Dios Vuelve en Una Harley (11 page)

BOOK: Dios Vuelve en Una Harley
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Por una vez en mi vida, experimentaba algo genuino, sin trampa ni cartón. Y lo más increíble era que no había dolor. ¡Qué maravilla! El amor, el amor verdadero, no duele. De repente, me sentí desbordada por mi propia identidad. Me invadió un amor magnánimo por mí misma. No importaba qué aspecto tenía o qué conseguía en la vida, ¡ME QUERÍA A MÍ MISMA! Por primera vez.

Por fin.

Dirigí otra vez mi mirada a Joe para compartir aquel descubrimiento fantástico, pero ya no estaba allí. Se había esfumado, supuse. Me levanté del sofá como en trance y, en cierto modo, lo estaba. Las misteriosas idas y venidas de Joe no me inquietaban lo más mínimo. Me acerqué hasta el espejo de la pared y vi que Joe me observaba desde allí. Me reí. Él se rió.

—Por fin me quiero a mí misma, Joe —susurré, rebosante de alegría.

—Lo sé —contestó, orgulloso como un pavo real.

8

No mucho tiempo después de aquella noche, vi una nota en el diario local que anunciaba que Jim Ma Guire tocaba su seductor saxo en uno de los muchos garitos infames que se suceden por toda la costa de Jersey.

Aunque la reputación de Nueva Jersey suele salir con cierta frecuencia bastante malparada, nadie en su sano juicio negará que nuestro panorama musical está francamente vivo. Como es de rigor, debemos agradecérselo a Bruce Springsteen.

Y si Springsteen era «el jefe», Jim Ma Guire era «la guinda». La alcorza sobre el pastel. La creme de la creme. Lo máximo, vamos.

Aquella noche, me escabullí temprano del trabajo y pagué una entrada de diez dólares para descubrir quién era el hombre que estaba tras el saxofón y que tanto me intrigaba.

Al principio fue como entrar en una caverna. La sala estaba oscura y humeante, y como mínimo diez grados más fresca que la bochornosa noche estival de afuera. La única fuente de iluminación provenía de un letrero de neón rojo y azul con forma de palmera y de lata de cerveza. Había tres o cuatro letreros iguales colgados de la pared más alejada, que difundían un resplandor espectral sobre los rostros del público despreocupado.

El hecho de llegar a medianoche me recordó mis épocas juveniles, en las que se consideraba hortera dejarse ver en cualquier sitio antes de las doce de la noche. Por algún motivo, aquella noche no desentonaba en absoluto. Antes de conocer a Joe, probablemente me habría arreglado en exceso para una velada como aquélla, pero había que reconocer su valía como maestro. Gracias a su intervención para que me deshiciera de mi vestuario más seductor, cuando me trasladé a la casa de la playa no me quedaba mucho donde elegir, fuera a donde fuese.

Como la mayoría de enfermeras veteranas del turno de 3 a 11, tenía guardadas varias prendas de calle en una mochila metida en mi taquilla del hospital. De hecho, experimentaba un cambio de humor radical cuando me despojaba del uniforme blanco en nuestro mohoso vestuario y me ponía cómodos vaqueros gastados, camiseta blanca y unas zapatillas de baloncesto también blancas. Me lavaba la cara con agua y luego aplicaba sobre mi rostro acariciado por el sol alguna loción confiscada al hospital. Ya apenas utilizaba maquillaje pues mi cara resplandecía con una cálida luminosidad, gracias a las largas caminatas por la playa, y mi mirada reflejaba la satisfacción de un alma en paz. ¿Qué sentido tendría pintar eso?

Con aquel cómodo atuendo y casi sin maquillaje, parecía y me sentía miembro de pleno derecho en la escena musical y su ambiente desenfadado y seudoartístico. Había descubierto que el truco para encajar en un lugar estaba en no pretenderlo. Hice una demostración de mi teoría al pedir una botella de agua mineral. Ya no tenía ninguna necesidad de alterar mi estado mental con alcohol. La vida real era infinitamente más estimulante y excitante.

