión grisácea que fue profundizándose a medida que se hacía más clara la luz del día; cuando el resplandor rojizo del amanecer se intensificó, su piel resaltaba, muy oscura, contra sus cabellos, que se le iban poniendo blancos.

Hemos tomado disposiciones para permanecer siempre uno de nosotros atento al llamado de la infeliz pareja, hasta que podamos reunirnos todos y dispongamos todo lo necesario para entrar en acción. Estoy seguro de que el sol no se elevará hoy sobre ninguna casa que esté más sumida en la tristeza que ésta.

XXII
Del diario de Jonathan Harker

3 de octubre.
Tengo que hacer algo, si no quiero volverme loco; por eso estoy escribiendo en este diario. Son ahora las seis de la mañana, y tenemos que reunirnos en el estudio dentro de media hora, para comer algo, puesto que el doctor Seward y el profesor van Helsing están de acuerdo en que si no comemos nada no estaremos en condiciones de hacer nuestro mejor trabajo. Dios sabe que hoy necesitaremos dar lo mejor de cada uno de nosotros. Tengo que continuar escribiendo, cueste lo que cueste, ya que no puedo detenerme a pensar. Todo, los pequeños detalles tanto como los grandes, debe quedar asentado; quizá los detalles insignificantes serán los que nos sirvan más, después. Las enseñanzas, buenas o malas, no podrán habernos hecho mayor daño a Mina y a mí que el que estamos sufriendo hoy. Sin embargo, debemos tener esperanza y confianza. La pobre Mina me acaba de decir hace un momento, con las lágrimas corriéndole por sus adoradas mejillas, que es en la adversidad y la desgracia cuando debemos demostrar nuestra fe… Que debemos seguir teniendo confianza, y que Dios nos ayudará hasta el fin. ¡El fin! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué fin…? ¡A trabajar! ¡A trabajar!

Cuando el doctor van Helsing y el doctor Seward regresaron de su visita al pobre Renfield, discutimos gravemente lo que era preciso hacer. Primeramente, el doctor Seward nos dijo que cuando él y el doctor van Helsing habían descendido a la habitación del piso inferior, habían encontrado a Renfield tendido en el suelo. Tenía el rostro todo magullado y aplastado y los huesos de la nariz rotos.

El doctor Seward le preguntó al asistente que se encontraba de servicio en el pasillo si había oído algo. El asistente le dijo que se había sentado y estaba semidormido, cuando oyó fuertes voces en la habitación del paciente y a Renfield que gritaba con fuerza varias veces: «¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!». Después de eso, oyó el ruido de una caída y, cuando entró en la habitación, lo encontró tendido en el suelo, con el rostro contra el suelo, tal y como el doctor lo había visto. Van Helsing le preguntó si había oído «voces» o «una sola voz» y el asistente dijo que no estaba seguro de ello; que al principio le había parecido que eran dos, pero que, puesto que solamente había una persona en la habitación, tuvo que ser una sola. Podía jurarlo, si fuera necesario, que la palabra pronunciada por el paciente había sido «¡Dios!».. El doctor Seward nos dijo, cuando estuvimos solos, que no deseaba entrar en detalles sobre ese asunto; era preciso tener en cuenta la posibilidad de una encuesta, y no contribuiría en nada a demostrar la verdad, puesto que nadie sería capaz de creerla. En tales circunstancias, pensaba que, de acuerdo con las declaraciones del asistente, podría extender un certificado de defunción por accidente, debido a una caída de su cama. En caso de que el forense lo exigiera, habría una encuesta que conduciría exactamente al mismo resultado.

Cuando comenzamos a discutir lo relativo a cuál debería ser nuestro siguiente paso, lo primero de todo que decidimos era que Mina debía gozar de entera confianza y estar al corriente de todo; que nada, absolutamente nada, por horrible o doloroso que fuera, debería ocultársele. Ella misma estuvo de acuerdo en cuanto a la conveniencia de tal medida, y era una verdadera lástima verla tan valerosa y, al mismo tiempo, tan llena de dolor y de desesperación.

—No deben ocultarme nada —dijo—. Desafortunadamente ya me han ocultado demasiadas cosas. Además, no hay nada en el mundo que pueda causarme ya un dolor mayor que el que he tenido que soportar…, ¡que todavía estoy sufriendo! ¡Sea lo que sea lo que suceda, significará para mí un consuelo y una renovación de mis esperanzas!

Van Helsing la estaba mirando fijamente, mientras hablaba, y dijo, repentinamente, aunque con suavidad:

—Pero, querida señora Mina, ¿no tiene usted miedo, si no por usted, al menos por los demás, después de lo que ha pasado?

El rostro de Mina se endureció, pero sus ojos brillaron con la misma devoción de una mártir, cuando respondió:

—¡No! ¡Mi mente se ha acostumbrado ya a la idea!

—¿A qué idea? —preguntó el profesor suavemente, mientras permanecíamos todos inmóviles, ya que todos nosotros, cada uno a su manera, teníamos una ligera idea de lo que deseaba decir.