El agua fría se deslizó por mi garganta, desembocó en mi estómago semivacío y envió un mensaje de bienestar al fax de mi cerebro. Había sido una larga noche de trabajo pero había hecho un hueco para cenar decentemente lejos del caos de los pasillos. Me topé otra vez con Michael Stein por primera vez desde aquella fatídica noche de junio.

Algo en mí debía de haber cambiado porque Michael se sentó conmigo y no dejó de hacerme cumplidos sobre lo guapa y relajada que se me veía. Lo más sorprendente de todo fue que, la verdad, no me importaba nada lo que Michael pensara de mi aspecto. Tanto que incluso le pregunté por su esposa y familia con sincero interés. ¡Me había curado! Michael Stein ya no era capaz de hacerme daño. Volvía a ser dueña de mí.

Di otro sorbo de agua mineral y empecé a desprenderme mentalmente del papel de la enfermera en tensión, hiperresponsable, para adoptar el de tranquila y despreocupada amante de la música. Pensé en uno de los mandamientos que Joe me había dado, el de disfrutar de cada momento. Cuánta razón tenía. Nunca antes había sido consciente del placer que hay simplemente en la expectación previa a un acontecimiento y no sólo en el acontecimiento en sí. Antes de conocer a Joe, hubiera estado demasiado impaciente como para saborear los intensos momentos previos al deleite de escuchar la música que más me gustaba. La música que me conmovía en lo más profundo de mi alma y que me hacía sentir como si su creador la hubiera compuesto sólo para mí. Sonreí para mis adentros pensando en toda la satisfacción que Joe había traído a mi vida.

Alguien chocó contra mi hombro y la sacudida me devolvió a la realidad. Me encontré examinando una chaqueta de cuero negro y mi mirada siguió una cremallera plateada que desembocaba en un cuello musculoso del que colgaba una medalla de aspecto curioso. El rostro unido al cuello mostraba una insolente barba de dos días enmarcada en unos rasgos angulosos y una leve insinuación de hoyuelos a ambos lados de una boca delicada. El pelo rebelde, tan negro como la chaqueta y bastante alborotado, le daba un aspecto ligeramente bohemio.

—Me gusta tu sonrisa —dijo, sin el tono postizo habitual de esos locales. Sin él saberlo, había dicho algo que servía para paliar el viejo sofoco que me provocaban mis dientes torcidos. Pese a mi propósito de renunciar al ego, me sonrojé y esbocé una sonrisa aún más amplia.

—Gracias —murmuré sin saber qué otra cosa decir a este hombre de encanto inidentificable. ¿Por qué me parecía tan encantador? Sólo había pronunciado una frase y ya me sentía atraída hacia él de una manera peculiar. ¿Acaso estaba tan desesperada? No lo había pensado. ¿O tal vez me recordaba en algo a Joe? Sí, debía tratarse de eso. Cuanto más le estudiaba más detectaba las similitudes.

—¿En qué estás pensando tan seria? —peguntó antes de dar un buen trago a la botella que tenía en la mano.

Para mi sorpresa, me percaté de que estaba bebiendo lo mismo que yo: agua mineral. Poco tiempo atrás lo hubiera tachado despectivamente de saludable, pero lo que entonces me llamaba la atención era ver a un hombre lo bastante seguro como para entrar en un bar y pedir un agua mineral. No pude contener una sonrisa mientras observaba el modo en que se agitaba su nuez de Adán al ingerir aquel saludable trago.

Se quedó mirándome y me devolvió la sonrisa. —¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —preguntó con ganas de reír a su vez.

—No me reía de ti —respondí, rogando para que se me ocurriera algún comentario ingenioso. Luego oí a Joe que me recordaba desde el interior de mi cabeza que fuera yo misma y que renunciara al amor propio—. Sólo estaba pensando en un buen amigo mío —dije—. Y pensar en él siempre me hace sonreír.

—Un tipo con suerte —dijo el desconocido.

—Oh, no. No se trata de eso —me apresuré a recalcar, sin entender bien por qué era tan importante dejarle claro a este recién llegado tan seductor que no estaba comprometida.

—¿Quiere eso decir que has venido sola? —preguntó insinuándose sus ojos marrón oscuro. Bajé la vista con rubor—. No seas tímida —me tomó el pelo.

—De acuerdo —contesté, a punto de romper una de las reglas en la que tanto insistía la prensa femenina para echar el lazo a un hombre: no permitirle nunca descubrir tu verdadera personalidad—. Estoy aquí sola —manifesté con orgullo—. Me encanta la música de Jim Ma Guire y por nada del mundo me la hubiera perdido esta noche.

—Bien hecho —comentó con una mueca—. Tienes un gusto excelente. A mí también me gusta su música. Me pregunto por qué no es más famoso.

—Los grandes de verdad nunca lo son —aclaré con un entusiasmo exagerado. Entonces empecé a parlotear incapaz de detenerme—: Su música provoca algo en mí, ¿sabes? Me derrite el corazón como si fuera mantequilla fundida.

—Oh, eso me gusta —dijo con una sonrisa que hizo que me flaquearan un poco las rodillas.

¿Por qué me sentía de pronto tan atraída por este completo desconocido? No tenía remedio, aunque creía que ya había superado algunas cosas. El completo desconocido, animado por mi charla, me preguntó entonces cómo me llamaba, a la vez que me tendía una mano amplia pero ágil. De pronto me sentí como una colegiala, como un animalillo indefenso.

Deslicé mi mano en la de él y dije:

—Soy Christine —con la esperanza de que mi voz no delatase que me estaba derritiendo por dentro.

—¿Christine qué? —preguntó con tono suave y afectuoso, como se dirigiría un policía grande y amable a un niño asustado. Era irresistible.

—Christine Moore —dije ya más recuperada, mientras reparaba en el minúsculo diamante con el que se había perforado el lóbulo de la oreja.

—Bien, Christine —contestó con un brillo travieso en la mirada—, espero poder verte más —y diciendo eso se llevó mi mano a sus suaves labios y rozó mis dedos con una insinuación de beso.

Me quedé sin habla durante un momento mientras él se disculpaba y desaparecía entre la multitud antes incluso de que tuviera ocasión de preguntarle el nombre. Maldición, pensé. ¿Por qué los más encantadores son siempre los más escurridizos?

—No es escurridizo —dijo una voz detrás de mí—, sólo está un poco preocupado.

Antes de volverme sabía que encontraría a Joe a mi lado oyendo mis pensamientos, como era habitual.

—¿Preocupado por qué? —le pregunté con tono apremiante—. ¿No valgo lo bastante como para atraer la atención de un hombre más de cinco minutos?

Joe meneó la cabeza.

—Sabes que no es eso, Christine. ¿Por qué aludes automáticamente a alguna carencia tuya como responsable de la conducta caprichosa de otra persona?

—Buena pregunta —tuve que admitir—. ¿Por qué lo hago?

—Dímelo tú —me desafió Joe—. Es hora de que dejes de depender de mí para que conteste a preguntas tan básicas por ti. Confía en tu propio criterio.

Su tono de voz no delataba impaciencia, pero aun así me quedé sorprendida de que se mostrara reacio a darme una respuesta como siempre había hecho desde que le conocía.

—Bueno, probablemente es una mala costumbre mía —dije yo—. Quiero decir que tienes razón. Sé que por el simple hecho de que una persona que ni siquiera conozco no muestre interés por mí no tengo que suponer que el problema soy yo.