Su respuesta fue dada con toda sencillez, como si estuviera simplemente constatando un hecho seguro:

—Porque si encuentro en mí (y voy a vigilarme con todo cuidado) algún signo de que pueda ser causa de daños para alguien a quien amo, ¡debo morir!

—¿Se matará usted misma? —preguntó van Helsing, con voz ronca.

—Lo haré, si no hay ningún amigo que desee salvarme, evitándome ese dolor y ese esfuerzo desesperado.

Mina miró al profesor gravemente, al tiempo que hablaba. Van Helsing estaba sentado, pero de pronto se puso en pie, se acercó a ella y, poniéndole suavemente la mano sobre la cabeza, declaró solemnemente:

—Amiga mía, hay alguien que estaría dispuesto a hacerlo si fuera por su bien. Puesto que yo mismo estaría dispuesto a responder de un acto semejante ante Dios, si la eutanasia para usted, incluso en este mismo momento, fuera lo mejor, resultara necesaria. Pero, querida señora…

Durante un momento pareció ser víctima de un choque emocional y un enorme sollozo fue ahogado en su garganta; tragó saliva y continuó:

—Hay aquí varias personas que se levantarían entre usted y la muerte. No debe usted morir de ninguna manera, y menos todavía por su propia mano. En tanto el otro, que ha intoxicado la dulzura de su vida, no haya muerto, no debe usted tampoco morir; porque si existe él todavía entre los muertos vivos, la muerte de usted la convertiría exactamente en lo mismo que es él. ¡No! ¡Debe usted vivir! Debe luchar y esforzarse por vivir, ya que la muerte sería un horror indecible. Debe usted luchar contra la muerte, tanto si le llega a usted en medio de la tristeza o de la alegría; de día o de noche; a salvo o en peligro. ¡Por la salvación de su alma le ruego que no muera y que ni siquiera piense en la muerte, en tanto ese monstruo no haya dejado de existir!

Mi pobre y adorada esposa se puso pálida como un cadáver y se estremeció violentamente, como había visto que se estremecían las arenas movedizas cuando alguien caía entre ellas. Todos guardábamos silencio; nada podíamos hacer. Finalmente, Mina se calmó un poco, se volvió hacia el profesor y dijo con dulzura, aunque con una infinita tristeza, mientras el doctor van Helsing le tomaba la mano:

—Le prometo, amigo mío, que si Dios permite que siga viviendo, yo me esforzaré en hacerlo, hasta que, si es su voluntad, este horror haya concluido para mí.

Ante tan buena y valerosa actitud, todos sentimos que nuestros corazones se fortalecían, disponiéndonos a trabajar y a soportarlo todo por ella. Y comenzamos a deliberar sobre qué era lo que debíamos hacer. Le dije a Mina que tenía que guardar todos los documentos en la caja fuerte y todos los papeles, diarios o cilindros de fonógrafo que pudiéramos utilizar más adelante, y que debería encargarse de tenerlo todo en orden, como lo había hecho antes, Vi que le agradaba la perspectiva de tener algo que hacer… si el verbo «agradar» puede emplearse, con relación a un asunto tan horrendo.

Como de costumbre, van Helsing nos había tomado la delantera a todos, y estaba preparado con un plan exacto para nuestro trabajo.

—Es quizá muy conveniente el hecho de que cuando visitamos Carfax decidiéramos no tocar las cajas de tierra que allí había —dijo—. Si lo hubiéramos hecho, el conde podría adivinar cuáles eran nuestras intenciones y, sin duda alguna, hubiera tomado las disposiciones pertinentes, de antemano, para frustrar un esfuerzo semejante en lo que respecta a las otras cajas, pero, ahora, no conoce nuestras intenciones.

Además, con toda probabilidad no sabe que tenemos el poder de esterilizar sus refugios, de tal modo que no pueda volver a utilizarlos. Hemos avanzado tanto en nuestros conocimientos sobre la disposición de esas cajas, que cuando hayamos visitado la casa de Piccadilly, podremos seguir el rastro a las últimas de las cajas. Por consiguiente, el día de hoy es nuestro, y en él reposan nuestras esperanzas. El sol que se eleva sobre nosotros, en medio de nuestra tristeza, nos guía en su curso. Hasta que se ponga el astro rey, esta noche, el monstruo deberá conservar la forma que ahora tiene. Está confinado en las limitaciones de su envoltura terrestre. No puede convertirse en aire, ni desaparecer, pasando por agujeros, orificios, rendijas ni grietas. Para pasar por una puerta, tiene que abrirla, como todos los mortales. Por consiguiente, tenemos que encontrar en este día todos sus refugios, para esterilizarlos. Entonces, si todavía no lo hemos atrapado y destruido, tendremos que hacerlo caer en alguna trampa, en algún lugar en el que su captura y aniquilación resulten seguras, en tiempo apropiado.