—Continúa —me animó Joe—. ¿Entonces por qué lo haces?

—Vagancia —dije triunfal—. Soy demasiado vaga para dejar un hábito. Es más sencillo culpar de mi infelicidad a un defecto imaginario que darme cuenta de que la gente tiene todo tipo de razones para no querer comprometerse con otra persona, y no hay que darle más vueltas. En ningún modo es un reproche hacia mí.

—Muy bien —aplaudió Joe, mi único fan.

—He tenido que meditar mucho para llegar a esa conclusión —me reí—. No es de extrañar que durante años haya preferido holgazanear.

—Te contaré un secreto —dijo Joe esbozando una sonrisa.

—¿Qué?

—Ese tipo no sólo está interesado en ti: le has dejado completamente fuera de combate.

—Sí, ¿y qué más? No me tomes el pelo —dije enfurruñada—. Supongo que por eso ha salido corriendo.

—A veces eres un caso perdido, Christine. —Joe se rió entre dientes mientras daba un tirón cariñoso a mi cola de caballo—. El hombre se ha largado porque no sabía cómo disimular la atracción que siente por ti.

—Oh, venga ya… —repliqué incrédula—. ¿Y eso cómo lo sabes?

Joe no dijo nada y se limitó a alzar una ceja a la espera de que se encendiera la bombillita en mi cerebro.

—¡Ah, pues claro! —dije, pero sin precipitarme—. ¡Eres Dios, lo sabes todo!

—Me gustaría que dejaras de pensar en mí como Dios —dijo Joe un poco irritado—. Es un término demasiado trasnochado. —Me cogió el vaso de agua mineral de la mano y dio un trago largo y lento—. Mi trabajo contigo está casi concluido, Christine —continuó—, pero no estaré tranquilo hasta asegurarme de que pienses en mí más bien como en una especie de guía. Tu percepción de «Dios» es un poco imprecisa y he decidido hacerte desistir de esa idea. —Me miraba amorosamente y bajó la voz hasta que sólo fue un ronco susurro—. Quiero ser algo más que ese tipo grande del cielo que anota todas tus malas acciones.

Entonces me tocó a mí reírme. Por una vez, no estaba seguro.

—Por supuesto que para mí significas más que eso —le tranquilicé. Curiosamente, aunque notaba que las lágrimas pugnaban por salir, no hice ningún esfuerzo para ahogarlas. Joe era un buen maestro. Estiré el brazo buscando su mano cálida y suave y la sujeté contra mi mejilla—. Me has enseñado tanto, Joe —dije seria—. Y te quiero tanto. Y ahora que he comprendido todo eso de que tú eres yo y yo soy tú, por fin puedo relajarme, mostrarme tal y como soy y quererme a mí misma por ello. Ése es el regalo más dulce que me han hecho en la vida —hablé con lágrimas en los ojos y no me sorprendió en absoluto ver lágrimas también en los ojos de él.

Sin decir palabra, me rodeó con sus fuertes brazos y me besó en la cabeza.

—Has sido una alumna excelente —murmuró—. En especial esta noche.

—Oh, ¿te refieres a todo eso de no culparme a mí misma por todo? —dije distraída.

—No, estoy hablando de la forma en que has reaccionado al tropezar con tu antiguo novio en el trabajo, ¿cómo se llama?

Me aparté de sus brazos y levanté la vista hacia su hermoso rostro.

—¿Michael Stein? ¿Te refieres a él? —pregunté, admirada de haber olvidado tan pronto nuestro encuentro aquella noche en la cafetería del hospital.

—Sí, él —dijo Joe—. Hace seis semanas, estabas hecha polvo porque se había casado con otra. Esta noche te has encontrado con él y ni siquiera te ha inquietado. Ya no te hace daño. ¡Eso sí es un paso adelante!

—Sí, imagino que sí —me reí, impresionada ante un ejemplo tan evidente de mi desarrollo personal.

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