En ese momento me puse en pie, debido a que no me era posible contenerme al pensar que los segundos y los minutos que estaban cargados con la vida preciosa de mi adorada Mina y con su felicidad, estaban pasando, puesto que mientras hablábamos, era imposible que emprendiéramos ninguna acción. Pero van Helsing levantó una mano, conteniéndome.

—No, amigo Jonathan —me dijo—. En este caso, el camino más rápido para llegar a casa es el más largo, como dicen ustedes. Tendremos que actuar todos, con una rapidez desesperada, cuando llegue el momento de hacerlo. Pero creo que la clave de todo este asunto se encuentra, con toda probabilidad, en su casa de Piccadilly. El conde debe haber adquirido varias casas, y debemos tener de todas ellas las facturas de compra, las llaves y diversas otras cosas. Tendrá papel en que escribir y su libreta de cheques. Hay muchas cosas que debe tener en alguna parte y, ¿por qué no en ese lugar central, tan tranquilo, al que puede entrar o del que puede salir, por delante o por detrás, en todo momento, de tal modo que en medio del intenso tráfico, no haya nadie que se fije siquiera en él? Debemos ir allá y registrar esa casa y, cuando sepamos lo que contiene, haremos lo que nuestro amigo Arthur diría, refiriéndose a la caza: «detendremos las tierras», para perseguir a nuestro viejo zorro. ¿Les parece bien?

—¡Entonces, vamos inmediatamente! —grité—. ¡Estamos perdiendo un tiempo que nos es precioso!

El profesor no se movió, sino que se limitó a decir:

—¿Y cómo vamos a poder entrar a esa casa de Piccadilly?

—¡De cualquier modo! —exclamé—. Por efracción, si es necesario.

—Y la policía de ustedes, ¿dónde estará y qué dirá?

Estaba desesperado, pero sabía que, si esperaba, tenía una buena razón para hacerlo. Por consiguiente, dije, con toda la calma de que fui capaz:

—No espere más de lo que sea estrictamente necesario. Estoy seguro de que se da perfectamente cuenta de la tortura a que estoy siendo sometido.

—¡Puede estar seguro de ello, amigo mío! Y créame que no tengo ningún deseo de añadir todavía mas sufrimiento al que ya está soportando. Pero tenemos que pensar antes de actuar, hasta el momento en que todo el mundo esté en movimiento. Entonces llegará el momento oportuno para entrar en acción. He reflexionado mucho, y me parece que el modo más simple es el mejor de todos. Deseamos entrar a la casa, pero no tenemos llave. ¿No es así?

Asentí.

—Supongamos ahora que usted fuera realmente el dueño de la casa, que hubiera perdido la llave y que no tuviera conciencia de delincuente, puesto que estaría en su derecho… ¿Qué haría?

—Buscaría a un respetable cerrajero, y lo pondría a trabajar, para que me franqueara la entrada.

—Pero, la policía intervendría, ¿no es así?

—¡No! No intervendría, sabiendo que el cerrajero estaba trabajando para el dueño de la casa.

—Entonces —me miró fijamente, al tiempo que continuaba—, todo lo que estará en duda es la conciencia y la opinión de la policía en cuanto a si es el propietario quien recurrió al cerrajero y la opinión de la policía en cuanto a si el artesano está trabajando o no de acuerdo con las leyes. Su policía debe estar compuesta de hombres cuidadosos e inteligentes, extraordinariamente inteligentes para leer el corazón humano, si es que han de estar seguros de lo que deben hacer. No, no, amigo Jonathan, puede usted ir a abrir las cerraduras de un centenar de casas vacías en su Londres o en cualquier ciudad del mundo, y si lo hace de tal modo que parezca correcto, nadie intervendrá en absoluto. He leído algo sobre un caballero que tenía una hermosa casa en Londres y cuando fue a pasar los meses del verano en Suiza, dejando su casa cerrada, un delincuente rompió una de las ventanas de la parte posterior y entró. Luego se dirigió al frente, abrió las ventanas, levantó las persianas y salió por la puerta principal, ante los mismos ojos de la policía. A continuación, hizo una pública subasta en la casa, la anunció en todos los periódicos y, cuando llegó el día establecido, vendió todas las posesiones del caballero que se encontraba fuera. Luego, fue a ver a un constructor y le vendió la casa, estableciendo el acuerdo de que debería derribarla y retirar todos los escombros antes de una fecha determinada. Tanto la policía como el resto de las autoridades inglesas lo ayudaron todo lo que pudieron. Cuando el verdadero propietario regresó de Suiza encontró solamente un solar vacío en el lugar en que había estado su casa. Ese delito fue llevado a cabo en régle, y nuestro trabajo debe llevarse a cabo también en régle. No debemos ir tan temprano que los policías sospechen de nuestros actos; por el contrario, debemos ir después de las diez de la mañana, cuando haya muchos agentes en torno nuestro, y nos comportaremos como si fuéramos realmente los propietarios de la casa.

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